Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal. (Génesis 19:26).
Yo era otro de los muchos pescadores frustrados del Mar Negro. Compraba doradas y lubinas en la pescadería del barrio, para luego enorgullecerme ante mi mujer de mi pesca abundante y milagrosa. Mi esposa, hierática e impasible, hizo un gesto de incredulidad.
Y cuando, como respuesta a su desconfianza, le dije que ella no era mi luna, sino un cenizo, un farol de papel mojado, me miró seria, con esa indiferencia que se miran los peces entre sí. Y vi que las nubes tenían forma de colas de pescado, y que su casa, (construida en un foso debajo de un mar completamente inhóspito), estaba cerrada con candado, cubierto el tejado con caparazones de almejas gigantes, y sus ventanas, cegadas con ladrillos de sal. Yo no estaba enamorado de ella, sino de esa pausa fugaz, serena e invisible que se cuela como alma tenue entre la noche y el día, sobre el alba de las vidrieras del mar. Ella no vestía vivos colores. La sensualidad de sus labios escondía clara su complicidad. De mirada penetrante, capaz de aplacar la brutalidad de cualquier lobo de mar. Su rostro tostado de melancolía, timidez y superioridad, a pesar de llevar una flor en la mano, era triste y oscuro.
Lucía sobre su cuerpo una toga bordada con las flores de las doce tribus del alefato. Y cuando volví a decir que no la quería porque había olvidado su nombre..., ella salió nadando al paseo de Recoletos, a la Biblioteca Nacional en busca del delfín de la Rae. Buscó la palabra Llave, y con ella abrió la puerta principal de su ayer por los valles fértiles del Jordán, mucho antes que una bola de fuego destruyera la ciudad de de Babilonia.
En el salón del pasado, miles de alfombras estaban enrolladas contra la pared como caracoles chupaeros. Dentro de cada uno de los moluscos, cifrados desde el alfa hasta la omega, se escondía un muerto anónimo, letras sin cabeza, huesos sin jugo, miles de muertos huecos, sin nombre, de Gaza, de Palestina, Rusia, Ucrania..., acumulados durante los miles de años que la casa estuvo ocupada por el minotauro, la ballena de Netanyahu. Los muertos pertenecían a cuerpos de hermosas doncellas. Se encontraban en perfecto estado, salazones exquisitos, pues estaban todos recubiertos por una capa de sal gruesa y sangre reseca bien compacta. Y durante todo ese tiempo, al sol, (engullido también por el monstruo), se le había olvidado amanecer. El mar en medio de la noche empezó a escupir sobre nosotros espumarajos de tinta, calamares de fuego. Y por el cielo, drones venidos de los países del norte, cargados de xenofobia y metralla, volaban sobre nuestras cabezas sin la Kipá, totalmente desprotegidos de Dios.
Y ella, en lugar de mirarme como si no me viera, afirmó no ser mi mujer, sino la viuda de Lot. Me recordó que una mañana temprano se escapó de su nicho-estera para regresar a la vida. Y con voz funeraria, desde la alfombra donde su joven cuerpo de sal embalsamada estaba, añadió: si quieres que la ballena no te devore, jamás vuelvas a la ciudad de Hierosolyma. Yo le respondí: ¡Pero cómo quieres que no regrese al pueblo al que llaman la Ciudad de la Paz! Me dijo además: que jamás volvería a cometer tal desatino para no ser devorada de nuevo por el monstruo marino. Ella lo que quería era desplazarse a las playas de la Polinesia y posar eternamente para Gauguin. Pero, ¡maldita sea! -añadió-, cuando llegué a Puerto Príncipe, la ballena de Jonás se había tragado también la colección entera de todas las dionisíacas vahiné, incluido mi propio retrato que Paul después pintara.
Y cual aquel otro pescador engreído, que cazaba peces muertos por los siete ríos contaminados del planeta, lancé la caña de pescar sobre la cerviz del monstruo marino. Muerto el Minotauro, pude rescatar la estatua de sal, que deambulaba perdida por los sótanos de los siete mares del inframundo. Y fue entonces cuando vi que todas las partes del alma y del cuerpo de la mujer de Lot, armoniosa y bellamente esculpidas con flores de estrellas, aromas de arte y plata, volvían a la vida.
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