Recuerdo el cuadro colgado en el salón principal de la casa de mi abuelo. Desde el centro de la pared dominaba la estancia con un olor rancio a rezos de iglesia. Bajo su límpido cristal el vetusto pergamino resplandecía beatífico a la luz sonriente del ventanal esmerilado. Este cuadro por su situación preferente y por su dorada y bien labrada moldura debería tener un gran valor para mi abuelo. La foto del vicediós encabezaba el texto, a continuación una ristra de palabras escritas en el oscuro idioma de los sagrados enigmas, indulgente hológrafo con rendida pleitesía aguantaba el sacrosanto busto de un santo padre policromado. La Bula papal estaba escrita en latín. Para mi corta y analfabeta edad aquella efigie, siempre me resultó intrigante. Sentía por el cuadro una asidua curiosidad. Cada vez que iba a su casa, lo primero que hacía era ponerme firme delante del cuadro como si estuviera en presencia del Jefe Supremo de todos los Ejércitos del Mundo. Siempre me atrajo el misterio que se escapa de cualquier cara desconocida. El hierático rictus de aquella impenetrable y pontificia estampa enardecía aún más el deseo de saber por qué mi abuelo, (persona descreída y nada mojigata), tenía tanta estima por beatería semejante.
Hasta que un día mi abuelo al verme tan antojadizo por el cuadro de los rimbombantes tentáculos gráficos me dijo: Cuando yo muera este cuadro será tuyo. Confiado por tal regalo le pedí que me revelara la importancia de aquel manuscrito. Y esto es lo que me dijo:
Fue todo una pura casualidad. Aquella noche salía yo de la casa de una vieja amiga a la que solía visitar para apagar las lumbres de mi viudez en barbecho, cuando un hombre de esos que se ganan la vida recurriendo al ingenioso arte del timo, me ofreció este legajo que ves incrustado en este elaborado cuadro. Una ganga -me dijo-, ganar el cielo por tan solo treinta euros, la bendición papal firmada por su santidad en persona, única oportunidad en exclusiva que le hará a usted merecedor de las plenarias indulgencias que precisará su alma en pecado el día del juicio final. Llevado de la alegre generosidad de mi natural carácter consideré avispada la ocurrencia de aquel hombre, y satisfice con creces el precio que me pedía.Yo me casé. Mi abuelo murió hace ya más de veinte años. Y en su recuerdo, coloqué en la entrada del despacho de mi nueva casa el cuadro de la Bula del Santo Padre que mi abuelo me había donado en vida. No hubiera hecho mención a este incidente si no fuera porque el otro día, vino a casa el arcipreste de la parroquia para ultimar la transferencia de unos dineros por la compra por mi mujer de un panteón en el cementerio eclesiástico. El arcipreste se quedó mirando el pergamino de mi abuelo. Y dijo presto:
¡Ah no! Esto es una copia, una estafa, está clarísimo. El estampado del sello de esta bula pontificia no es auténtico, su secado es artificioso. Si no tiene usted inconveniente lo llevaré al arzobispado para que lo sometan a las pertinentes pruebas de autenticidad.
Le di las gracias, le dije que prefería que el pergamino no saliera de casa. Fue entonces cuando él sugirió traer una bendición papal, pero en este caso verdadera, para que pudiéramos cotejar las dos y comprobar cuál era en verdad la falsa. Así se hizo. Al día siguiente por medio del sacristán me envió una inequívoca Bula papal. Yo sinceramente entre las dos no aprecié diferencia alguna. Por detrás marqué con una equis la mía, la de mi abuelo.
Y aquella misma tarde me dirigí al hospital donde un amigo mío trabaja como anestesista. Le pedí que pusiera debajo de la cabecera de dos enfermos cada una de las dos bendiciones. A la mañana siguiente, mi amigo me llamó diciendo que uno de los enfermos había muerto a la media hora de haberle adosado la bendición papal. Me fui inmediatamente al hospital y allí pude comprobar que, en contra de mi pronóstico, la bendición papal que yacía junto al difunto no era precisamente la que yo había marcado. En cambio el enfermo al que le habían puesto la que debería ser la bendición falsa según el criterio del arcipreste, le habían dado el alta completamente restablecido.
Y aquella misma tarde me dirigí al hospital donde un amigo mío trabaja como anestesista. Le pedí que pusiera debajo de la cabecera de dos enfermos cada una de las dos bendiciones. A la mañana siguiente, mi amigo me llamó diciendo que uno de los enfermos había muerto a la media hora de haberle adosado la bendición papal. Me fui inmediatamente al hospital y allí pude comprobar que, en contra de mi pronóstico, la bendición papal que yacía junto al difunto no era precisamente la que yo había marcado. En cambio el enfermo al que le habían puesto la que debería ser la bendición falsa según el criterio del arcipreste, le habían dado el alta completamente restablecido.
Muy bueno, Juan. Me has hecho recordar la bendición papal que siempre vi en la habitación de mis padres. Era la de Pio XII. Entonces no sabía nada del personaje. No recuerdo que tuviera mayores efectos que los esperados de un devenir normal. Ignoro donde acabó el documento por el que nadie de mi familia mostró, en los dolorosos momentos del reparto, interés alguno. Un abrazo.
ResponderEliminarEl anónimo, como me identifica, es Mariano Sanz.
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