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martes, 25 de marzo de 2025

Mi querido erizo



Aquel día tú no debías estar para nadie. Ser sólo para mí. No te encontré en la jaula de colores. Salí perdido a tu encuentro. Nada más levantarme, crucé la calle, atravesé la Plaza Vieja camino del río. Había días que me pasaba tres pueblos, subía montañas, cruzaba puentes y aduanas y, sin ni siquiera dar un paso, esperaba que con sólo extender el brazo, mi mano y la tuya, mi gana y tus labios, se fundirían en un beso. Mi obsesión era dar contigo. Estar los dos a solas. ¿Tan difícil es que el agua y la sed se encuentren en un mismo vaso? Los dos beberíamos hasta hartarnos, como se sacia el río del mar cuando desemboca en el estuario. ¡Me costaba tanto dar contigo estando tan cerca! ¿Quién diría que habiendo nacido pegados el uno al otro acabaríamos estorbándonos como el gato y el perro. Yo maullando tu amor. Tú mordiendo mi odio. Por eso me costaba tanto dar contigo, mi querido erizo. Quedé desolado como quien pierde su anillo de boda. En ese anillo de boda llevaba yo grabado en oro un erizo blanco con espinas suaves de color crema. Hubiese llorado lo mismo, si en lugar de ser tú mi alma gemela, un erizo blanco, hubieses sido el perro verde del loco de la colina. Para el caso era lo mismo estar loco por un perro feo que por un erizo por muy guapo o blanco que tú fueras.

Pasé cerca de un coto. Pregunté atrevido a tres cazadores, que junto a unas brasas asaban cuatro sardinas para su almuerzo. Les dije si habían visto un erizo desorientado. El desorientado es usted -me contestó con tino y descortés el primer cazador, el que parecía más listo por su cara de lelo, al tiempo que relamía con fruición exagerada la raspa de un arenque chamuscado. ¿Acaso no sabes, muchacho, que está prohibido caminar por este coto propiedad del marqués de los siete mundos reconquistados? Y al comprobar el segundo cazador, (el que estaba sentado sobre la piedra más alta), en mi cara compungida mi gesto dividido por haber perdido la costilla de mi erizo, se dirigió a mí más amable que el primero, como si hubiese cazado en ese momento un jabalí de renombre con apellido y con mote incluido: Si al menos usted nos mostrara una fotografía de su erizo perdido, tal vez podríamos ayudarle. Yo le repondí que no era menester, que con mirarme bien le bastaría, que los dos éramos idénticos, y que, según mi modesto parecer, todos los erizos éramos iguales, ariscos por fuera y muy tiernos por dentro. ¡Quía, -intervino el tercer y último de los cazadores, el de la pelliza con solapas de piel de borrego, el que parecía más lelo por su cara de listo-, míreme usted bien, yo también soy un erizo. Y entre nosotros los erizos nadie es igual a otro, porque todos somos lo mismo. ¿Sabe usted por qué no se diferencia en nada un jabalí de otro? Porque no conocemos bien a estos animales. Lo mismo pasa con los gavilanes. Y señalando con un fuerte manotazo en el pecho al primero de los cazadores que zampándose estaba las cinco sardinas que quedaban, añadió: ¿Acaso sabría usted distinguir al gavilán del marqués de los siete mundos, de este otro gavilán que, mientras aquí charramos perdiendo el tiempo por un erizo, a lo tonto tonto nos está birlando el almuerzo?

lunes, 17 de febrero de 2025

Baja definitiva


Cuando conocí al don Cremades de ayer, hoy dueño y señor de una de las cadenas alimentarias más prósperas del país, yo era un crío con boceras. Íbamos a la escuela juntos. Si en aquellos años me hubieran preguntado si yo daba un real por el futuro de este muchacho, me hubiese echado a reír. Nadie apostaría por un zagal que llevaba gafas con cristales de culo de vaso, de andar patizambo, y casi siempre con los faldones de su camisa por fuera. Tampoco es que yo sobresaliera mucho, pues vestía los pantalones remendados con culeras que a mi hermano mayor ya no le venían.

El primer día de curso, el maestro nos colocaba en el aula según fuera nuestro apellido, siguiendo el orden de las letras del abecedario. Cremadito, como se llamaba Ortega y yo Ortuño, cayó justo a mi lado. A media mañana, don Miguel nos mandaba abandonar los pupitres. Nos ponía de pie, de culo a la pared. Y todos en silencio expectante, frente al mefistólico maestro, que con el puntero de geografía, escopeta en mano, señalaba con la batuta a quien disparara la pregunta. Si éste no la sabía, respondía el siguiente, y si este tampoco, corría el turno hasta dar con aquel que respondiera correctamente. El acertante, acto seguido, ocupaba el puesto del primer compañero que había fallado la pregunta. Los primeros días de curso nuestro puesto en la fila variaba un montón. Era divertido vernos los unos a los otros corriendo de arriba abajo, de la cabeza a la cola, como barquichelas a la deriva en un mar de saberes náufragos e inciertos.

Al final del primer trimestre, las aguas se aquietaban, nuestros puestos eran ya casi inamovibles. El que era tonto, lo era para todo el curso, y me atrevería a decir, para toda su vida, por más supiera sacar la raíz cuadrada de ese número imposible de amordazar. Todo empezaba a resultar aburrido en un mundo de ideas fijas y prefabricadas. Hasta don Miguel se aburría, por lo que un día cambió de táctica, se innovó a sí mismo. Por experiencia don Miguel bien sabía que los niños más listos y empollones resultaban ser luego de mayores unos fracasados. Y lo mismo al contrario, que los alumnos más torpes, en el futuro llegaban ser empresarios muy adinerados. Con todo el maestro se arriesgó. Y nos dijo con voz dulzona como quien susurra a su mascota:
Atención, niños, mucha atención. Hoy no seré yo el que pregunte, será uno de vosotros. Por ejemplo, tú mismo Ortega, y señaló a Cremadito (que a la sazón llevaba ya varias semanas siendo el último de la fíla), pregúntame lo que quieras. Si no sé la respuesta, serás tú el que a partir de ese momento ocuparás mi puesto como maestro de esta escuela.
Lo que ocurrió entonces en clase casi no me acuerdo. Sólo de las risas y carcajadas tras la pregunta de Cremadito Ortega. Luego al día siguiente, el director del colegio nos presentó al maestro suplente. Nos dijo simplemente que don Miguel había pedido la baja definitiva.

miércoles, 15 de enero de 2025

Halitosis



El olfato, uno de los sentidos más fieles que mejor evocan y recrean una vivencia pasada, y que nos permite recuperarla, a pesar de los muchos años transcurridos. Nuestra vida es el rastreo tras el olor primigenio de nuestra virginidad, aquel perfume que un día perdimos en el recodo de nuestra infancia olvidada.
Los compañeros nos hemos pegado un buen hartazón de patatas con ajo, pimienta y clavo en el bar de la Ermita. La culminación del encofrado sobre el nuevo puente de El Paraje bien se lo merecía. Regreso a casa. Una liebre se me cruza espantada. Freno. El pobre leporino queda completamente despanzurrado en medio de la carretera que va a Las Torres. Me temo lo peor. Un latigazo cervical.

El hospital queda a diez minutos. Llego a Urgencias como puedo, tieso, con la cabeza claveteada al cuerpo. Me hacen unas radiografías. El médico que me atiende tienta con sus dedos hipocráticos cada una de mis vértebras. Y noto, al pasar sus narices cercanas a mi cuello, una cierta repugnancia suya. Será por culpa del alioli. Me enyunta un collarín. Espere usted fuera, luego, a la vista de las pruebas, le informo...

La sala completamente abarrotada. Busco asiento. Todas las sillas están ocupadas. Allá al final encuentro un asiento. Y alabo mi astucia de encontrar un hueco libre. Enfrente de mí, un hombre tumbado duerme ajeno a su propia contaminación tóxica. Sus zapatos están en el suelo. No entiendo por qué las personas que apoyan sus espaldas cansinas sobre las paredes no se sentaron antes en el lugar que yo ahora ocupo. Miro a la gente dándoles las gracias por su deferencia. Y ellas a su vez me dirigen una sonrisa que en ese momento no entiendo.

Transcurre no más de medio minuto, y a estampidas me alzo del banco, espoleado como un resorte. Los nauseabundos vapores de los zapatos del hombre durmiente me catapultan como bola de fuego al rincón más alejado de la sala. Y es ahora cuando comprendo las risas socarronas de antes.

Alguien se queja al despacho de la atención al paciente por la fétida emanación que emponzoña el ambiente. El servicio de seguridad del hospital localiza al instante el epicentro del miasma. Llegan dos agentes, y obligan al hombre a calzarse. Uno de ellos le dice que debe abandonar el hospital.
- Soy un familiar de un enfermo y tengo derecho a estar aquí.
- Sí señor, pero los demás también tienen este mismo derecho.
El otro agente mientras tanto abre puertas y ventanas para que la peste se vaya. La gente empieza a respirar aliviada.

A nadie le molesta su propia sudoración. Convivimos con ella hasta el punto de convertirla en nuestra mejor seña de identidad. ¡Bien podríamos reutilizarla como código y algoritmo para abrir nuestras cuentas y portales!

Con estas reflexiones curaba yo mis vahídos y mórbidas inhalaciones, cuando los altavoces de la sala me llaman de nuevo a la consulta.

El médico me dice:
Lo del frenazo, nada. Lo que usted padece, señor encofrador, es una halitosis de caballo capaz de acabar con la guerra de Ucrania.



lunes, 25 de noviembre de 2024

Pálida llama



Si esta historia fuera un cuento empezaría Érase una vez en un país lejano, pero como lo que voy a contar responde a la más pura realidad, he de decir que allá en Cachemira, la provincia más alejada y pobre de los montes Urales vive Hud, un niño de apenas siete años, hijo del dueño de la herrería del pueblo.

No sé cuál es el nombre de pila de la madre. El pequeño Hud para llamarla, siempre lo hace con su cantarino acento, que a mí se me hace imposible de pronunciar. Debido a mi corto oído, escucho nombres que sólo entiendo por su aliento o por su aroma. Y por el resplandor que me llega de este nombre, yo diría que la madre se llama algo así como pálida llama. Y es que la mamá de Huito, desde que tuvo al niño, padece del hígado, y en su cara el brillo de la vida se muestra un tanto apagado. La mamá todas las mañanas embellece sus mejillas con polvos de papaya y esperanza.

Huito hoy cumple ocho años. Yo no sé si allá en la India acostumbran a celebrar los cumpleaños soplando las velas de una tarta. Pero aquel día en la casa del herrero del pueblo vemos a esta familia al completo sentada alrededor de un gran bizcocho de chocolate. Y en el momento que Huito se dispone a soplar las velas de la tarta, todos notan que la madre se desvanece. Huito también se da cuenta que la madre cual pálida llama se desmaya. Y es ahora cuando con mayor fuerza hincha sus mofletes de aire intentando encender el nombre de su madre. Y a mí me vienen a la cabeza esas velas que cuanto más intentas apagarlas, con mayor aliento y brío se encienden.

 

miércoles, 6 de noviembre de 2024

El salto de la novia


 

El bullicio -me dijiste- es mi lugar preferido.

La algarabía, el trasiego del mercado de los sábados, el tumulto del bar del Yerbero y la subasta de la lonja, el vocerío a muerte de una pelea de gallos, el olor a cuadra y a meados… incentivaban su pluma. Nunca, sino en medio del caos, las letras le dieron su mejor color y significado. Cuanto mayor ajetreo y estruendo a su alrededor, más calma y hondura reflejaban sus textos.

Ayer, domingo, se encamina al Azud de Ojós. Y en esa paz transparente, ambarina, en la soledad callada, desde un peñasco del que contempla extasiado las balsámicas parcelas de naranjos, intenta transportar en su cuaderno lo que dentro de si siente, lo que le dice el dulce sosiego, el mudo silencio de las aguas del Solvente, allá abajo en la angostura del río. Y así como antes, el fragor del ruido era la fuente de su inspiración, este embalse tranquilo trae ahora a sus ojos la sequía, la desesperación, el vacío literario. 

Y frustrado de rabia tira su estéril cuaderno al río. Y en ese instante, en el mismo lugar que el cuaderno descuartizado se deshace en el agua, una muchacha vestida de novia aparece flotando como una reina mora en el pantano. Y antes que el cuerpo de la muchacha sea engullido por las compuertas del embalse, el hombre sujeta a la joven de las sedas blancas de sus velos. Tiene en la boca un beso recien dado. Sus ojos embelesados, como si lo último que viera antes de morir fuese a su adonis predilecto. De una de sus muñecas de nácar pende un bolso de tela bordada del que asoma un papel como reclamo. Las palmas de sus manos abiertas en súplica. En el dedo anular lleva su anillo de prometida confesa. Tal vez en ese papel ensortijado esté el porqué de su infortunio afortunado. Aunque una vez muerta la novia ¡qué más da que ella misma se hubiese tirado al agua, o que un novio despechado la hubiese despeñado al río! La novia no era novia de ningún mancebo encelado. Y ella tampoco se quitó la vida, despechada. Simplemente era una joven que vivía más arriba, dedicada al pastoreo de una docena de cabras de las cuales vivía en libertad y en generosa entrega a la naturaleza de este hermoso Valle de Ricote. Cada tarde llevaba a su pequeño rebaño a abrevar a los márgenes del estanque. Las aguas calientes y removidas poco a poco se embelesaron del libre corazón de la muchacha pastora.

¡Vayamos a ver al amado! -les dijo aquella tarde a su ganado Las aguas incontenidas del estanque prendáronse, en fuego convertidas,  de la joven. Y el embalse abrazó de tal manera a la muchacha, que inundada de placer se fundió para siempre en la lumbre de sus aguas. Y según él mismo leyó en aquella esquela, la novia al saltar de aquel peñasco del Solvente gritó en oración contemplativa su deseo más ferviente: Más que de las estrellas y del cielo soy del agua esposa y compañera.

viernes, 18 de octubre de 2024

La tortuga de Ulises



Tengo sesenta y cuatro años. A punto estoy de jubilarme. Se me acaba el tiempo. En aquel tiempo trabajaba como como chófer de la embajada española en París. Aquella mañana tenía que llevar a la universidad de Vincennes Saint-Denis al asesor cultural. Un eminente matemático impartía allí la lección inaugural del curso académico. Le paradigme de la tortue. Basándose en la paradoja de la tortuga, el catedrático trataba de demostrar que la teoría de Zenón era un absurdo y que el tiempo sólo responde a una percepción errónea de nuestra mente.

A mí personalmente las tortugas me repelen. Son hurañas, esquivas. Prefiero la piel sedosa de cualquier mujer, que tocar el caparazón alcahueta de un galápago milenario. Aun así, en lugar de aburrirme en la cafetería del Campus esperando a que el señor agregado acabara con sus obligaciones representativas, preferí introducirme en el paraninfo, y matar el tiempo escuchando al profesor.

Nada más leer el nombre de Robert Dellui proyectado en el encerado de la sala, se avivó en mí el recuerdo de aquellos años de juventud, de revueltas y esperanzas. Debido a la coincidencia del apellido del conferenciante con el de aquella otra muchacha del mayo francés del 68, apellidada también Dellui, mi imaginación iba de aquí para allá, volaba, corría mucho más que los pies ligeros de Ulises. Mi relación con Blanche fue esporádica, pero íntimamente sustanciosa. Coincidíamos en huelgas, mítines y concentraciones. Obreros y estudiantes íbamos de la mano para acabar con aquel vetusto sistema opresor. Yo trabajaba como peón en la demolición de Les Halles, aquel viejo mercado que luego se convertiría en el famoso Centro Pompidou. Ella estudiaba Ciencias Sociales en la Sorbonne.

Ajeno a la aburrida perorata filosófica del señor Dellui, yo me entretenía en buscar parecidos de los gestos del orador con la imagen de aquella Blanche que había quedado escondida en los repliegues de mi cerebro. En una de aquellas movidas, se nos hizo muy tarde. Mi chambre de Belville quedaba lejos. Blanche insistió en que me quedara a dormir en el piso que compartía con unos amigos cerca de la Place del l’Odéon.

Robert Dellui, mientras tanto, se esforzaba por hacer entender a sus oyentes que no por mucho madrugar se amanece más temprano. O dicho de manera más científica, pero no por ello más inteligible, que el tiempo era un falso recurso inventado por los seres vivos para no perderse en los laberintos de la historia. El tiempo puede llegar a ser también un precioso tesoro rescatado del pasado. El tiempo de aquella venturosa noche parisina del que yo gocé, tras una de aquellas barricadas en las que el Barrio Latino amaneció lleno de escaparates rotos y vehículos en llamas, fue para mí la prueba más evidente de que mientras hay tiempo, tiempo hay para el amor. El amor es tiempo. Tiempo es lo que le faltó a Ulises para alcanzar a la tortuga de Zenón.

jueves, 10 de octubre de 2024

Somnolencia



Sentado en el banco de la tranquilidad solitaria al rescoldo de un sol plácido y evanescente.
Fatigado me dejo caer bajo la tentadora sombra de una parra generosa. La jornada entre podas y azadas no consiguió mitigar la bulimia de mis siglos atrasada. Frustrado tras un pelear inútil en busca de cosechas imposibles. Me quedo dormido.

Los lobos también soñamos, más aún cuando andamos malcomidos. Se nos nota en el balanceo nervioso de nuestro rabo mosqueante. Lo hacemos en blanco y negro, como aquel poeta maldito que, antes de dejarse engañar por el espejismo multicolor de una sociedad hobbesiana y consumista, prefirió morirse de hambre.

Hasta hoy yo nunca había soñado con gacelas de fácil caza y andar coqueto. Y mucho menos con una apetitosa bailarina en tecnicolor como ahora. Una sombrilla azul ondea su prestigiadora mano. Ante mi lasciva presencia la bailarina seductora extiende el cuello dorado de su plegada sombrilla hacia mi famélico pescuezo con la sabrosa intención de atraerme hacia sus senos voluptuosos.

A punto estoy de devorarla de una dentellada, cuando el repentino cambio de luces de un coche patrulla me despierta. Uno de los policías comenta: el pobre no tiene donde caerse muerto. Y yo suplico a los agentes entre mis sueños de carne fresca hambrientos: ¡Llévenme, por favor al bosque de las alimañas, allí al menos podré soñar despierto!

sábado, 7 de septiembre de 2024

Un beso revelador


 
En aquel pequeño cuento hacía yo mención a un hecho revelador. Una noche de regreso a casa, sin ton ni son recibí un feliz beso de los dulces labios de una joven desconocida. La alegría de esta muchacha, tras la declaración del amor de su vida, fue tan grande que su dicha no cabía dentro de ella. Así que se vio obligada a derramar su deleite por doquier, antes de morir atragantada por su propio placer.

Un lector amigo al leer aquel microcuento que al azar escribí un día, inspirado en la anécdota anterior, llevado por la envidia me llama por teléfono para que le diga qué hice yo entonces, para que a él ahora también le suceda lo mismo. Yo le comento que aquel breve texto, obra fue de un sueño, y que no me ocurrió realmente: Todo lo que escribo es verdad, pero no todo lo que cuento es objetivamente cierto.

Aquel beso que yo sublimé en aquel cuento, a pesar de los años transcurridos, tan fuerte lo sentí que su onírica experiencia se quedó impresa en lo más hondo del corazón de mi boca para el resto de mis días.

Y así se lo hice ver a mi amigo: Cuando escribo, sin yo quererlo, afloran a la superficie mis deseos, mis frustraciones, mis reprimidos instintos, mis sueños. Mi amigo, ajeno a estos pensamientos freudianos y liberadores, un tanto en broma me dijo: Vale, pues dile a ese tu singular Morfeo que me conceda a mí soñar lo mismo.

Y es ahora cuando viene a mi memoria trozos de aquel poema que un día Borges le dedicara a Viviana Aguilar, aquella joven que trabajaba en una librería cerca de la casa del escritor y de la que supuestamente Borges estaba enamorado:
En el alba dudosa tuve un sueño. 
Sé que en el sueño había muchas puertas
………… 
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.


martes, 3 de septiembre de 2024

To er mundo é güeno




Cetrinas las farolas que me acompañaban cesaron de lucir el camino de mi regreso a casa. Siendo noche cerrada, las diez y media, sus jóvenes pechos saltaron alegres al aire de las mechas de su melena de seda. Y se encendieron de alegría las sombras de mi alma. Reales y felices también sus dos pechos saltarines a dos palmos de mis narices sorprendidas y embobadas. 

No tenía más de veinte años. La noche no me impidió vislumbrar su juventud. De repente se abalanzó hacía mí en un abrazo inesperado. Me besó fuerte con sus labios en mi boca; y después me dijo: Perdona, acabo de conocer al amor de mi vida y desde ahora todo el mundo es bueno, te deseo suerte, mucha suerte, buenhombre. 

Luego la muchacha siguió su camino saltando con sus dos pechos sonrientes al aire húmedo de la noche. Y yo sentí en mi corazón el latir amoroso de toda la tierra. 

Cuando dos personas se aman las aguas de su placer acarician las playas del mundo entero.

jueves, 29 de agosto de 2024

Malware


 Atraído por el azul en zigzag se rinde a los pies de una Url insinuante. Es curioso por naturaleza. Se desvive por cualquier cosa desconocida. Cuanto mayor es su enigma, más fuerte son sus ganas de seguir la dirección señalada. Su secreto es acicate irresistible. La feliz esperanza de encontrar un tesoro incalculable entre sus pliegues ocultos acelera su bobo índice hacia la tecla enter de su ordenador en ascuas.

Abducido por el azulado de sus olas que encaminen el esquife de sus represiones a la orilla orgiástica de su pulsión freudiana. El azul tentador de este enlace es imán para su encandilado y atrevido dedo. Sabe que no es muy aconsejable desear una cosa demasiado. Cuanto mayor la expectación de su corazón ansioso, mayor es su descalabro.

Aún así, llevado por este insistente reclamo se capuza con sus ojos creyentes y vendados al acantilado de un mar repleto de peces gloriosos, bailarines y seductores. Y la añorada página con la que se da de bruces, tras atravesar el embaucador pórtico de sus celestiales esperanzas truncadas, resulta ser el mismísimo infierno, un botín envenenado, la alcatraz de su condena, un malvado virus. Suplantado en su identidad más singular. Los peces de su colección deseada resultaron ser tiburones depredadores. Dejó de ser él para convertirse en otra url aún más maliciosa que la que lo desposeyó de todo. En este mundo virtual de fantasmas nadie está seguro de nada, ni de sí mismo.

domingo, 4 de agosto de 2024

El paraíso de la luna





Caminábamos junto al sendero que bordea la pared de los cipreses. Mi padre me cogió de la mano. Llegamos a la parte más alta. Allí, la fuente lanzaba dulce el agua sobre el cauce sin soltarla un momento. Cierra los ojos, -me dijo. Tendría yo tres años. Transcurrido no más de un minuto escuché de nuevo: Hijo, ya puedes abrirlos. Y de pronto mi padre me mostró la Luna. Ella me miró generosa, llena y hermosa, fresca y blanca, más seductora y atractiva que cualquier otra maravilla de la Tierra. Parecía una era de paja iluminada en medio de la brisa de la noche. La Luna me engatusó.

Ya de mayor, trabajé, empeñé mi herencia, enajené mis fincas, me desprendí de todo por llegar a la Luna. Me puse en contacto con una inmobiliaria de origen americano, Lunar Paradise. La chica que me atendió con voz celeste me contaría que su empresa había adquirido como propiedad la Luna. Yo extrañado le pregunté si Naciones Unidas permitiría semejante latrocinio. La señorita de voz celeste desplegó delante de mí unas viejas escrituras registradas a nombre de su jefe, un tal Daniel Ocam. Me dijo que este señor había adquirido legalmente de un alto tribunal estadounidense la propiedad de la Luna. Hice efectivo el pago que me acreditaba como dueño de una pequeña parcela lunar. Luego me embarqué todo ilusionado a este lugar en el que ahora me encuentro, junto a la misma orilla del Mare Serenitatis.

Pero, he de reconocer que esta Luna no es la misma Luna que mi padre un día de vacaciones me hiciera ver en una encantadora noche de verano. Tampoco esta Luna es la misma con la que soñaba Sabines.  https://www.poemas-del-alma.com/la-luna.htm#google_vignette

Yo pensaba que la Luna con sus alas de plata agitaría de placer mi corazón enamorado. Yo vine a la Luna para saciarme con sus senos de luz, para realzar el lado más noble de mis emociones, para impulsar con su transparencia la parte más utópica de mis ideas, para ver hogueras encendidas de deseos colmados, vapores inflamados de justicia repartida... yo vine a la Luna para encontrar el amor de mi vida..., pero aquí sólo hay cráteres apagados, polvo desenamorado, montañas estériles…

Si yo no fuese hijo de mi padre, ahora mismo le arrebataría a Aquiles su furia contra el dios Apolo y con sus mismas palabras arrancadas de la Iliada le diría a grito limpio: Tú me has engañado, tú el más funesto de los dioses, yo te castigaría si tuviera poder para ello.

miércoles, 17 de julio de 2024

El sueño incumplido de tu infancia




Es muy temprano, te asomas desde la ventana para contemplar la huerta, bruñida alfombra bordada de rocío, desplegada de verde ante tus ojos aún adormilados. Un terreno limpio de malezas, inmaculado como una bandeja de sabrosos presentes. No eres el único que se levanta hoy con la esperanza de encontrarse con un milagro. Hasta el más humilde de los pitecántropos, guarda un sueño por cumplir en su pordiosera andorga.

Allá, junto al sendero del agua, atisbas tintineante una estrella, un caracol resplandeciente sobre el cristalino de tu mirar lejano, desconcertado. Cuando al amanecer, el sol con sus rayos conminó a las estrellas a esconderse, una estrella, desobediente, se negó a ocultarse allá arriba en un cielo inapetente, oscuro e invisible. El fulgor y la rebeldía de esta estrella te tientan. Sales de tus aposentos. Vas en su busca. Te acompaña Simbad, el perro. Y que no se enfade el célebre marino de Las mil y una noches por haber escogido este nombre para tu animal de compañía. Fue él quien se lo robó primero al perro para auto encumbrarse con apodo tan rastreador como aventurero. Simbad sigue la pista plateada de la estrella.

El perro, en ausencia del destino, viene a tu encuentro. Sigues su rastro por la vereda de la acequia. Notas en su mirada inteligente, una insinuación presurosa. Lo que no entiendes es por qué los ojos de tu perro, siempre grises, esta mañana irradian júbilo. Llegáis hasta el mismo partidor del agua, allá donde, al resguardo de una noguera, el caudal generoso del riego se desparrama a manta por un bancal dorado de limoneros. Miras agradecido a Simbad. Sus dos orejas empinadas multiplicadas por tres forman las siete plateadas puntas de la estrella, los siete mares maravillosos del mundo.

Tan virginal ves el destello de la estrella que te sientes otra vez como aquel niño de Azulada en busca de su infancia perdida. La estrella es la misma, aquella que un día te hizo llegar corriendo a casa de tus padres con los dos cromos que te faltaban para completar tu álbum de peces. No es el dolor o el placer el motivo de tu sentimiento, sino tu mirada, la mirada atenta, refleja, una mirada que arranca desde la planta de los pies y que, pasando por el cogote, llega hasta las mismas entrañas de la cosa sentida. La mayor de las vulgaridades, contempladas con ojos que miran desde dentro, puede llegar a ser maravillosa. Y como el ciego que, hasta que no palpa con su bastón el sonido familiar de su acostumbrado sillón, te sientes impaciente.

Y es aquí mismo, al pie de la noguera de ramajes como súplicas, donde el perro se pone a escarbar diligente. Debajo de un montón de hojas secas, con sus dos patas festivas descubre, intacto y completo, tras una cuarentena de años al pairo, el viejo álbum de tu sueño olvidado. Simbad te mira y te remira, te lo presenta en muestras para que revivas y disfrutes aquel sueño incumplido de tu infancia, el álbum de tus días aquí en la huerta.

martes, 7 de mayo de 2024

Trombopalabra



Las alas de mis orejas embebían a mil metros a la redonda todo tipo de melodía: el susurro de una abeja sobre los azules del romero, las caricias de la espumas sobre la piel de la arena, el eco de los besos que yo a mi amante en ese momento estampaba cual aquel pintor que hiciera hablar a Liz Taylor en una de sus creaciones pop. No había nota, bemol o silencio que mis oídos no detectaran. Mi boca, fiel amasadera, reproducía en canción cualquier sonido que emanara de la fuente del universo en flor de harina. En mi cara se reflejaba complaciente el espectro contento y luminoso del mar.

De pronto, olas gigantes catapultaron mi cuerpo contra las rocas de la bahía… y lo que antes era canal y conducto fluido vino a ser espigón y muralla. Una palabra desconocida, propulsada por un deslenguado, cual potente minador se abrió paso. Atravesó el oído medio y horadó la tráquea hasta llegar a la aorta y allí se instaló convertida en trombopalabra. Mis pabellones auditivos rellenos, amorcillados quedaron por una apestada palabra que entrando por la trompa de Eustaquio se adentró en el área de Broca de mi cerebro. Quedé completamente paralizado, inconsciente. El atasco de mis células nerviosas fue brutal. Circulación colapsada. No hay mayor daño cuyo origen sea una palabra desajustada.

Me ingresaron en la Real Academia de la Lengua. Aquella palabra no estaba en su índice da datos. Los doctores del verbo no pudieron generar por tanto un antivirus. Actualmente estrangulado sigo. Mi conciencia paralizada por una palabra imposible de diagnosticar que algún malhablado en su día escupió sobre la tábula pura de mi inocencia.

viernes, 3 de mayo de 2024

Los ojos de Venus



Un célibe clérigo enamorado, tras la lectura de un breve cuento (Los ojos culpables de Ahmed Ech Chiruani), recuerda hoy aquel comentario que un día le hiciera su madre cuando éste le comunicó que se había enamorado de una joven excepcional que reunía en sí tanto la belleza como la verdad y el amor al completo. Y tanto es mi amor por esta mujer extraordinaria, -le confiesa el hijo a la madre-, que me vi obligado a colgar los hábitos… y que Dios me perdone.

No era para menos: la muchacha en cuestión tenía la misma mirada dulce y serena de aquella otra joven diosa que allá a finales del siglo XV pintara Sandro Botticelli. El clérigo, hoy esposo de una tal Simona Vespucio, (¡casualidad del destino!), recuerda ahora las palabras exactas de su madre: Jamás, hijo, se te ocurra traer tu novia a esta casa. No soportaría tener a mi lado a esa rival impostora que se atrevió a robarme el amor que yo por ti siempre tuve.

Y para que se comprenda el dolido acento de las palabras de aquella madre, copio aquí parte de aquel mismo cuento al que al principio hacía mención el mismo clérigo enamorado:

Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba: él respondió: tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios. Cuando quedó sola la muchacha se arrancó los ojos… 

sábado, 27 de abril de 2024

El sordo de don Afasio


A partir de aquel accidente en el que su nervio auditivo resultara dañado, don Afasio se dio cuenta de que otra especie de audición, (hasta ahora desconocida para él, y por tanto desaprovechada), era posible, y tal vez le resultara más sustanciosa y agradable. Este hombre no era un ingenuo para dar por bueno aquel refrán de que no hay mal que por bien no venga. Por supuesto que no. Maldecía su sordera, se resistía a verse privado de sentido tan regalado. Pero todas las palabras que a sus oídos acudían, le llegaban muertas. Y huía de toda conversación como quien renuncia a una herencia envenenada o evita la cagada de una gaviota que sobrevolara por la azotea de su enmudecida cabeza trigeminosa.

Don Afasio pues fue al otorrino y le incrustaron un aparato en la oreja que multiplicaba por mil decibelios su mala audición.

Pero a partir de ahí, todo fue a peor. Antes, cuando don Afasio estaba sordo, aunque parezca mentira, sentía dentro de sí el sonido natural, profundo y callado de las cosas. Dentro de sí escuchaba el dulce silbar del aire entre las hojas de las moreras. Las onduladas aguas del mar le sabían a melodías de corales y delfines. Antes, cuando don Afasio estaba sordo, sus orejas de par en par abiertas estaban a la canción de la tarde. Y en tiempos de siega, el oro desmembrado del trigo reverberaba generoso en sus oídos. Y hasta era capaz de escuchar el suave, silencioso y delicado saludo con el que la noche cansada daba al alba los buenos días.

El sonido artificioso y amplificado de los auriculares le ahogó el verdadero timbre de las palabras, apagó su alma. Desatendido ahora anda don Afasio de todo, del brillo de la luna sobre el río, de la gota perdurable del grifo contra el frío aluminio del fregador de la cocina que siempre le habló del tiempo, notas sobre la partitura de una eternidad anunciada. Cualquier música le sonaba igual, a ruido homologado, envuelto en crujiente papel celofán. Baile aburrido y monocorde de las ondas hertzianas. Siendo don Afasio ahora oyente, era sordo y hereje a la voz sabia y profunda de las simples cosas de la vida. Oía más, pero no mejor. Los sonidos metalizados de sus nuevos audífonos carecían de esa virtualidad de escuchar el latido particular, emociones de toda índole, la risa camuflada, el pulso vertiginoso del miedo, el dolor indecible de una pérdida, la mano caliente de una pasión. La tecnología no sabe a qué suena el corazón de quien te habla o escucha.

Entre tanto bullicio tecnológico, don Afasio, cansado de no escuchar nada que mereciera la pena, salió a la huerta, tiró sus auriculares a la acequia. Y de nuevo, el apacible despuntar del amarillo de la flor de los calabacines le resultó a todas luces audible y sostenido.

viernes, 19 de abril de 2024

Sol insolvente



El termómetro del Paseo marca cuarenta y tres grados. Son las tres y media de la tarde. El sol cae a plomo chorreando llamas inclementes sobre las aceras, los árboles, el agrietado gris de los toldos del hostal, sobre la chapa metálica de la perrera municipal… Las palomas sofocadas del parque no tienen agua. Ni un alma por la calle.

Un albañil da de comer a su hormigonera, tres capazos de arena y uno de cemento. Lleva atado a su cabeza un pañuelo empapado de sudor con cuatro nudos que le caen como clavos sobre las sienes. Amasa carretones de hormigón como un autómata para levantar el estrado sobre el que dentro dos meses un alcalde con pajarita, banda y bastón inaugurará el pabellón de la música de la ciudad. Y si este peón resiste es gracias a los cuatro litros de agua que junto con un bocadillo de anchoas y un huevo duro trajo en la fresquera. El torso desnudo, sus antebrazos de acero. Aceitosa su piel tiene el mismo ardor de fuego que el sol. Luego, a la noche, la luna le dejará ver en sueños, allá en el barrio pobre de Nowa Huta, a su hijo enfermo. El niño quedó en su Cracovia natal al cuidado de la madre. Viven del dinero que Vania les manda todos los meses.

Al rumano hace una hora lo han tenido que ingresar deshidratado en el hospital. Los sindicatos negocian jornada intensiva para los meses de julio y agosto. El jefe de la patronal no cede:
Siempre fue así. Siempre se trabajó de sol a sol. No me vengan ahora con esta jodienda de la deshidratación de maricas de tres al cuarto. Una golondrina no hace verano. Y si al tal Vania el calor le ha parado el corazón, ¿por qué no le reclaman al sol su indemnización? ¡No querrán ustedes explosionar las pirámides de Egipto porque un sillar dejara cojo al prisionero del pabellón 5d!
El alcalde, acompañado del director de la banda municipal, después de descorrer la cortinilla de la placa del pabellón de la música que da fe de la fecha y el nombre del corregidor, continúa con su perorata:
Aunque el sol escarpe miasmas encendidas sobre nuestras cabezas, nuestro ayuntamiento continuará construyendo cuantos pabellones de música sean necesarios para amainar las penas de sus ciudadanos.
Son las siete de la tarde. Estamos a mitad de julio. Un sol oblicuo y tozudo se ensaña sobre las caras de piel fina de aquellos que por obligación no han tenido más remedio que acudir al acto. De hecho, en este mismo momento, el alcalde instintivamente extiende la mano por su frente sudorosa. Y al instante, uno de sus acompañantes despliega diligente un paraguas sobre el ungido primer munícipe. Un alcalde cansino concluye su discurso:
Y para finalizar este cultural evento sólo me queda agradecer en nombre de nuestro pueblo la bendita muerte de todos aquellos que como Vania contribuyeron con sus vidas al embellecimiento de nuestra ciudad.
A esa misma hora, en el aeropuerto de Kraków Jana Pawła II desembarcan el cuerpo sin vida de Vania. Ni su esposa ni su hijo están allí. Hace tres meses la mujer se fue con otro hombre que le prometió salvar a su hijo enfermo. El chulo que puteó a esta mujer es el mismo patrón de la constructora del nuevo pabellón de la Música. El mundo es un pañuelo regado con el mismo sudor de los de siempre.

Nota final: El presidente de la patronal, el director de la banda de música y el alcalde son muy amigos. Todos los poderes del mundo se concentran en uno. Acabado el acto, los tres se dieron cita en la terraza del bar, frente al Ayuntamiento. Cómodamente yacen repantigados a la brisa de la tarde con un mojito entre sus manos. Un sol insolvente y lento desaparece cobarde entre las hojas tristes de las moreras de la Plaza.

viernes, 12 de abril de 2024

Un monje y una mujer


 

Esta mañana o ayer, o hace no sé cuántos siglos, le pasó aquello que fue tan grande y placentero que no cabe ni en su corazón ni en su recuerdo. Sabe que le produjo un gozo infinito, parecido al que siente cada día al levantarse después de haber dormido plácidamente. 

Fue tan agradable lo acaecido que no recuerda el motivo, pero el placer aún lo lleva consigo. Lleva este placer en su alma como aquel monje que ayudó a una bella mujer a cruzar el río. Después mil quinientos años transcurridos tras aquella agradable y fortuita circunstancia, el fraile todavía lleva en sus brazos el cuerpo de aquella hermosa muchacha de la que, a día de hoy, aun no recordando cómo empezó todo, no se ha separado de ella ni un segundo.

miércoles, 10 de abril de 2024

El sádico de Grimm


 
Cuando leía tenía la virtud de reproducirse, de remplazarse por otras personas, animales, y... hasta mimetizarse en cosas distintas, (pero apetecibles), a su propia esencia, valores y creencias. Y más a gusto se encontraba ella con sus lecturas que con su vida misma. Las páginas de sus libros fueron siempre como ese espejo mágico en el que se reproducían y proyectaban todas sus ilusiones. Y en ellas la mujer libraba sus fracasos y contradicciones.

Cuando dejaba de leer se deshinchaba como un globo al que se le sale el aire. Y acababa derrotada por el suelo como birlocha sin alas, como esas sucias hojas arrojadas al contenedor de la basura. Dejaba de ser una flor, el sol o la luna, para convertirse en una ventana cerrada al paisaje, al aroma de los campos, tapiada a la dulce brisa de espigas y amapolas.

Y de nuevo regresaba rápida a sus lecturas para desatar esperanzada el nudo de su conyugal prisión, y verse así convertida en la propia Cenicienta de Jacob Grimm, rescatada por su apuesto príncipe libertador. Sus lecturas eran su añorada existencia, en ellas se adentraba libre a su conciencia.

Hasta que un día el carcelero real de su marido verdadero descubrió que su esposa se la pegaba con los protagonistas de sus novelas. Y cual celoso gavilán, el maldito hijastro de su esposo le sacó los ojos, dejándola ciega y analfabeta para el resto de sus días.

viernes, 15 de marzo de 2024

Los sueños que no tengo



Hoy me duelen los sueños que no tengo. De pequeño soñaba. Mis sueños eran felices.

La cabeza contrahecha y apepinada de Pepe el Chichones, entraba por la ventana de una noche iluminada, y no conseguía asustarme; al contrario, su presencia onírica y extravagante me hacía compañía. Yo bien sabía que al día siguiente el sueño me mostraría su bondad. Veía yo al propio Chichones por la senda del malecón hacia el barrio de Los Llantos. Silbaba pedaleando su viejo triciclo cargado de cartones y viejos cachivaches. Nunca parecía tener frío este hombre. Iba siempre sin camisa. Su cabeza era grande como su pescuezo, parecido al cuello de las tortugas gigantes de Las Galápagos. Y a pesar de que mis amigos me advertían que huyera de aquel hombre por su aspecto feo y harapiento, siempre lo veía como la persona más tierna del mundo. Nunca vi yo en su deforme imbecilidad nada malo, nada extraño.

Incluso la noche en que, (también en sueños), me amenazó con no visitarme más, si no le entregaba mi juguete preferido, aquel aro de alambre con el que yo rulaba mi soledad por las calles de mis miedos, miedo alguno tuve. Se lo di. Confiaba que el Chichones le daría su uso merecido. Tal vez se lo entregaría al hijo de la mujer del Farsante, aquella pobre mujer cargada de hijos que vivía a las afueras del pueblo.

Luego ya de mayor y despierto, conocí de nuevo al Chichones. Una tarde, el Chichones de mis sueños de niño acertó a pasar en persona por la puerta de casa. A pesar de haber transcurrido ya dos décadas de aquellos iluminados sueños que de niño mantuve con él, su figura y costumbres en nada habían cambiado. Seguía recogiendo hierros viejos y embalajes de madera por los talleres, las tiendas de electrodomésticos, las ferreterías del barrio. En la calle Obispo Barroso de ese mismo barrio mi mujer y yo montamos una pequeña zapatería. Me casé con la Francisca, la hija de la costurera de la esquina.

Los sueños tienen la virtud o la desgracia de traspasar las barreras del tiempo hasta fundir el pasado con el presente en un solo punto; y a la vez ese mismo punto expandirlo o desintegrarlo en un mundo estelar de instantes eternos. La tarde que volví a ver al Chichones, casualmente yo estaba en la puerta enredado, reprendiendo duramente a mi hijo por haber faltado aquella mañana a la escuela. Y de pronto me vi agarrado de la pechera por las homínidas manos del Chichones. El estruendo de su voz perforó mi corazón:
Si eres hombre sigue maltratando a ese niño y te esclafo la cabeza con la horma de tus zapatos.
Yo me defendí:
¡Es que soy su padre!
El Chichones soltándome, me apostilló de malas maneras:
Un bestia, eso es lo que tú eres, más bestia que yo.
Antes, de niño, no me dolían mis sueños. Ahora, de mayor, me duelen los sueños que no tengo.

jueves, 29 de febrero de 2024

Anatomía de un cuento triste



Armar el cuento acerca de un niño que no se siente querido por su madre. Esta madre debe ocuparse a tiempo completo de su otra hija parapléjica.

El pequeño, al sentirse solo y abandonado, intenta recuperar el amor de su madre.

El niño, algunas tardes, mientras su madre se afana en las tareas de la casa, saca en la silla de ruedas durante dos horas a su hermana al jardín que cae justo enfrente del edificio, un cuarto piso (?) donde vive la familia.

En el cuento nada se dirá del padre. Pero su ausencia debe ser notada por el lector, así como sentida por el niño que, además de solo y sin amigos, se siente inseguro, perdido y sin referencia paternal alguna. Dejar constancia en el cuento de las consecuencias drásticas de lo invisible (de lo que no se cuenta).

El niño, a quien podríamos llamar Amaro por su significación etimológica con la tristeza y la amargura, no ha visto la película de animación, Robot Dreams, pero se siente igual de triste que el perro Dog que, al no tener nadie con quien jugar, construye para sí un robot-amigo para compensar su triste soledad. El robot de nuestro niño Amaro podría ser la objetivada silla de ruedas de la hermana paralítica.

El sentirse Amaro rechazado por su madre de quien depende es caldo para un guiso amargo, un desenlace trágico difícil de digerir. El pequeño piensa que la madre y él, los dos están apenados por la carga de la hermana. Amaro se siente desquiciado doblemente. El dolor de la madre también es suyo. La hermana es el obstáculo que se interpone entre ambos. 

Se trata pues de inventarse una fechoría para acabar con tal incordio. Los movimientos compulsivos, los tics interminables de la hermana inválida que sacude sin parar la cabeza para los lados como el péndulo de un reloj desequilibrado, desquician al hermano. Los brazos desarbolados de la hija al aire como veletas ante un huracán, su saliva babeante, agrietan el corazón de la madre. Amaro no sabe si odia o adora a su hermana. Se agarra a su silla al igual que Dog a su robot.

El niño ayuda a la madre en el cuidado de la hermana. Su responsabilidad es más grande que su edad. Y en su cabeza se posa un pájaro puesto siempre a tiro. Piensa en un accidente fortuito cuyo autor sea el disparo del destino.

Una tarde, como de costumbre, Amaro pasea a su hermana por el parque. Un patinete eléctrico choca de frente con la silla de ruedas tras la cual el hermano lleva a su hermana. La hermana sale despedida, y su cabeza viene a esclafarse contra el poste de un semáforo en ámbar. Nunca sabremos si el hermano se alegró de que su hermana muriese de forma tan inesperada.

El lector al finalizar el cuento no ha de saber quién ha sido el autor material de la muerte de la parapléjica. Tampoco la voluntad de Amaro puso de su parte para que no ocurriese tal accidente. Nadie ha de saber nada de los motivos causales de tan funesto desenlace. El destino a veces se toma la justicia por su mano.

Al final del cuento el hijo no ve en los ojos de lágrimas de la madre acusación alguna contra él. El dolor de la madre es tan grande que ocupa todo su ser. No tiene tiempo ni lugar para otra cosa que no sea llorar la muerte de su hija. 

Amaro, como en la película de Pablo Berger, tampoco recuperará el amor de su madre. Sigue sintiéndose solo y desamparado. Un robot nunca es la solución. Tarde o temprano termina oxidado junto a las aguas de una playa olvidada.