Estaba convertido en el hombre caca del culo para abajo. (Vargas Llosa)
Vargas Llosa no fue un hombre de mi devoción; pero cada vez que algo de este escritor cae en mis manos me atrapa por su poder narrativo. Siempre tuve claro que mi impresión sobre cualquier libro no se debe sólo a las artes de su autor, sino también a mi estado de ánimo. Reconozco que una obra considerada como basura por algunos críticos me puede saber a sublime quintaesencia. Y también al contrario.
Al terminar de leer el Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa, sentí, al margen de su calidad literaria, un intenso escalofrío y miedo. Y este miedo que el protagonista de esta historia sufre, es el mismo que a mí también me aterroriza.
El espanto ante la pérdida de memoria, el olvidar el camino de regreso a casa, el no saber quienes son los demás genera esa sensación amarga de que nuestra vida se agota. Había pasado mucho miedo pensando que me moriría en la calle como un perro vagabundo... Nunca más dejaría mi casa sin llevar un papel con mi nombre. Vargas Llosa al final de esta historia, además de su desorientación espacial y repulsa a su vejez sobrevenida, añade otro detalle no banal: el cagarse involuntariamente.
No es broma lo que digo. Solemnemente declaro que el hecho de hacerse encima a mí también me ha pasado alguna vez. En momentos de nerviosismo extremo los esfínteres se aflojan, el cuerpo se descompone. De ahí el espanto y a la vez mi compasión por el personaje bajo el cual (presumo), Vargas Llosa trata de esconderse. El ritual lavatorio al que el escritor somete a su protagonista, nada más percatarse al llegar a su casa que se ha cagado encima, es el mismo ceremonial de cualquier nigromante que intenta ahuyentar a la muerte, como si la mierda y la muerte fuesen la misma cosa.
Y esta relación mierda-muerte la experimenté yo también en mi juventud. La señora y el señor Ortín eran dos hermanos solteros, ya mayores, que vivían en la misma calle de mi abuela a la que yo tenía por costumbre visitar muy a menudo. Para llegar allí no tenía más remedio que pasar por la puerta de la casa de los señores Ortín. Recuerdo que las ventanas estaban abiertas. Escuché la angustiosa llamada entre llantos de la hermana. A toda prisa libré los dos escalones del portal. Entré en la habitación donde dormía don Carmelo que así se llamaba aquel buen hombre, y que a la sazón era cura catequista de la parroquia, y vi en su pálida cara el guiño mismo de la muerte. Luego, no sé por qué, entre la hermana yo intentamos colocar su cuerpo aún caliente sobre una manta en el suelo. Y fue cuando al dar la vuelta al difunto, descubrí que acaba de hacerse de vientre. Don Carmelo puede que hubiera muerto en olor de santidad, pero su cuerpo olía a mierda. Y desde entonces grabado para siempre quedó en mi conciencia el vínculo entre la mierda y la muerte. Lo que ya no sé es si el bueno de don Carmelo antes de morir dijera lo mismo que el protagonista del Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa:
Al terminar de leer el Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa, sentí, al margen de su calidad literaria, un intenso escalofrío y miedo. Y este miedo que el protagonista de esta historia sufre, es el mismo que a mí también me aterroriza.
El espanto ante la pérdida de memoria, el olvidar el camino de regreso a casa, el no saber quienes son los demás genera esa sensación amarga de que nuestra vida se agota. Había pasado mucho miedo pensando que me moriría en la calle como un perro vagabundo... Nunca más dejaría mi casa sin llevar un papel con mi nombre. Vargas Llosa al final de esta historia, además de su desorientación espacial y repulsa a su vejez sobrevenida, añade otro detalle no banal: el cagarse involuntariamente.
No es broma lo que digo. Solemnemente declaro que el hecho de hacerse encima a mí también me ha pasado alguna vez. En momentos de nerviosismo extremo los esfínteres se aflojan, el cuerpo se descompone. De ahí el espanto y a la vez mi compasión por el personaje bajo el cual (presumo), Vargas Llosa trata de esconderse. El ritual lavatorio al que el escritor somete a su protagonista, nada más percatarse al llegar a su casa que se ha cagado encima, es el mismo ceremonial de cualquier nigromante que intenta ahuyentar a la muerte, como si la mierda y la muerte fuesen la misma cosa.
Y esta relación mierda-muerte la experimenté yo también en mi juventud. La señora y el señor Ortín eran dos hermanos solteros, ya mayores, que vivían en la misma calle de mi abuela a la que yo tenía por costumbre visitar muy a menudo. Para llegar allí no tenía más remedio que pasar por la puerta de la casa de los señores Ortín. Recuerdo que las ventanas estaban abiertas. Escuché la angustiosa llamada entre llantos de la hermana. A toda prisa libré los dos escalones del portal. Entré en la habitación donde dormía don Carmelo que así se llamaba aquel buen hombre, y que a la sazón era cura catequista de la parroquia, y vi en su pálida cara el guiño mismo de la muerte. Luego, no sé por qué, entre la hermana yo intentamos colocar su cuerpo aún caliente sobre una manta en el suelo. Y fue cuando al dar la vuelta al difunto, descubrí que acaba de hacerse de vientre. Don Carmelo puede que hubiera muerto en olor de santidad, pero su cuerpo olía a mierda. Y desde entonces grabado para siempre quedó en mi conciencia el vínculo entre la mierda y la muerte. Lo que ya no sé es si el bueno de don Carmelo antes de morir dijera lo mismo que el protagonista del Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa:
Muy pronto sabré si tenemos alma, y si es verdad que existe Dios... o si en el futuro sólo habrá silencio y olvido.