Hace ya cinco años. Un accidente laboral partió en dos el volante de mi cuerpo. Estaba yo soldando aquella maldita viga de hierro que aguantaba la cubierta de un almacén del polígono norte, cuando mi pie derecho resbaló. Caí al suelo desde una altura de cuatro metros. Mi frente vino a dar contra el borde de un tablón. Y asi fue como la corteza motora de mi cerebro quedó rota para siempre. Mis pies dejaron de recibir las órdenes que desde mi cabeza yo les enviaba para que se pusieran en movimiento. El médico fue muy descriptivo:
Nos hemos cargado la dirección. El volante de su cuerpo ha quedado aplastado como una manguera de riego por el peso de un tractor. A partir de ahora necesitará usted una silla de ruedas.Desde entonces, mis manos fueron mis pies. Y gracias a ellas movía yo el carro de ruedas, mis extremidades inferiores. Un hombre a un sillón pegado. Veintinueve años. Era joven. Me sobrepuse, superé aquel mal trago. Me jubilaron por incapacidad. Empecé a cobrar una pequeña pensión que me permitía llegar a final de mes. Mi agarrotamiento muscular me impedía desplazarme por las dependencias de un cuarto piso donde yo por aquel entonces vivía. Tuve que mudarme a una vivienda en planta baja. Entre escollos y mareas me desenvolvía como hábil práctico de barco. Y en mi silla-móvil iba desde el baño a la cocina, desde el patio al dormitorio, nunca mejor dicho, como Pedro por su casa.
Todo transcurría con normalidad, (entre comillas), hasta que otro accidente me golpeó de nuevo. Acababa de llegar a casa. Eran las siete de la tarde. A las cinco había salido al bar de la esquina. Tenía por costumbre jugar allí al dominó con unos pensionistas. De regreso pasé por el Mercadona, me coge al paso, compré una barra de pan, algo de fruta y unos tarros de guisos precocinados. Todo transcurría, nunca mejor dicho, sobre ruedas; pero no es bueno cantar victoria antes de tiempo. Al ir a coger la canasta del pan, debido al impulso de mi cuerpo, y no tener echado el freno a las ruedas, el carro se volcó hacia el lado opuesto. Silla y yo nos venimos al suelo. Arrugué hasta las córneas de los ojos tratando de alargar un palmo mis manos y hacerme con la silla de ruedas. Imposible. El móvil, que siempre acostumbro a llevar en uno de los bolsillos laterales del carro, también salió despedido. No pude pues llamar a Puri, mi vecina la del primero, para que me echara una mano.
El accidente en sí, desde el punto de vista físico no fue lo peor. Lo más preocupante fue el sentir mi inutilidad, la pobreza de verme tendido en el suelo sin poder levantarme. Por aquel tiempo acababa yo de ver ver Buried, esa película en la que Ryan Reynolds se despierta enterrado en un ataúd. Y no sé lo que es peor, si estar encerrado a oscuras en un cajón de madera, que el puñado de horas que estuve recluido en la cocina de mi casa sin que nadie pudiera socorrerme. Claro que grité y grité. Pedí ayuda con todas mis fuerzas. El día antes la Puri me dijo que se iba unos días a casa de su madre. Mis voces por muy fuertes que sonaran no traspasaban el ruido de los frigoríficos de la pescadería de enfrente de nuestro edificio. Cada cierto tiempo demandaba yo ayuda a cajas destempladas. Nada me comunicaba con nada.
Sólo el reloj de mi muñeca me mantenía unido al tiempo, ese tiempo me hacía seguir vivo. El susto alteró también mi estómago. Las tres horas primeras de mi postergamiento contuve a raya los esfínteres de mis intestinos. Luego, no aguantando más, me dije que le den por saco, me oriné encima. El café de la tarde también descompuso mi cuerpo, me hice de vientre. Se hizo de noche. Yo miraba el reloj. Las horas pasaban, y la esperanza de que alguien me echara una mano se desvanecía por completo. Dicen que la mierda de uno no huele, ¡mentira cochina! Yo echaba ascos y pestes por todos los poros de mi alma.
El legañoso clarear del alba me sorprendió postrado entre las heces y la orina de mi soledad emponzoñada. Hasta ahora, la silla de ruedas había sido mi bastón, mi camino, mi compañera, pero ¡cuán equivocado estaba! La silla de rueda a dos pasos de mí me negaba su compañía. Me sentí completamente solo y abandonado. Si hubiese podido le hubiese escupido a la cara como se hace con el peor de los amigos que se resiste a prestarte ayuda. Miré de nuevo el reloj, mi único consuelo. Tuve que limpiar con mi barbilla la esfera de excrementos untada. Era la hora del dominó con los amigos pensionistas. Habían transcurrido 24 horas desde mi caída. Y yo aún andaba metido y pintado en cuadro tan abyecto como indigno.
Los amigos de la partida del bar me echaron en falta. Después de no encontrar pareja para la partida, vinieron a casa a buscarme. Pero en lugar de llevarme con ellos al bar, me trajeron a este hospital. El doctor que me asiste no las tiene todas consigo. Me dice que, más allá de tener roto el volante cerebral de mi cuerpo, lo que le preocupa ahora es el estado de mi hipotálamo. El escáner refleja una lesión en la zona que regula los ritmos biológicos, así como la sensación del tiempo y la percepción del día y de la noche. Yo al escuchar al médico en seguida me puse en guardia. Y lo primero que se me ocurrió fue mirar el reloj que aún conservo en mi muñeca. Las enfermeras insistieron en que me lo quitara. Me resistí:
¡Ni hablar! Puede que la silla de rueda me haya abandonado, pero no permitiré que el reloj me deje solo ni un segundo. Y es más, si algo me pasara, les pido por favor que coloquen este reloj en marcha al pie de mi tumba. Quisiera escuchar su tic tac por toda la eternidad.
Estremecedor, Juan, porque podría ser verdad.
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