…nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza
(Parte II, capítulo LV)
Por la curva de la melancolía el hombre y la mula, tras una dura jornada se toman un respiro. El hombre, más que hombre es un ángulo agudo renqueante. Reclina su cuerpo (sin tener que doblarlo), sobre la corteza de una enorme garrofera. A pesar de la faja apretada que lleva alrededor de sus riñones dolidos, doblado viene de por vida de tanto cavar la tierra. Su tatarabuelo plantó este árbol a su regreso de la guerra de Filipinas, allá por los años últimos del siglo XIX. Cuando el recuerdo se le emborrona y la mente se le aturulla tiene por costumbre descansar, aliviar su anguloso y derrotado esqueleto por ver si así recupera la verticalidad de sus trillados días. No en vano sus antepasados siempre llamaron a este garrofero el árbol de la memoria. La mula lleva en sus alforjas una azada, una cántara de agua con anís, una retalera y un garrote de almez. Y aquí, bajo este árbol perenne, siempre verde, a pesar de la sequía de estos tiempos desmemoriados que corren, se detiene a refrescar sus recuerdos. La mula sacude su cabeza como si quisiera decir al amo: Tiempo pasado, traído a la memoria, da más pena que gloria. La mula es su sombra. O lo que es lo mismo: el hombre es la sombra del animal, de tan pegados que están el uno al otro. Los dos, siempre juntos, como si fueran una sola persona.
Antiguamente, cuando él y la mula eran jóvenes, el animal se movía por el campo galopando como un potrillo, tenía que atarla para que no se extraviara. Aunque a decir verdad el hombre, cada vez que la mula desaparecía, se alegraba, no por perderla, sino porque pensaba que el animal estaría a sus anchas retozando en un bancal de amapolas. Hoy ya no es necesario. Entre el hombre y la mula, asegurada está la amistad y su mutua confianza. No pueden pasar el uno sin el otro.
El hombre echa mano a su gorra y la pone sobre una de sus rodillas para que el sudor acumulado tras la caminata de sus largos años se ventile. Un vaho de nostalgia le invade, lo envuelve ahora, al contemplar sus manos rugosas: yo ya no soy el mismo de antes. De joven siempre tenía prisa. Deseaba que pasaran los años para llegar cuanto antes a disfrutar de su hombría, una casa, mujer, hijos, llenar el granero, los nietos…Hoy es distinto. Quiere que el tiempo se detenga inconmovible al igual que lo hace el monte allá a lo lejos custodiando el pueblo, como lo hace ahora la mula quieta contemplando con ojos acuosos la melancolía insistente del hombre.
La tarde violeta enfoca sus templados rayos sobre los cuerpos amodorrados del hombre y la mula. A los dos le cuesta arrancar. Su dolor no es el peso que llevan a cuesta, sino que ella, la mula, no llegue a tiempo a la muerte que le espera. Y él… poder coger los huevos de sus cuatro gallinas antes de irse a la cama. Piensa el hombre dándole la razón a la mula: no es hora para detenerse en cosas que no conducen a nada. Y emprenden ambos un poco más animosos el regreso a casa. Pues como decía Mahler la tristeza a veces es nuestro único consuelo.
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