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sábado, 31 de mayo de 2025

Complejo de Caín



Julio tiene unas ganas enormes de inscribirse en un campamento de verano: quince días en la Sierra de Gredos. Allí conocerá nuevas amistades y se librará de la pesada sombra de su hermano mayor. Julio siente pasión por la montaña. Sólo nueve meses le faltan para los dieciocho años. Su hermano Felipe tiene ya dieciocho. Él sí podría (si quisiera), pero anda loco detrás de la Pascuali. Julio fotocopia el carné de Felipe, sin que su hermano lo sepa. Decide rellenar la solicitud con el nombre, la edad y los datos de su hermano para así ser admitido. Lo que cuenta son los papeles. Y los papeles dicen ahora que su nombre es Felipe, no Julio. A veces los resortes de la mentira son más eficaces y poderosos que la verdad misma.

A la semana siguiente le llaman de la Consejería de la Juventud de la Junta de la Comunidad de Castilla y León. Julio está a punto de decir que se trata de un error. Pero su pasión por el monte, su decisión de librarse de un verano de siestas aburridas y eternas, de tener que aguantar las regañinas de su hermano Felipe,… Julio coge el teléfono: Sí dígame. Soy yo, Felipe. Los hechos consumados: la mejor manera para salirse con la suya. A lo hecho pecho. Y escucha, no sabe si con temor o valentía: Su solicitud ha sido aceptada. A Julio le faltan 75 euros para cubrir los gastos del viaje. Su hermano mayor se los presta.

No es menester mencionar aquí el síndrome de Caín. Julio con el cortauñas muerde la yema del dedo gordo de su mano izquierda para sellar con sangre su cambio de identidad. Julio tiene buena memoria, pero dieciséis años con el mismo nombre son muchos días. Después de curar su herida con limón y ceniza, sale a la calle como un recién bautizado, con su nuevo nombre cincelado en su conciencia. Y, a solas consigo mismo, se tatúa en el cerebro el nombre de su hermano. A partir de ahora ya no soy Julito, sino Felipe el primogénito. A su hermano a veces le ha cogido algún suéter, algún pantalón…, pero ahora le ha robado el nombre. La verdad, que el nombre de Felipe tampoco es que le guste mucho, suena a imperial, a decimonónico, pero la ocasión la pintan calva.

Los padres de los hermanos están separados. Y este verano acordaron que el hijo mayor se quedaría con el padre, mientras que la madre se haría cargo de Julito. Julio miente de nuevo y le le dice a la madre, sin comentar nada del campamento, que se va quince días a casa de su padre. La madre responde: ¡Fenomenal! Ella aprovecha ese tiempo para hacer un viaje programado con sus compañeras de trabajo. 

No hace falta tampoco decir que el campamento salió a pedir de boca. Felipe por aquí. Felipe por allá. Ni una sola equivocación. Nadie sospecha nada. Hasta en la etiqueta de su mochila Julio escribe una efe como una fábrica de grande.

Faltan tan sólo cuatro días para que el campamento llegue a su fin. Ese día, los muchachos deben superar la prueba reina. Por parejas han de correr la distancia entre el campamento base y Fuente Clara, un manantial de aguas mansas que brota junto a un nogal esbelto e inconfundible. A Felipe (nuestro Julio empoderado), le toca de compañero el Fabi, un muchacho, más bien petardo y abultado de grasas, con sus reflejos bastante lentos. La marcha tiene como objetivo valorar las capacidades de orientación, autonomía y subsistencia de los participantes. El Fabi y Felipe inician la ruta muy animosos. En sus mochilas llevan un cartucho de avellanas y dos botellines de agua. La primera hora, (de las tres que más o menos dura la prueba), transcurre con normalidad, en silencio. La verdad que los dos muchachos no son muy habladores. No sabemos si por autosuficiencia o por timidez. La segunda hora, a petición del Fabi, hacen un descanso de diez minutos. Y este tiempo que emplean en detenerse, la pareja que salió detrás de ellos, les da alcance. Y los cuatro muchachos se enzarzan ahora en comentar el fuego de campamento de la noche anterior. Es cuando Felipe, en el fragor de la conversación, encuentra la ocasión para zafarse de sus compañeros. Echa a correr dándose patadas en el culo en dirección a un caserío llamado Villarriba. Felipe, (el falso Felipe), se pirra por las cimas de las montañas, sobre todo si estas son tan bellas como su Justi.

Y de Villarriba es Justina, la hija del panadero que todas las mañana acompaña a su padre a repartir el pan por las casas de la sierra. Entre Justina y el supuesto Felipe, desde el primer día que se vieron, surgió algo especial que sólo sus miradas y sus corazones lo saben. Nuestro joven enamoradizo se escabulle de sus compañeros sin que estos se percaten de su fuga. Sus pasos huelen la lumbre del horno del padre de Justina, hasta que por fin Felipe (el verdadero Julio) da con el pan sabroso de la hija del hornero.

Lo que pasó luego entre Felipe y Justina es fácil suponer. Nosotros nos detenemos sólo en saber qué es lo que ocurrió después en el campamento. A la hora del recuento, echan de menos a Felipe (Julio). El director del campamento sabe de las habilidades de Felipe para sortear dificultades en un entorno inhóspito. Confía en que, antes de llegar la noche, el muchacho aparezca. Llegó la noche, y Felipe no dio señales de vida. El director del campamento pone en marcha el protocolo que rige en estos casos. La primera medida es telefonear a los padres del muchacho:
Soy el director del curso de verano. Lamento decirle que su hijo Felipe, en una de las actividades programadas lo perdimos de vista durante unas horas. Luego de rastrear los alrededores, y preguntar al vecindario supimos que tanto su hijo como una muchacha llamada Justina, los han visto subir al autobús que va a la capital…
El padre de Julio, despreocupado, contesta al director del campamento: Mi hijo Felipe está aquí ahora mismo conmigo. Y colgó el teléfono. Luego mira a su hijo, que en este momento está a su lado leyendo abstraído El príncipe destronado de Miguel Delibes, y exclama: Hijo mío, este mundo está loco de remate, y tu madre y tu hermano Julito, como sultanes de Arabia, de crucero allá por los mares del sur.

viernes, 23 de mayo de 2025

Chico malo


 
¿Cómo  podía aquel joven ser malo siendo tan bueno? Su maldad y rebeldía no era suya, causada era por la incomprensión y el rechazo. Todo el mundo lo miraba con recelo, como si llevara mierda en los bolsillos. Y se apartaban de él nada más que lo veían. Los únicos que bondadosamente lo acogían como a gorrión herido eran los postergados, los excluidos. Sus mejores colegas: los rufianes y los ratas de la comarca.

Mis padres -decía el muchacho-, son encantadores. Pero no sabían llevarse bien con el hijo. El encanto para él era una fruta podrida, una mentira más, envuelta con el celofán turiferario de una sociedad bobalicona e hipócrita. Claro que sentía predilección por sus progenitores; pero en el fondo los consideraba unos pobres gilipollas. El muchacho pasaba de valores espirituales y morales. Consideraba estos principios, cursiladas de pequeños burgueses cuya única finalidad consistía en no perder el privilegio que le otorgaba su paternidad mal entendida. Los profesores con sus prédicas negativas intentaron encauzar su desilusión y desencanto. Lo único que conseguían era acentuar en su conciencia el perfil de chico malo. El chico malo se atrincheraba aún más en su ignorancia consentida como arma contra la inteligencia abusiva de sus preceptores. De carácter retraído. Este comportamiento natural suyo, de por sí esquivo, contribuía a que la gente lo encasillara como rufián y un pillastre.

Es cierto que el muchacho tenía problemas. Y si no los tenía, los generaba a cada paso. Pero a decir verdad, sus problemas se debían más bien porque se sentía acosado por las miradas acusadoras de todo el mundo. Cada vez que iba al súper a comprar un par de litronas los sábados por la tarde, el securata no le quitaba el ojo de encima. El muchacho refunfuñaba en silencio al agente: ¿Qué miras, gorila, es que tengo monos en la cara? Y en su defensa acusaba a todo el mundo: putos pedantes de mierda con hígados de serpiente. Pero en el fondo lo que deseaba el muchacho era ser tenido en cuenta. Mendigaba amistad, y lo que recibía era hostilidad y desprecio. El mundo contra mí. Yo contra el mundo. De tanto pensar todos que este joven no era trigo limpio, acabó siendo malo. La culebra que se muerde la cola. Era malo porque nadie le comprendía.

Soñaba como cualquiera hijo de vecino, y si cabe más, porque lo necesitaba como el comer. Pero todo le salía mal. Puede que fuera un chico mal intencionado (yo no me lo creo). Era simplemente un muchacho sin suerte, desafortunado. En el fondo tenía un corazón limpio y tierno, incapaz de romper un plato, matar una mosca, o decirle a una chavala ¡qué mal te sienta el piercing en el ombligo! a no ser que las circunstancias le obligaran a lo contrario. Y las circunstancias, ¡bien sabe Dios!, que le llovían a cántaros, como chuzos de punta a cada momento.

El muchacho tenía la inocencia de un niño, piensa como los niños. Le seduce lo que a los mayores les aturde y espanta. Todo el mundo lo toma por imbécil porque va diciendo por ahí que un pato no es un pato por más que lo diga el poeta James Riley. El verdadero pato es Donald Trum. Lo que realmente le pasa a chico malo es que nadie toma en serio sus limitaciones: confunde las causas con los efectos. No sabe predecir las consecuencias de sus acciones. Y así, al igual que Celine, camina sin rumbo, incomprendido y sin acierto por el corazón de la noche. Todo es tedio, colegas a lo suyo, padres ogros, madres hámster. Y si es que hay alguna muchacha bonita a la que quiero, Cupido siempre me cierra la puerta. A chico malo lo que le hubiese gustado es ser un Quijote: ir por ahí salvando las vidas de sus compañeros extravagantes y raros, solitarios con los cuales se identifica, pero no puede, no le dejan...

Chico malo tampoco miente, siempre va con la verdad por delante. Y si alguna vez mintió diciendo a su vecina, más beata que el cáliz, que había visto a su marido en misa, era porque quería agradar a la pobre mujer convencida que su hombre, al morir, iría de cabeza a los infiernos. En cambio cuando decía la verdad, nadie lo creía, como aquella vez que alertó a todo el pueblo que la avenida bajaba furiosa por la rambla de Los Calderones. Y gran parte de los lugareños perdió sus ganados y granjas. Y chico malo para ratificar su verdad, también se dejó arrastrar por la riada.

lunes, 12 de mayo de 2025

La mujer de Lot


Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal. (Génesis 19:26).

Yo era otro de los muchos pescadores frustrados del Mar Negro. Compraba doradas y lubinas en la pescadería del barrio, para luego enorgullecerme ante mi mujer de mi pesca abundante y milagrosa. Mi esposa, hierática e impasible, hizo un gesto de incredulidad.

Y cuando, como respuesta a su desconfianza, le dije que ella no era mi luna, sino un cenizo, un farol de papel mojado, me miró seria, con esa indiferencia que se miran los peces entre sí. Y vi que las nubes tenían forma de colas de pescado, y que su casa, (construida en un foso debajo de un mar completamente inhóspito), estaba cerrada con candado, cubierto el tejado con caparazones de almejas gigantes, y sus ventanas, cegadas con ladrillos de sal. Yo no estaba enamorado de ella, sino de esa pausa fugaz, serena e invisible que se cuela como alma tenue entre la noche y el día, sobre el alba de las vidrieras del mar. Ella no vestía vivos colores. La sensualidad de sus labios escondía clara su complicidad. De mirada penetrante, capaz de aplacar la brutalidad de cualquier lobo de mar. Su rostro tostado de melancolía, timidez y superioridad, a pesar de llevar una flor en la mano, era triste y oscuro.

Lucía sobre su cuerpo una toga bordada con las flores de las doce tribus del alefato. Y cuando volví a decir que no la quería porque había olvidado su nombre..., ella salió nadando al paseo de Recoletos, a la Biblioteca Nacional en busca del delfín de la Rae. Buscó la palabra Llave, y con ella abrió la puerta principal de su ayer por los valles fértiles del Jordán, mucho antes que una bola de fuego destruyera la ciudad de de Babilonia.

En el salón del pasado, miles de alfombras estaban enrolladas contra la pared como caracoles chupaeros. Dentro de cada uno de los moluscos, cifrados desde el alfa hasta la omega, se escondía un muerto anónimo, letras sin cabeza, huesos sin jugo, miles de muertos huecos, sin nombre, de Gaza, de Palestina, Rusia, Ucrania..., acumulados durante los miles de años que la casa estuvo ocupada por el minotauro, la ballena de Netanyahu. Los muertos pertenecían a cuerpos de hermosas doncellas. Se encontraban en perfecto estado, salazones exquisitos, pues estaban todos recubiertos por una capa de sal gruesa y sangre reseca bien compacta. Y durante todo ese tiempo, al sol, (engullido también por el monstruo), se le había olvidado amanecer. El mar en medio de la noche empezó a escupir sobre nosotros espumarajos de tinta, calamares de fuego. Y por el cielo, drones venidos de los países del norte, cargados de xenofobia y metralla, volaban sobre nuestras cabezas sin la Kipá, totalmente desprotegidos de Dios.

Y ella, en lugar de mirarme como si no me viera, afirmó no ser mi mujer, sino la viuda de Lot. Me recordó que una mañana temprano se escapó de su nicho-estera para regresar a la vida. Y con voz funeraria, desde la alfombra donde su joven cuerpo de sal embalsamada estaba, añadió: si quieres que la ballena no te devore, jamás vuelvas a la ciudad de Hierosolyma. Yo le respondí: ¡Pero cómo quieres que no regrese al pueblo al que llaman la Ciudad de la Paz! Me dijo además: que jamás volvería a cometer tal desatino para no ser devorada de nuevo por el monstruo marino. Ella lo que quería era desplazarse a las playas de la Polinesia y posar eternamente para Gauguin. Pero, ¡maldita sea! -añadió-, cuando llegué a Puerto Príncipe, la ballena de Jonás se había tragado también la colección entera de todas las dionisíacas vahiné, incluido mi propio retrato que Paul después pintara.

Y cual aquel otro pescador engreído, que cazaba peces muertos por los siete ríos contaminados del planeta, lancé la caña de pescar sobre la cerviz del monstruo marino. Muerto el Minotauro, pude rescatar la estatua de sal, que deambulaba perdida por los sótanos de los siete mares del inframundo. Y fue entonces cuando vi que todas las partes del alma y del cuerpo de la mujer de Lot, armoniosa y bellamente esculpidas con flores de estrellas, aromas de arte y plata, volvían a la vida.

viernes, 25 de abril de 2025

Bula papal


 
Recuerdo el cuadro colgado en el salón principal de la casa de mi abuelo. Desde el centro de la pared dominaba la estancia con un olor rancio a rezos de iglesia. Bajo su límpido cristal el vetusto pergamino resplandecía beatífico a la luz sonriente del ventanal esmerilado. Este cuadro por su situación preferente y por su dorada y bien labrada moldura debería tener un gran valor para mi abuelo. La foto del vicediós encabezaba el texto, a continuación una ristra de palabras escritas en el oscuro idioma de los sagrados enigmas, indulgente hológrafo con rendida pleitesía aguantaba el sacrosanto busto de un santo padre policromado. La Bula papal estaba escrita en latín. Para mi corta y analfabeta edad aquella efigie, siempre me resultó intrigante. Sentía por el cuadro una asidua curiosidad. Cada vez que iba a su casa, lo primero que hacía era ponerme firme delante del cuadro como si estuviera en presencia del Jefe Supremo de todos los Ejércitos del Mundo. Siempre me atrajo el misterio que se escapa de cualquier cara desconocida. El hierático rictus de aquella impenetrable y pontificia estampa enardecía aún más el deseo de saber por qué mi abuelo, (persona descreída y nada mojigata), tenía tanta estima por beatería semejante.

Hasta que un día mi abuelo al verme tan antojadizo por el cuadro de los rimbombantes tentáculos gráficos me dijo: Cuando yo muera este cuadro será tuyo. Confiado por tal regalo le pedí que me revelara la importancia de aquel manuscrito. Y esto es lo que me dijo:
Fue todo una pura casualidad. Aquella noche salía yo de la casa de una vieja amiga a la que solía visitar para apagar las lumbres de mi viudez en barbecho, cuando un hombre de esos que se ganan la vida recurriendo al ingenioso arte del timo, me ofreció este legajo que ves incrustado en este elaborado cuadro. Una ganga -me dijo-, ganar el cielo por tan solo treinta euros, la bendición papal firmada por su santidad en persona, única oportunidad en exclusiva que le hará a usted merecedor de las plenarias indulgencias que precisará su alma en pecado el día del juicio final. Llevado de la alegre generosidad de mi natural carácter consideré avispada la ocurrencia de aquel hombre, y satisfice con creces el precio que me pedía.
Yo me casé. Mi abuelo murió hace ya más de veinte años. Y en su recuerdo, coloqué en la entrada del despacho de mi nueva casa el cuadro de la Bula del Santo Padre que mi abuelo me había donado en vida. No hubiera hecho mención a este incidente si no fuera porque el otro día, vino a casa el arcipreste de la parroquia para ultimar la transferencia de unos dineros por la compra por mi mujer de un panteón en el cementerio eclesiástico. El arcipreste se quedó mirando el pergamino de mi abuelo. Y dijo presto: 
¡Ah no! Esto es una copia, una estafa, está clarísimo. El estampado del sello de esta bula pontificia no es auténtico, su secado es artificioso. Si no tiene usted inconveniente lo llevaré al arzobispado para que lo sometan a las pertinentes pruebas de autenticidad. 
Le di las gracias, le dije que prefería que el pergamino no saliera de casa. Fue entonces cuando él sugirió traer una bendición papal, pero en este caso verdadera, para que pudiéramos cotejar las dos y comprobar cuál era en verdad la falsa. Así se hizo. Al día siguiente por medio del sacristán me envió una inequívoca Bula papal. Yo sinceramente entre las dos no aprecié diferencia alguna. Por detrás marqué con una equis la mía, la de mi abuelo.

Y aquella misma tarde me dirigí al hospital donde un amigo mío trabaja como anestesista. Le pedí que pusiera debajo de la cabecera de dos enfermos cada una de las dos bendiciones. A la mañana siguiente, mi amigo me llamó diciendo que uno de los enfermos había muerto a la media hora de haberle adosado la bendición papal. Me fui inmediatamente al hospital y allí pude comprobar que, en contra de mi pronóstico, la bendición papal que yacía junto al difunto no era precisamente la que yo había marcado. En cambio el enfermo al que le habían puesto la que debería ser la bendición falsa según el criterio del arcipreste, le habían dado el alta completamente restablecido.

martes, 22 de abril de 2025

Redención


 
Ayer, el mayor placer y orgullo para la madre era comentar la proeza de su hija. Hoy, en cambio la sola mención de circunstancia tan honrosa es un cuchillo que a la madre le despedaza en canal como a un cordero. La hija hace un año que se despidió diciéndole que se iba por una temporada a un país desprotegido del cuerno de África como voluntaria de una Onegé para combatir la trata de mujeres explotadas. Su trabajo consistiría en abortar en origen, convencer a esas entusiastas emigrantes que su contrato laboral por parte de empresarios aparentemente valedores era todo un engaño, y que todas ellas acabarían siendo víctimas de un negocio de prostitución en un país extranjero, si no renunciaban a su sueño de emancipación mal encauzada.

La madre, como animal acosado por un círculo de fuego, da mil vueltas al rededor de sí misma. Las ideas se le resisten, se agolpan a su alrededor como alacrán asediado por un anillo en llamas. ¿Habéis visto a un inocente asumiendo un delito jamás cometido? Algo parecido le ocurre a esta mujer. Acaban de de comunicarle que su hija está presa en la cárcel de mujeres de Albocàsser. La culpa le corroe sin haber hecho nada malo. Una madre no puede desentenderse de una hija en peligro. Sería algo contrario a su instinto, como esa mujer que hace poco murió en un bar de Torreagüera por ponerse delante de su hija, cuando su ex pareja intentaba matarla de un disparo. La madre murió por salvar a su hija.

La madre, a la que ahora nos referimos, tan intensamente piensa en su hija, que se confunde con ella. Y se siente responsable del delito que su hija cometió. Si ella pudiera auto-inculparse lo haría sin titubeo alguno. Más llevadero le sería ahora a la madre sufrir en sus propias carnes lo que allá en la cárcel estará pasando su hija. El dolor, la rabia y el llanto le impiden pensar en nada. De seguir así, la madre acabará desmoronándose por completo, como esas casas viejas que se vienen abajo por la humedad de las lágrimas que socava sus cimientos.

A la hija le sucedió lo que ahora le ocurre a la madre, de tanto querer identificarse con la causa de querer salvar del proxenetismo a unas inocentes criaturas desfavorecidas, acabó siendo pareja del jefe de la trata de blancas. Luego lo que ocurrió ya es sabido. La hija sufre condena por dar la cara por su amante, el capo aquel que daba empleo falso a mujeres subsaharianas para explotarlas luego sexualmente en Europa. Mientras, el cabecilla de la mafia acampará a sus anchas este verano por las hermosas playas del mar Egeo.

viernes, 4 de abril de 2025

Un sueño intrascendente



Hasta ahora, reconozco haber soñado sueños raros, extravagantes, surrealistas, pero nada adivinatorios. Por ejemplo si una noche soñaba que me había tocado la lotería, por la mañana bien temprano iba al quiosco, y comprobaba que mi décimo no se correspondía con ningún número premiado.

Ana se me apareció anoche en sueños con un nuevo corte de pelo. Durante los años que la conozco siempre vi a la mujer de mi amigo Joaquín con el mismo tocado. Largas mechas blancas, surcando su ovalada y esbelta cabeza sobre sus modestos hombros honrosos. Siempre con su sonrisa sincera, amable y espontánea. Pero, anoche, su cara en el sueño se me reveló de manera inusual. Ana había cambiado de peinado. Muy extraño en ella, siempre tan metódica y constante en sus atuendos y maneras. Y en lugar de lucir su habitual melena de plata, rizos negros azabache salpicaban su cabeza de matrona empoderada.

Mi amigo Joaquín vive con Ana en el campo, a unos treinta kilómetros de la ciudad. Tienen un ganado de vacas y una pequeña quesería familiar. Su estilo de vida es sencillo. Modesta y natural su manera de pensar. No son fanes de nada. Sin dogmatismo alguno. Buena gente. Nos conocemos desde el instituto. Y hasta hoy compartimos imborrable nuestra amistad. Nos vemos dos o tres veces al año.

No soy muy dado a elucubraciones ultra sensoriales, más allá de lo que veo y palpo. Esta mañana, sin darle mayor trascendencia al sueño, lo comento con mi mujer. Ella, más empática y capaz de percibir el aromático tic tac del corazón de una flor, o sentir simplemente la alegría del aleteo de un gorrión posado en la ventana de nuestro dormitorio, decide que vayamos hoy mismo a hacerle una visita a nuestros amigos. Comprobemos la realidad de tu sueño, -me dice-, si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

No lo niego. Me he asustado incluso de mí mismo al ver a nuestra amiga Ana. ¿Cómo puede un sueño adelantarse a algo que todavía yo no había tenido la oportunidad de averiguar? El sueño no tenía nada de extraordinario. Tal vez por ello el impacto de su intrascendencia me ha causado un impacto mayor. Ana simplemente había cambiado de peinado. Cosa completamente normal. Con todo ando estimulado por la fuerza determinante de este sueño intrascendente. No sé si será cierto decir que la vida es sueño, lo que sí hoy he comprobado que soñar es imprescindible para vivir, hacer un viaje, o simplemente visitar a unos amigos. 

jueves, 13 de marzo de 2025

El desván


 

Te detienes frente al cuadro Muchacha en la ventana. Quieres saber lo que el pintor de los sueños rotos trató de expresar a través de la mirada oculta de esta mujer de espaldas. Tal vez no fuera la playa de Cadaqués lo que la hermana de Dalí viera en aquel momento.

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Mujer asomada al ventanuco del desván. Allá lejos: los montes del puerto de La Cadena. La niebla poco a poco se desvanece, y da paso a formas más cercanas y precisas. Un almendro acampa solo y seco cerca de la rambla. Una hilera de pinos mansos junto al camino de Los Ladrones. Las colinas de la Cordillera Sur se reflejan las unas sobre las otras cual celosas hermanas. Abajo, un gato negro, tendido al resol de la acera, duerme sus inolvidables tropelías de la noche anterior.

De todos los lugares de la casa, el desván es el lugar más tranquilo, acogedor y sin enredos; de ahí tal vez su encanto. Recatada cámara a la que se sube desde la planta baja por siete peldaños de hierro en forma de U empotrados a la pared. El desván huele a sándalo. Sólo una manta en el suelo y dos cojines. No en vano, por etimología, desván viene de vacío, vano, vanidad. Ninguna alusión pictórica o familiar. Sólo un cuenco tibetano sobre una mesita revestida con un pequeño mantel de ganchillo. Un pequeño foco entubado en una pequeña teja de barro adosada a uno de los tabiques de la estancia. Luminosidad carente de borrachos colores que ofusquen y turben la tumbada serenidad de la muchacha. Los únicos tonos: el oscuro de las chapas de caoba que recubren media habitación, el yeso blanco de la otra media, y el ocre marrón del terrazo del suelo. A pesar de la ordinariez y pobreza de este habitáculo, la joven se siente colmada, tanto por lo que esconde en su interior, como por lo que desde la ventana contempla fuera.

Nada más entrar en el desván, un generador de corriente se pone en marcha. La joven viene aquí a cargar pilas, a tenderse al sol que se cuela por la claraboya, (claire-voie), a dejarse penetrar por la voluptuosidad de este rincón. Libre de tensiones y problemas, sin necesidades y ambiciones. El ambiente es un tanto sagrado, dotado de una especie de halo místico. La mujer se descalza, se despoja de sus vestiduras. Se queda casi en cueros. Los gritos y algaradas del polideportivo a dos pasos de su casa no hieren sus oídos. Lo mismo ocurre con los patines de los niños que corretean en la plaza sobre las baldosas ruidosas. Se oyen, pero no molestan. La materialidad de las cosas se percibe de la misma manera que en otro sitio; pero sin connotación conflictiva alguna. Los pocos objetos de esta estancia exhalan paz y bondad. Aquí la muchacha se acomoda como criatura en el útero de su madre, como estrella en la estera zen del universo. Aquí, a solas consigo misma, bebe de la cálida luz del sol. En suculento bocado etílico se alimenta del verde clorofílico del panorama. Su cara en contacto con la tibia melosidad de la brisa que se cuela por el vano de la ventana. El monte, el mar, el calor tibio de un sol sin barreras la abrazan lúbricamente. En este coito vespertino, todo su ser, alma, cuerpo, voluntad y cerebro, se siente amada y amante, una y todo con la naturaleza, los hombres, los animales, la tierra.

El jadeo de su respiración cada vez es más insistente y acelerado. El ondulado allá de la sierra, caricia dulce para su cósmica mirada. La sinuosidad de las nubes, fina piel que envuelve su cuerpo. La transparencia del aire, el vino del sol, el verde del monte son elixir para su joven corazón agitado. Y no sólo es su corazón el que late cada vez más deprisa, es su vientre el que bombea bocanadas de amor en ascuas. Es todo su cuerpo al unísono el que se contrae y se dilata, el que in crescendo bufa suspiros divinos como un buey en medio del mercado. Y no le importa ser penetrada por el dardo dorado del hijo de Venus. El dios cupido entra ahora al desván, y enciende de azules los pliegues calientes de su virginidad vestida.

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Y si tú, agradecido lector, vieras a esta joven asomada a la ventana del desván de su casa, no te darías cuenta de que el almendro que antes ella viera solo y seco junto a la rambla, está ahora lleno de flores blancas, porque las cosas importantes ocurren sin que uno siquiera se de cuenta.



domingo, 2 de marzo de 2025

La tumba del tiempo


Hace ya cinco años. Un accidente laboral partió en dos el volante de mi cuerpo. Estaba yo soldando aquella maldita viga de hierro que aguantaba la cubierta de un almacén del polígono norte, cuando mi pie derecho resbaló. Caí al suelo desde una altura de cuatro metros. Mi frente vino a dar contra el borde de un tablón. Y asi fue como la corteza motora de mi cerebro quedó rota para siempre. Mis pies dejaron de recibir las órdenes que desde mi cabeza yo les enviaba para que se pusieran en movimiento. El médico fue muy descriptivo:
Nos hemos cargado la dirección. El volante de su cuerpo ha quedado aplastado como una manguera de riego por el peso de un tractor. A partir de ahora necesitará usted una silla de ruedas.
Desde entonces, mis manos fueron mis pies. Y gracias a ellas movía yo el carro de ruedas, mis extremidades inferiores. Un hombre a un sillón pegado. Veintinueve años. Era joven. Me sobrepuse, superé aquel mal trago. Me jubilaron por incapacidad. Empecé a cobrar una pequeña pensión que me permitía llegar a final de mes. Mi agarrotamiento muscular me impedía desplazarme por las dependencias de un cuarto piso donde yo por aquel entonces vivía. Tuve que mudarme a una vivienda en planta baja. Entre escollos y mareas me desenvolvía como hábil práctico de barco. Y en mi silla-móvil iba desde el baño a la cocina, desde el patio al dormitorio, nunca mejor dicho, como Pedro por su casa.

Todo transcurría con normalidad, (entre comillas), hasta que otro accidente me golpeó de nuevo. Acababa de llegar a casa. Eran las siete de la tarde. A las cinco había salido al bar de la esquina. Tenía por costumbre jugar allí al dominó con unos pensionistas. De regreso pasé por el Mercadona, me coge al paso, compré una barra de pan, algo de fruta y unos tarros de guisos precocinados. Todo transcurría, nunca mejor dicho, sobre ruedas; pero no es bueno cantar victoria antes de tiempo. Al ir a coger la canasta del pan, debido al impulso de mi cuerpo, y no tener echado el freno a las ruedas, el carro se volcó hacia el lado opuesto. Silla y yo nos venimos al suelo. Arrugué hasta las córneas de los ojos tratando de alargar un palmo mis manos y hacerme con la silla de ruedas. Imposible. El móvil, que siempre acostumbro a llevar en uno de los bolsillos laterales del carro, también salió despedido. No pude pues llamar a Puri, mi vecina la del primero, para que me echara una mano.

El accidente en sí, desde el punto de vista físico no fue lo peor. Lo más preocupante fue el sentir mi inutilidad, la pobreza de verme tendido en el suelo sin poder levantarme. Por aquel tiempo acababa yo de ver ver Buried, esa película en la que Ryan Reynolds se despierta enterrado en un ataúd. Y no sé lo que es peor, si estar encerrado a oscuras en un cajón de madera, que el puñado de horas que estuve recluido en la cocina de mi casa sin que nadie pudiera socorrerme. Claro que grité y grité. Pedí ayuda con todas mis fuerzas. El día antes la Puri me dijo que se iba unos días a casa de su madre. Mis voces por muy fuertes que sonaran no traspasaban el ruido de los frigoríficos de la pescadería de enfrente de nuestro edificio. Cada cierto tiempo demandaba yo ayuda a cajas destempladas. Nada me comunicaba con nada.

Sólo el reloj de mi muñeca me mantenía unido al tiempo, ese tiempo me hacía seguir vivo. El susto alteró también mi estómago. Las tres horas primeras de mi postergamiento contuve a raya los esfínteres de mis intestinos. Luego, no aguantando más, me dije que le den por saco, me oriné encima. El café de la tarde también descompuso mi cuerpo, me hice de vientre. Se hizo de noche. Yo miraba el reloj. Las horas pasaban, y la esperanza de que alguien me echara una mano se desvanecía por completo. Dicen que la mierda de uno no huele, ¡mentira cochina! Yo echaba ascos y pestes por todos los poros de mi alma.

El legañoso clarear del alba me sorprendió postrado entre las heces y la orina de mi soledad emponzoñada. Hasta ahora, la silla de ruedas había sido mi bastón, mi camino, mi compañera, pero ¡cuán equivocado estaba! La silla de rueda a dos pasos de mí me negaba su compañía. Me sentí completamente solo y abandonado. Si hubiese podido le hubiese escupido a la cara como se hace con el peor de los amigos que se resiste a prestarte ayuda. Miré de nuevo el reloj, mi único consuelo. Tuve que limpiar con mi barbilla la esfera de excrementos untada. Era la hora del dominó con los amigos pensionistas. Habían transcurrido 24 horas desde mi caída. Y yo aún andaba metido y pintado en cuadro tan abyecto como indigno.

Los amigos de la partida del bar me echaron en falta. Después de no encontrar pareja para la partida, vinieron a casa a buscarme. Pero en lugar de llevarme con ellos al bar, me trajeron a este hospital. El doctor que me asiste no las tiene todas consigo. Me dice que, más allá de tener roto el volante cerebral de mi cuerpo, lo que le preocupa ahora es el estado de mi hipotálamo. El escáner refleja una lesión en la zona que regula los ritmos biológicos, así como la sensación del tiempo y la percepción del día y de la noche. Yo al escuchar al médico en seguida me puse en guardia. Y lo primero que se me ocurrió fue mirar el reloj que aún conservo en mi muñeca. Las enfermeras insistieron en que me lo quitara. Me resistí: 
¡Ni hablar! Puede que la silla de rueda me haya abandonado, pero no permitiré que el reloj me deje solo ni un segundo. Y es más, si algo me pasara, les pido por favor que coloquen este reloj en marcha al pie de mi tumba. Quisiera escuchar su tic tac por toda la eternidad.


lunes, 27 de enero de 2025

Víctima de su propio invento



Él no era él, al menos, el que él quería. Un día decidió darse de alta en una red social de rango infinito. Lo que en el fondo quería era sentirse tribu, no estar solo, desarropado y perdido en un mundo hostil y acosador. Quería asaltar el palacio de los medios de comunicación, los jardines del planeta..., hasta ocupar todos los espacios infinitesimales del universo. Dominar toda la creación, desde el círculo polar ártico hasta el antártico, desde el hemisferio oriental al occidental, pasando por el canal de Panamá hasta llegar a la Casa Blanca. Ser su propio enemigo para poder así librarse de sus propias bellaquerías.

Paso a paso se convirtió en el verdadero Duke de un nuevo imperio de dimensiones interestelares. Miembro honorario del Ku Klux Klan. Hasta llegó a ser aquel hambriento inmigrante-violador -haitiano que se comió el pitbull de su patrón en Ohio, africáner, supremacista, la reencarnación del mismo Führer, piloto de naves de fuego y no sé cuántas cosas más. Pensaría tal vez que el mejor medio para librarse de sus propios fantasmas era convertirse él en otro fantasma aún más fantasma que su propia sombra.

Las redes sociales le dieron la oportunidad de convertirse en lo que él quería. Él era la red, su portavocía, el eco de todos sus delirios. Allí todo era falso, hasta la verdad. Hasta sus silencios eran mentirosos. Mentiras para encubrir su bajeza, su poca estima, sus ínfulas y aires de grandeza.

Desde el punto de vista biológico necesitaba mentirse a sí mismo para sobrevivir de sus miedos y complejos en ese mar de sombras y megalomanías en el que desde el día que nació, Platón, lo encerró en su propia caverna.

Hoy su red ha sido pirateada por otro hacker más habilidoso que él. Y para su sorpresa y fatalidad descubre que se trata de un simulador de sí mismo por él creado. Llegó tan lejos con sus locuras que temió ser vencido por su propio algoritmo, un doble de su propio yo. Y así fue como nuestro protagonista de hoy pronto resultará ser víctima de su propio invento. Ojalá no me equivoque.

Moraleja: Lo mejor es ser lo que somos; y no intentar ser nuestro propio perro mordedor.

 

martes, 21 de enero de 2025

Insomnio



Es de noche. Cientos de murciélagos en conciliábulo intigrante vuelan sobre tu cabeza. Gruñen despiadados, te muestran el lado malo de las cosas. Diablos perturbadores encienden con sus ciegos aleteos los carbones de tus miedos e infortunios. Los dolores de noche duelen más que a la luz del día. Los problemas se multiplican, las penas se amontonan. No te da tiempo a enumerarlas: que si a tu hijo le falta dinero para acabar el mes, que si tu hija no encuentra trabajo, que si a tu madre le quedan cuatro días para palmarla, que no te adaptas a tu oficio de recadero, de camarero, de sea de lo que sea, que no memorizas los pedidos de los clientes, que has de aguantar con tu bandeja en alto como un Sísifo lamiendo suelos, subiendo de rodillas montes y calvarios... si quieres pagar los mil euros del alquiler de tu casa. Ganas te dan de levantarte de la cama y suplicar o quemar con una vela a todos los dioses habidos y no habidos, al pantocreator del Olimpo Celestial. Como recurso último despiertas a la fe, por perentoria necesidad, por ver la manera de apartar de ti el cáliz de tantas desventuras. Y si a esto le sumas los picores del herpes que te ha salido entre tus partes más pudendas, y los ácidos que amargan tus tragaderas por culpa de una hernia de hiato maloliente... La noche, un rosario de penalidades.

Y también para tu pareja. Lo notas. Lo sabes por los suspiros que a ella se le escapan soñando. Cuando uno de los dos se desvela, el otro, como si los dos tuvieráis las uñas del mismo diablo dentro de vuestros ojos, se resiente de igual manera. Vasos comunicantes. El mismo nerviosismo, El mismo llanto. La misma angustia. Si a ti te da la corriente, y tu parienta se roza contigo, sacudida queda ella por el mismo calambrazo tuyo. Y si cabe más, pues la descarga que tú sufres se añade aun más a la de ella.

Vuestra vigilia se alarga más allá de las cuatro de la mañana, no hay manera. Una noria sin reposo. No cesáis de dar vuelta en busca de un acomodo en rebeldía. Cierras los ojos y te arrimas con amor ciego y desesperado a tu mujer. Desafías a la adversidad, al destino. No os importa morir los dos electrocutados por el mismo sufrimiento, por el mismo cortocircuito. Mutuo consentimiento. Sí es sí. La abrazas por delante, por detrás, hasta sentir los dos el chasquido de vuestra alma encendida por el pedernal de vuestro cuerpos conmutados. Hacéis el amor en medio de una noche de infiernos y de fieras. Y al momento, como la brisa tras el vendaval, quedáis dulcemente dormidos.

Ni valeriana, ni melisa. No hay nada como el quererse para combatir el insomnio.

domingo, 15 de diciembre de 2024

Lo que yo fui tú serás



Cuando murió la madre, un tierno perfume a hierba recién cortada se adueñó de la habitación. Su muerte no quebró a la hija. Al contrario, una paz desbordante inundó por entero su corazón. Como el agua apacible que baja del río, sin resistencia hacia el mar, así sintió la hija su partida, sin dolor, con naturalidad. El frescor a tierra recién labrada que salió de su último suspiro le supo a perfume de espliego y romero, esas balsámicas matas de monte que la madre tan bien conocía de sus tiempos de niña, allá por los campos de su presurosa infancia ayudando a sus labriegos padres por los campos de Azulada.

Cuando la madre murió, la hija estaba en plena madurez, fértil, carne aún hábil para la carne, resistente al dolor y a la inclemencia, a la ingratitud y los desplantes. En ningún momento hubo entonces lugar para el desamor, el abatimiento, el llanto y el desconsuelo.

Después de la muerte de la madre, cada cierto tiempo la hija va al cementerio; pero a hurtadillas, evitando las miradas de otros visitantes que la puedan tomar por loca por hablar abiertamente con su madre como si estuviera viva. Busca el aislamiento y el silencio, ese caldo y contexto propicio en el que los muertos acostumbran a sincerarse con sus deudos. Deposita encima de su tumba las mejores flores del pequeño jardín de su terraza. Despliega su pequeña silla de tijeras que ha traido consigo. Y sentada frente ella, las dos se cuentan sus cosas. Las dos mujeres, eternas y solidarias confidentes, vasos comunicantes, recobran fuerza ante los desafíos del infortunio. En ningún momento la hija sintió a su madre muerta después de muerta. Siempre la escucha, como esta vez que le dice a modo de consejo, al menos eso es lo que la hija oye dentro de si: Lo que yo fui tú serás.

Han pasado veinte años de la muerte de la madre. Conforme pasa el tiempo con más intensidad intuimos nuestra propia la muerte. La hija esta tarde siente un desgarro en el alma, espasmos y sacudidas en la barriga, una punzada terrible en su atorado estómago. Durante todo el tiempo que faltó la madre, sólo ahora, cuando una serpiente se le ha encasquetado a la hija en su estómago, se da cuenta de la muerte de su madre. El dulce sentimiento de la lejana muerte de la madre se convierte en quejido, dolor retroactivo que regresa vengativo a su recuerdo, como si la madre se muriera de nuevo. La hija presiente también su propio final. Siente miedo. Le falta la respiración. Y antes que la bicha se zampe como un huevo su vida, la hija exclama con voz desgarrada:
Los días se me van de las manos. Nada retorna. Todo al final se pierde. Nadie nos devuelve el pasado. Mi madre no se murió entonces, se me muere ahora cuando yo también me muero.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Metafísico estáis



Íncipit que tomo de uno de los versos preliminares del Quijote. (Diálogo entre Babieca y Rocinante)

Babieca: Metafísico estáis.
Rocinante: Es que no como.
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El otro día quise escribir una carta a una vieja amiga. Fuimos compañeros de trabajo durante más de diez años. Y su nombre no me venía ni a la boca, ni a la mente, ni al corazón siquiera. No me lo podía creer. No me acordaba si se llamaba Aldonza, Teresa o Marta. Llegamos incluso, entre nuestras zalamerías, a componer en diciembre una canción a la primavera, y en verano, un soneto al calor de la chimenea. De vacaciones, hasta un viaje en moto hicimos a la isla Barataria.

El tiempo, además de ser caballero andante que no perdona, traga más que come, es un inconsciente de tomo y lomo. Y mi memoria, una bestia desagradecida y muy poco socorrida. No podía yo perdonarme tal olvido.

A parte de desleal y desconsiderado, me sentí como si algo muy querido me hubiesen quitado. Y encima, culpable, sin tener yo responsabilidad alguna. Que los recuerdos van y vienen, sin saber uno su intención ni el motivo.Y además, con ese gran disgusto de que algo esencial de mi vida me habían robado ¿cómo no acordarme del nombre de esta mujer hermosa con quien tantos buenos ratos compartimos juntos? A tal extremo llegó mi olvido que incluso dudé de que la tal muchacha hubiese existido. Y si ella no había existido, siendo ella parte consustancial en mi vida, ¡pues mis arrumacos tampoco! A quien le cortan una mano, se queda sin ella; pero aquel que nació manco, se le da lo mismo, porque nunca mano diestra tuvo. Que tampoco es cierto aquello que dicen que donde hubo fuego, cenizas quedan.

Y no sé lo que es mejor, si no acordarme que un día estuve a partir un piñón con una buena amiga, o que el roce que con ella tuve ni que a nacer llegara. Es como quien, después de dos horas de patear malhumorado los sótanos del Ikea, no encuentra su coche allí donde lo aparcara; y se conforma y convence diciendo que él jamás tuvo coche en su vida.

Aldonza, o como se llamara esa amiga íntima que tuve o no tuve, y que ahora quería escribirle una carta para decirle metáfísico aún estoy por tus equinos huesos divinos, tal vez fuese un plato de arroz con pollo sin pollo, un significante sin significado, o un tío en Alcalá que ni tiene tío ni tiene ná. O como el mismo Sancho Panza dijera en aquella su retaíla disparatada de refranes: Ojos que no ven, corazón que no quiebra.

lunes, 18 de noviembre de 2024

La leche santa


Mientras espero mi turno, observo disimuladamente a las personas de esta sala. Cada uno es una carta cerrada; pero yo no puedo abrir el sobre de sus intimidades. Sentado enfrente de mí, un hombre de mediana edad, con el tronco paralelo al suelo. Sus manos abiertas sujetan su cara fruncida. Noto por su postura, a pesar de la robustez de su cuerpo, su derrota y debilidad. Lo veo tan abstraido y desentendido que me imagino que yo pudiera ser tal vez esta persona, por eso no me importa, no me da vergüenza allanar, detener mi mirada en su abatido aspecto. De pronto, como si el hombre tuviese ojos en la espalda, sin desbaratar ni un grado su rígida y doblada compostura, me dice a bocajarro: Deje usted de acosarme con su curiosidad malsana. Los locos no somos monos de circo. Sus palabras, además de sonrojarme, me hacen caer en la cuenta que yo esta mañana estoy citado en este hospital.

¿Y qué hace una persona, a todas luces normal, en la unidad de psiquiatría del Reina Sofía? En dos palabras: yo estoy aquí como podía estar en otro sitio. A mí me da igual estar sentado en un banco de la estación de El Carmen dando a entender que espero sin esperar un tren con destino a la Conchinchina. Mi intención es gritar al mundo con mi boca cerrada que yo soy una persona como los demás: que va al ambulatorio, que viaja, que va de compras, al dentista, a la oficina de correos. Como no sirvo para nada, tengo que  convencerme a mí mismo, que hago algo, que estoy vivo. Lo que me importa es que la gente sepa que soy alguien. Si me quedo quieto en mi casa me agusano como un muerto.

Ahora llega mi turno. Miro el móvil, simulo que tengo prisa, miento que recibo una llamada inesperada. Y cuando me dispongo a abandonar la sala, una enfermera, con toda delicadeza, pero sin soltarme ni un momento del brazo, me introduce en la consulta del médico. A este doctor yo ya lo conozco de otras veces. Simpático con su voz clara y seductora atrae a los enfermos como a gallinas autómatas al reclamo de una lombriz apetitosa. Pero ahora que lo tengo tan de cerca, delante de mí casi tocándome con sus gafas de pasta verde clínica las pelotas, me da asco, hasta su boca huele al amargo regaliz del opio freudiano. A sus preguntas que yo no escucho, tan sólo le digo: ¿por qué no me receta usted algo para ser igual que todo el mundo y no seguir siendo, aun siendo distinto, un apestado, un simulador de mi propia personalidad?

Uno de los mejores sitios en los que yo, antes de venir aquí, acostumbraba a cobijarme, donde me apetecía pasar el tiempo, donde me daba cuenta que tenía algo por dentro que latía como mío, como propio, con su identidad específica..., era la catedral. Bajo sus bóvedas permanecía horas sin que nadie me llamara la atención. Su silencio acogedor me fascinaba. El reloj lento de su Torre. Los ecos mudos de sus naves góticas cariñosamente susurrando a mi alrededor. No había leones sueltos por Trapería, ni buscones por la Plaza de las flores, ni piratas por Santo Domingo, ni pirañas en el río, ni poltrona coronada por gallo alguno en el Palacio de san Esteban

Pero desde que unos indigentes, para alimentar a sus bebés, intentaron robar la gota de leche de la Virgen María que, a la sazón se guarda en una custodia en el Museo de esta Catedral de Murcia, los canónigos decidieron abrir el templo sólo la media hora, lo que  dura la celebración de la misa. El resto del día, la iglesia, siempre asilo de peregrinos, dementes y menesterosos, lugar franco y proclive al perdón, quedó cerrada a cal y canto, desalojando así a pecadores, okupas e inoportunos visitantes.

Por eso ahora no me queda otra que refugiarme en este alocado lugar, la unidad de psiquiatría del Reina Sofía.

jueves, 13 de junio de 2024

El hombre y la mula



…nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza
(Parte II, capítulo LV)

Por la curva de la melancolía el hombre y la mula, tras una dura jornada se toman un respiro. El hombre, más que hombre es un ángulo agudo renqueante. Reclina su cuerpo (sin tener que doblarlo), sobre la corteza de una enorme garrofera. A pesar de la faja apretada que lleva alrededor de sus riñones dolidos, doblado viene de por vida de tanto cavar la tierra. Su tatarabuelo plantó este árbol a su regreso de la guerra de Filipinas, allá por los años últimos del siglo XIX. Cuando el recuerdo se le emborrona y la mente se le aturulla tiene por costumbre descansar, aliviar su anguloso y derrotado esqueleto por ver si así recupera la verticalidad de sus trillados días. No en vano sus antepasados siempre llamaron a este garrofero el árbol de la memoria. La mula lleva en sus alforjas una azada, una cántara de agua con anís, una retalera y un garrote de almez. Y aquí, bajo este árbol perenne, siempre verde, a pesar de la sequía de estos tiempos desmemoriados que corren, se detiene a refrescar sus recuerdos. La mula sacude su cabeza como si quisiera decir al amo: Tiempo pasado, traído a la memoria, da más pena que gloria. La mula es su sombra. O lo que es lo mismo: el hombre es la sombra del animal, de tan pegados que están el uno al otro. Los dos, siempre juntos, como si fueran una sola persona.

Antiguamente, cuando él y la mula eran jóvenes, el animal se movía por el campo galopando como un potrillo, tenía que atarla para que no se extraviara. Aunque a decir verdad el hombre, cada vez que la mula desaparecía, se alegraba, no por perderla, sino porque pensaba que el animal estaría a sus anchas retozando en un bancal de amapolas. Hoy ya no es necesario. Entre el hombre y la mula, asegurada está la amistad y su mutua confianza. No pueden pasar el uno sin el otro.

El hombre echa mano a su gorra y la pone sobre una de sus rodillas para que el sudor acumulado tras la caminata de sus largos años se ventile. Un vaho de nostalgia le invade, lo envuelve ahora, al contemplar sus manos rugosas: yo ya no soy el mismo de antes. De joven siempre tenía prisa. Deseaba que pasaran los años para llegar cuanto antes a disfrutar de su hombría, una casa, mujer, hijos, llenar el granero, los nietos…Hoy es distinto. Quiere que el tiempo se detenga inconmovible al igual que lo hace el monte allá a lo lejos custodiando el pueblo, como lo hace ahora la mula quieta contemplando con ojos acuosos la melancolía insistente del hombre.

La tarde violeta enfoca sus templados rayos sobre los cuerpos amodorrados del hombre y la mula. A los dos le cuesta arrancar. Su dolor no es el peso que llevan a cuesta, sino que ella, la mula, no llegue a tiempo a la muerte que le espera. Y él… poder coger los huevos de sus cuatro gallinas antes de irse a la cama. Piensa el hombre dándole la razón a la mula: no es hora para detenerse en cosas que no conducen a nada. Y emprenden ambos un poco más animosos el regreso a casa. Pues como decía Mahler la tristeza a veces es nuestro único consuelo.

martes, 20 de febrero de 2024

Entre el azul, el rojo y el naranja



Esta mañana la mujer se despierta como el bebé que a media noche busca a tientas la teta de su madre. Tan sólo quiere vivir, levantarse y sentir la vida. Esa sensación de palpar la vida en el silencio del alba quieta, frente a la puerta de su casa. Le es difícil describir esa experiencia. Una fuerza interior que no sabe si le sale de sí o le llega de fuera. Lo cierto es que fundida queda formando un único cuerpo con la realidad que le circunda. Sola y en paz delante de la madrugada. Más que fundida, confundida. No sabe si viene, si está en el comienzo o en el final de un camino inexistente. Lo que sí sabe es que al margen de cualquier otra cosa, ella está viva. Y esta existencia por encima de cualquier otro avatar le produce un placer profundo, interior, una calma inigualable.

Dentro de poco amanecerá, y la luz del día le llevará al gallinero, amasar y hacer el pan, bajar al huerto y arrancar unas cuantas cebollas y patatas para hacer una tortilla al marido, prepararle la fiambrera, llevar los nietos a la escuela, pasarse por el casero y pagar el alquiler del mes, barrer el porche de las procesionarias del pino, podar el rosal de la entrada. Hoy además tendrá que hacer de albañil y tapar las grietas de la pared de la cocina que ha hecho asiento tras las lluvias de la última Dana. Y así, en el diario laboreo llenará de prisas el día, y la ansiedad le impedirá respirar y disfrutar a fondo los momentos del día.

Por eso ahora en esta tranquilidad del alba, en el preciso momento en que se gesta la luz, y el día amanece, la mujer detiene todas las máquinas y motores de su agitado mar. Inmersa está saboreando el hálito que generosamente le ofrece el instante sosegado y detenido desde donde contempla el horizonte suavizado entre el azul, el rojo y el naranja. Ella no sabe qué piensa un capullo al romperse y convertirse en flor. Tampoco sabe qué siente una flor al convertirse en fruto. Desconoce también qué pasa por dentro de una oruga en el momento de convertirse en mariposa. Tampoco sabe qué dice el teorema de Tales, ni la ley de la gravedad de Newton. No le hace falta para saber que la fuerza instintiva que colma tanto a la flor, como al brote, como al gusano a la hora de dar el salto de su propia transformación, es muy parecido a lo que ella siente en este momento. 

Y es cuando intenta gozarse en este trascendente trance, para decirse enseguida a sí misma: ¡Anda, mujer, déjate de pamplinas, que ya clarea y la faena te espera, que si un hijo te pide pan no puedes entretenerte mirando las musarañas!

viernes, 27 de octubre de 2023

Un buey sin alas



Una persona sin amor es como un buey sin alas. 
(Opekú)
El joven, no correspondido por su Beatriz del alma, piensa que su amor está por encima del objeto de su deseo. O por debajo. O tal vez, en ningún sitio. El amor como belleza suprema es imposible. Como imposible es la felicidad plena. Según el principio de la multiplicidad infinita, nunca, mientras dispongamos de un corazón cronometrado, podremos dar al amor alcance. Por mucho que contemos, nunca dejaremos de contar. No existe el último número en la lista infinita de los números.

El amor para el joven despechado era como esa corriente del agua que se le escapó en aquella antigua mañana gris frente a los molinos del río, como esa sombra que corre delante de nosotros, sin dejarse atrapar. La imposibilidad del amor responde a la propia naturaleza del amor mismo, a la hermosura suprema de su deidad idealizada. Cuanto más bella sea la persona amada, mayor es la distancia que nos separa de ella. El amor perfecto e incorruptible es una búsqueda inútil.

Desengáñate, muchacho. El amor absoluto no existe, como no existió Dulcinea, como tampoco existen los bueyes con alas, como tampoco, los sueños con patas; pues son nubes, y como el aire y el fluir interminable del río, de coger nunca se dejan.

Aquella mañana en las aguas mansas del río se reflejaba la catedral y su torre. De pronto un joven vio que la torre se perdía tras el puente nuevo. Aturdido se arrojó al río para rescatar la falsa idea que en su platónica cabeza le atormentaba.

Horas más tarde, buzos del Servicio de Salvamento del Ayuntamiento de Murcia encontrarían en el cauce del río el cuerpo sin vida de un joven no identificado. A día de hoy aún se desconocen las causas. Pero yo bien sé que murió de amores.

 

domingo, 24 de septiembre de 2023

El pasado nunca vuelve



Siempre has querido no vivir donde vives y estar ahora de nuevo donde hace años estuviste. Por eso esta tarde, con tanta fuerza echas de menos tu adolescencia, que das un salto al pasado para vértelas allí contigo mismo.

Tras casi una hora en coche aparcas enfrente de los jardines del barrio de Vistabella. Cerca de aquí, en un colegio de la calle la Gloria, pasaste los hervores de tu pubertad. Del río te separa la misma balaustrada de antes, la clásica baranda desde donde la zona Este de Murcia se mira en el fluir de sus aguas. La calle Jorge Palacios, la que sigue al hospital Reina Sofía, está acordonada de coches estacionados en doble fila. Jacarandas, palmeras jalonan ambos lados de la acera. Desde el puente de Calatrava hasta el puente Viejo, una hilera de pescadores, reglamentariamente espaciados, concursan en un certamen regional de pesca. Dos viejecitos, desde la ventana de un primer piso, observan en silencio el pasear tranquilo de la gente en esta tarde de un sábado de septiembre. Una señora, pelo rubio, pantalón vaquero que oprime las partes más carnosas de su cuerpo, se desata en explicaciones con un hombre de cuello recio, abultada barriga y con bigote cepillo de dientes que no le quita ojo a la mujer platicadora. Este lugar es un oasis en medio del barullo de la ciudad que se presta al buen avenimiento y a la confidencia. Y escuchas por boca de los niños, que se algunzan en los columpios al ritmo de los caños cantarines de la fuente, el bullir de aquellos años intrépidos de tu mocedad revivida.

Quedaste ayer con una muchacha, ir los dos juntos a la feria, a montaros en la noria. La esperas ahora en el sitio que dijisteis, en este banco enfrente de la balaustrada del río. Los lazos altivos de las palmeras saludan allá a lo lejos al rojo de la panocha encendida de la Cresta del Gallo. Dos zagales de tez morena patean la tarde con un balón frente a la fachada de un bajo ante la mirada malhumorada de un resabiado señor. La mujer de los vaqueros ajustados sigue aún con su perorata con el hombre del mostacho a lo Chaplin. Él pasa de sus palabras. Sólo tiene ojos para mirarla. Lleva la mujer una coleta que anuda con una cinta verde-eléctrico. Este deportivo peinado la reviste de una cierta belleza juvenil inusitada para sus años. La tarde acaricia el rosicler vespertino sobre el manto dichoso del agua del río.

El viejo sigue mirando por la ventana. La mujer ya no le acompaña. Está preparando la cena: tres bajocas, una cebolla y un huevo esclafado en el caldo con dos patatas. Y la conversadora pareja, se despide. El hombre esta noche en la cama, estando solo, se sentirá a gusto, más que otras veces, pensando en el alegre peinado y en las ardientes carnes de una mujer que ahora no le habla sino que le besa y que le abraza. En su pensamiento y en su soledad el hombre robusto se ciñe a ella como el viento a las palmeras que doblan de gozo sus palmas. Y por el callejón de la esquina se oye la voz de una madre que llama a cenar a uno de los dos niños que gruñe y patea porque no quiere nunca dejar de jugar como Dios manda.

Y te da vergüenza chocha decir que te sientes más feliz en el ayer. El pasado es para ti más joven, más vivo y real que este tu cuerpo doblegado, surrealista, sometido a esta modernidad escandalosa, estresada, vertiginosamente cambiante que te impide gozar el presente. No se trata de un juego de tu imaginación, tampoco de una delirante composición retrospectiva del tiempo.

Deseabas con tanta fuerza volver a tu adolescencia que físicamente te has escapado del tiempo. Y estás sentado aquí en el mismo banco de hace ahora más de sesenta años. El tiempo a tu edad corre que se las trae, tan deprisa corre, que estás aquí como si el ayer y el ahora fuese el mismo momento.

Ya se ha pasado la hora de tu cita con la muchacha. Pero la muchacha no ha venido. Y oyes ahora llorar al río. El pasado, como sus aguas, nunca vuelve.

miércoles, 16 de agosto de 2023

La culpa mata


 
Las flechas del mal que le arrojaste revirtieron sobre tu conciencia, si cabe con más agresividad y virulencia, que de ti partieron. Y fue entonces cuando tu dolor se hizo carne y uña afilada en tu alma. Y quisiste reparar tu sonada bofetada. Pero lo que hiciste fue cagarla aún más con tu injusto comportamiento. Y en lugar de consuelo, acumulaste más pena en tu corazón contrito.

Le regalaste un ramo de hortensias blancas. Y estas flores, nacidas de la culpa, la cubrieron aún más de mierda. Quisiste enmendar tu desvarío, pero lo que conseguiste fue apilar más fuego a la hoguera, generar más odio, atravesar con tu lanza y mala leche el amor que a ella te mantenía unido. Humillaste su dignidad con el bien envenenado de tus flores.

Tú no sabías que las hortensias expelen una toxicidad negra e invisible bajo el inmaculado color de sus pétalos. Flores que, como las matas de la correhuela, acabaron consumiéndote también a ti, donante hipócrita y portador contaminante. Y es que el mal, cuando se apodera de una persona, estropea todo lo que a su alrededor toca, por muy querido y preciado que para uno sea.

Te ocurrió lo mismo que aquella otra vez que te viste pegado irremediablemente al ánfora aquella, misteriosa y célebre pieza, que exhibías en el salón de vuestra casa, Se te cayó al suelo; e intestaste unir sus pedazos con aquel duro engrudo..., con tan mala fortuna que quedaste inmovilizado y roto para siempre junto a la mejor joya de tus conquistas submarinas.

Y así ahora te ves atrapado, estrangulado, aplastado, pegado de por vida al mismo mal que causaste. Efecto búmeran. El mal te sumergió en el fango de tu culpa, no te dejó salir vivo a la superficie a respirar de nuevo la vida junto al amor de tu vida. El mejor alivio para el arrepentido no es la culpa. La culpa mata.

martes, 6 de junio de 2023

Baja voluntaria


Ayer

Dos hermanos, doce y trece años. Sorprendidos por un coche de la policía cerca del paso a nivel sin barreras antes de llegar a Quitapellejos. Tú eres uno de los cuatro agentes que formáis esta patrulla. Los guardias siempre veis en los demás a un posible delincuente. En la Academia empañaron los cristales de vuestros ojos con los colores siempre desteñidos de la sospecha, de la desconfianza. Los muchachos se bajan rápidos de una moto. Cruzan las vías del tren. No todos los que corren son ladrones, ilegales o forajidos. Y en este intento apresurado y sin sentido ves a los hermanos catapultados por el tren que precisamente pasa en ese momento. Los dos mueren en el acto.


Hoy

En el entierro, concejales y educadores, sus maestros de apoyo. Toda la vecindad empatizada en el pésame. El padre, en la cárcel por drogas. La madre, volcada en sus hijos. Todos en el colegio hablan bien de los dos muchachos. La trabajadora social de los servicios municipales no se cansa de alabar el coraje de la madre, comprometida en todo momento por sacar adelante a sus hijos. Los que participamos en el entierro, (incluido yo), nos agarramos a la compasión como cuchara para alimentar nuestra bondad, requisito necesario para la autoestima. Engordamos parasitariamente nuestra santidad con el dolor de los demás, con la muerte de los inocentes.


Mañana

Has dormido mal. No tienes fuerza para levantarte de la cama. No sabes si acercarte al cementerio de Espinardo a depositar unas flores a los pies de la tumba de los muchachos atropellados. O dirigirte a Comisaria y solicitar tu cese en el Cuerpo.

viernes, 19 de mayo de 2023

Mentira cochina



Cuando me contaste lo tuyo con Cinta me acordé de aquel poema de Neruda (Farewell) Para que nada nos separe que nada nos una.

Desde que te divorciaste de tu mujer, hace ya siete años, eres feliz. Cinta también. De vez en cuando quedáis. Cada vez la encuentras mejor, más guapa y sonriente, elegantemente vestida.

Cuando estabais juntos, apenas se arreglaba, era más descuidada. Y tú exactamente igual. Se te daba lo mismo ir descalzo, que en zapatillas; con los faldones por fuera, que despeinado. Tan seguros estabais el uno del otro, que estos detalles aparentes no eran lo esencial en vuestra relación. Lo importante era lo que os ataba por dentro, el acero inoxidable de un fuego interior imposible de ser apagado. Mentira cochina.

Durante el tiempo que estuvisteis casados, vuestra comunicación se reducía a lo mínimo. Si vivíais juntos ¿para qué hablar, si vuestros cuerpos lo decían todo? Si os queríais, ¿para qué apuntalar vuestro amor con artimañas fingidas? Era tanta vuestra sinceridad que no escondíais nada. Cuanto más des-nudos, más unidos y encintados estabais. Mentira cochina.

Mientras permanecisteis casados, despreocupados andabais el uno del otro. Nada que decir, nada que comentar, nada que reprochar. Confianza plena. Mentira cochina. Tú te arrinconabas en el sofá con tus cascos a oír música, completamente ausente. Cinta por su parte, ensimismada en sus lecturas, o pegada al teléfono hablando con sus amigas.

Por inexplicable que pareciera, vuestro enamorado idilio empezó a partir de vuestra separación. Tú no parabas de cortejarla. Cuanto más lejos de Cinta, más la echabas de menos, más la necesitabas. Os citabais en un bar para hablar, para hablar de los hijos. Mentira cochina. Durante los años que vivisteis bajo el mismo techo, ni los hijos, ni el colegio, ni siquiera un y tú cómo estás fue tema de vuestra conversación.

En cambio, por lo que me cuentas, ahora, después de siete años, estás completamente colgado de ella. Decides verte con Cinta, pero lejos de su casa, fuera de vuestra vieja casa conyugal. El recuerdo tedioso del ambiente aburrido del hogar os da grima. Preferís quedar en Quitapesares, un chiringuito bucólico del monte, lugar paradisíaco desde donde la ciudad al atardecer activa tus hormonas. Tú, el que siempre te habías desentendido del tema de la educación de los hijos, inicias la conversación: a la niña le han quedado las mates, deberíamos ver la manera de buscarle un profesor. Mentira cochina. Cinta demasiado sabe que este comentario tan sólo es una falsa justificación para seguir viéndoos. Pero no te lo reprocha como otras veces. Cinta disimulada, se deja coger su mano por la tuya. Una brizna del ciprés cae sobre el brillo de sus cabellos. Te insinúas para retirársela de su cabeza. Otro pretexto. Tus dedos se detienen sin querer sobre el rubor de su cara. El roce de tu mano se detiene más de la cuenta. Ella lo nota y al verte tan explícito, te dice échame un poco más de vino. Los dos sabéis que esto es un juego. 

Mientras estuvisteis viviendo juntos, si a ti te apetecía hacer el amor, a ella le dolía la cabeza. Y cuando ella te deseaba, le decías Cinta, no, estoy muy cansado. Ahora es distinto. Cochina mentira.