domingo, 24 de septiembre de 2023

El pasado nunca vuelve



Siempre has querido no vivir donde vives y estar ahora de nuevo donde hace años estuviste. Por eso esta tarde, con tanta fuerza echas de menos tu adolescencia, que das un salto al pasado para vértelas allí contigo mismo.

Tras casi una hora en coche aparcas enfrente de los jardines del barrio de Vistabella. Cerca de aquí, en un colegio de la calle la Gloria, pasaste los hervores de tu pubertad. Del río te separa la misma balaustrada de antes, la clásica baranda desde donde la zona Este de Murcia se mira en el fluir de sus aguas. La calle Jorge Palacios, la que sigue al hospital Reina Sofía, está acordonada de coches estacionados en doble fila. Jacarandas, palmeras jalonan ambos lados de la acera. Desde el puente de Calatrava hasta el puente Viejo, una hilera de pescadores, reglamentariamente espaciados, concursan en un certamen regional de pesca. Dos viejecitos, desde la ventana de un primer piso, observan en silencio el pasear tranquilo de la gente en esta tarde de un sábado de septiembre. Una señora, pelo rubio, pantalón vaquero que oprime las partes más carnosas de su cuerpo, se desata en explicaciones con un hombre de cuello recio, abultada barriga y con bigote cepillo de dientes que no le quita ojo a la mujer platicadora. Este lugar es un oasis en medio del barullo de la ciudad que se presta al buen avenimiento y a la confidencia. Y escuchas por boca de los niños, que se algunzan en los columpios al ritmo de los caños cantarines de la fuente, el bullir de aquellos años intrépidos de tu mocedad revivida.

Quedaste ayer con una muchacha, ir los dos juntos a la feria, a montaros en la noria. La esperas ahora en el sitio que dijisteis, en este banco enfrente de la balaustrada del río. Los lazos altivos de las palmeras saludan allá a lo lejos al rojo de la panocha encendida de la Cresta del Gallo. Dos zagales de tez morena patean la tarde con un balón frente a la fachada de un bajo ante la mirada malhumorada de un resabiado señor. La mujer de los vaqueros ajustados sigue aún con su perorata con el hombre del mostacho a lo Chaplin. Él pasa de sus palabras. Sólo tiene ojos para mirarla. Lleva la mujer una coleta que anuda con una cinta verde-eléctrico. Este deportivo peinado la reviste de una cierta belleza juvenil inusitada para sus años. La tarde acaricia el rosicler vespertino sobre el manto dichoso del agua del río.

El viejo sigue mirando por la ventana. La mujer ya no le acompaña. Está preparando la cena: tres bajocas, una cebolla y un huevo esclafado en el caldo con dos patatas. Y la conversadora pareja, se despide. El hombre esta noche en la cama, estando solo, se sentirá a gusto, más que otras veces, pensando en el alegre peinado y en las ardientes carnes de una mujer que ahora no le habla sino que le besa y que le abraza. En su pensamiento y en su soledad el hombre robusto se ciñe a ella como el viento a las palmeras que doblan de gozo sus palmas. Y por el callejón de la esquina se oye la voz de una madre que llama a cenar a uno de los dos niños que gruñe y patea porque no quiere nunca dejar de jugar como Dios manda.

Y te da vergüenza chocha decir que te sientes más feliz en el ayer. El pasado es para ti más joven, más vivo y real que este tu cuerpo doblegado, surrealista, sometido a esta modernidad escandalosa, estresada, vertiginosamente cambiante que te impide gozar el presente. No se trata de un juego de tu imaginación, tampoco de una delirante composición retrospectiva del tiempo.

Deseabas con tanta fuerza volver a tu adolescencia que físicamente te has escapado del tiempo. Y estás sentado aquí en el mismo banco de hace ahora más de sesenta años. El tiempo a tu edad corre que se las trae, tan deprisa corre, que estás aquí como si el ayer y el ahora fuese el mismo momento.

Ya se ha pasado la hora de tu cita con la muchacha. Pero la muchacha no ha venido. Y oyes ahora llorar al río. El pasado, como sus aguas, nunca vuelve.

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