martes, 20 de febrero de 2024

Entre el azul, el rojo y el naranja



Esta mañana la mujer se despierta como el bebé que a media noche busca a tientas la teta de su madre. Tan sólo quiere vivir, levantarse y sentir la vida. Esa sensación de palpar la vida en el silencio del alba quieta, frente a la puerta de su casa. Le es difícil describir esa experiencia. Una fuerza interior que no sabe si le sale de sí o le llega de fuera. Lo cierto es que fundida queda formando un único cuerpo con la realidad que le circunda. Sola y en paz delante de la madrugada. Más que fundida, confundida. No sabe si viene, si está en el comienzo o en el final de un camino inexistente. Lo que sí sabe es que al margen de cualquier otra cosa, ella está viva. Y esta existencia por encima de cualquier otro avatar le produce un placer profundo, interior, una calma inigualable.

Dentro de poco amanecerá, y la luz del día le llevará al gallinero, amasar y hacer el pan, bajar al huerto y arrancar unas cuantas cebollas y patatas para hacer una tortilla al marido, prepararle la fiambrera, llevar los nietos a la escuela, pasarse por el casero y pagar el alquiler del mes, barrer el porche de las procesionarias del pino, podar el rosal de la entrada. Hoy además tendrá que hacer de albañil y tapar las grietas de la pared de la cocina que ha hecho asiento tras las lluvias de la última Dana. Y así, en el diario laboreo llenará de prisas el día, y la ansiedad le impedirá respirar y disfrutar a fondo los momentos del día.

Por eso ahora en esta tranquilidad del alba, en el preciso momento en que se gesta la luz, y el día amanece, la mujer detiene todas las máquinas y motores de su agitado mar. Inmersa está saboreando el hálito que generosamente le ofrece el instante sosegado y detenido desde donde contempla el horizonte suavizado entre el azul, el rojo y el naranja. Ella no sabe qué piensa un capullo al romperse y convertirse en flor. Tampoco sabe qué siente una flor al convertirse en fruto. Desconoce también qué pasa por dentro de una oruga en el momento de convertirse en mariposa. Tampoco sabe qué dice el teorema de Tales, ni la ley de la gravedad de Newton. No le hace falta para saber que la fuerza instintiva que colma tanto a la flor, como al brote, como al gusano a la hora de dar el salto de su propia transformación, es muy parecido a lo que ella siente en este momento. 

Y es cuando intenta gozarse en este trascendente trance, para decirse enseguida a sí misma: ¡Anda, mujer, déjate de pamplinas, que ya clarea y la faena te espera, que si un hijo te pide pan no puedes entretenerte mirando las musarañas!

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