Cuando murió la madre, un tierno perfume a hierba recién cortada se adueñó de la habitación. Su muerte no quebró a la hija. Al contrario, una paz desbordante inundó por entero su corazón. Como el agua apacible que baja del río, sin resistencia hacia el mar, así sintió la hija su partida, sin dolor, con naturalidad. El frescor a tierra recién labrada que salió de su último suspiro le supo a perfume de espliego y romero, esas balsámicas matas de monte que la madre tan bien conocía de sus tiempos de niña, allá por los campos de su presurosa infancia ayudando a sus labriegos padres por los campos de Azulada.
Cuando la madre murió, la hija estaba en plena madurez, fértil, carne aún hábil para la carne, resistente al dolor y a la inclemencia, a la ingratitud y los desplantes. En ningún momento hubo entonces lugar para el desamor, el abatimiento, el llanto y el desconsuelo.
Después de la muerte de la madre, cada cierto tiempo la hija va al cementerio; pero a hurtadillas, evitando las miradas de otros visitantes que la puedan tomar por loca por hablar abiertamente con su madre como si estuviera viva. Busca el aislamiento y el silencio, ese caldo y contexto propicio en el que los muertos acostumbran a sincerarse con sus deudos. Deposita encima de su tumba las mejores flores del pequeño jardín de su terraza. Despliega su pequeña silla de tijeras que ha traido consigo. Y sentada frente ella, las dos se cuentan sus cosas. Las dos mujeres, eternas y solidarias confidentes, vasos comunicantes, recobran fuerza ante los desafíos del infortunio. En ningún momento la hija sintió a su madre muerta después de muerta. Siempre la escucha, como esta vez que le dice a modo de consejo, al menos eso es lo que la hija oye dentro de si: Lo que yo fui tú serás.
Han pasado veinte años de la muerte de la madre. Conforme pasa el tiempo con más intensidad intuimos nuestra propia la muerte. La hija esta tarde siente un desgarro en el alma, espasmos y sacudidas en la barriga, una punzada terrible en su atorado estómago. Durante todo el tiempo que faltó la madre, sólo ahora, cuando una serpiente se le ha encasquetado a la hija en su estómago, se da cuenta de la muerte de su madre. El dulce sentimiento de la lejana muerte de la madre se convierte en quejido, dolor retroactivo que regresa vengativo a su recuerdo, como si la madre se muriera de nuevo. La hija presiente también su propio final. Siente miedo. Le falta la respiración. Y antes que la bicha se zampe como un huevo su vida, la hija exclama con voz desgarrada:
Los días se me van de las manos. Nada retorna. Todo al final se pierde. Nadie nos devuelve el pasado. Mi madre no se murió entonces, se me muere ahora cuando yo también me muero.
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