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lunes, 27 de octubre de 2025

Malos humos



Deslumbrada la niña por el emblema, el escudo de la estrella circular de un mercedes negro aparcado en la puerta de su casa, con sus dulces dedos repasa el logotipo plateado y reluciente del automóvil. Pasa su mano con cuidado, acaricia la hermosura de su belleza estelar. La niña, a sus pocos años, sabe que no debe arrebatar al coche su marca. Sólo se goza y entretiene palpando suavemente, con elegancia, el escudo de plata adherido sobre el negro diamantino de la chapa esmaltada. El vehículo agasajado se siente por la consideración de la pequeña.

Basta que uno se apropie de una flor, cortándola del jardín donde se encuentra, para que comience a palidecer de tristeza por ser destronada de su nativo pedestal. Pero tampoco está bien, ni sería justo pasar del reclamo del perfume y color de una esbelta rosa blanca de tres pétalos en punta que generosa nos saluda deseándonos los buenos días. Sería un desprecio a su prodigalidad natural. La niña es respetuosa con el principio que rige el subconsciente de la bondad natural que anida en el corazón de todo ser humano. Las cosas dejarían de ser si le arrebatáramos su distintivo identitario. Y el coche, no sería lo que es, sin la estrella comercial que lo distingue y define como tal.

Pero, ¡oh sorpresa! En el momento que la niña complaciente palpa con su mano sedosa la estrella del logotipo del mercedes, el motor del coche se pone en marcha. La niña asustada da un paso atrás, hasta el punto de casi caer al suelo. El abuelo está con ella, la coge, la consuela y la abraza: No pasa nada, mi niña. 

Y mucho que decir de los malos humos del recelosos y altivo dueño del mercedes, que amparado y oculto tras los cristales ahumados del coche, quiso amedrantar a la inocente niña.

sábado, 27 de septiembre de 2025

A Felipe no le gustan los cuentos



...el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos...
(León Felipe)


A Felipe no le gustan los cuentos. El niño nervioso da vueltas en la cama. Para que confiado el hijo atraviese los terrores de la noche su madre cuenta al niño los mejores cuentos que ella recuerda. Cuando la madre calla, el hijo por fin se duerme. La madre piensa que el niño coge el sueño gracias a la caricia de sus cuentos infantiles.

Un día la madre se puso enferma y, al llegar la noche, no pudo contar al hijo ningún cuento. Y el hijo, antes de irse a dormir, fue a la cama de la madre y le contó a la madre la siguiente historia: 

En un país no muy lejano la mamá de un niño se encontraba muy mal, un dolor muy fuerte le atravesaba el corazón. Su hijo se puso muy triste, tan triste que sus lágrimas inundaron de pena la casa, y todo lo que en ella había: El bordado de las sábanas, el gato, el retrato de boda de sus padres, el crucifijo clavado en la pared desnuda, hasta las hojas del poto del macetero de la escalera se pusieron a llorar a raudales como ánimas del purgatorio. 

La madre al oír que el cuento que le contaba el hijo no era un cuento, sino lo que en realidad le estaba pasando a ella, abrió los ojos, y al instante se puso buena.

Los cuentos nos llevan a la región de las sombras, hacen que cerremos nuestros ojos a la luz. Y al niño aquel, al relacionar cuento y noche, terror y oscuridad, nunca le gustaron los cuentos.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Primer día del cole


Desde el carril de los cipreses te desplazaste a la Plaza del Moro Almanzor para acompañar a tu nieta en su primer día del cole. Tenías que recoger a la pequeña a las nueve menos veinte en la casa de su padre. El camino de ida al cole es silencioso y pausado. De otras veces ya tenías calculado el tiempo: doscientos cuarenta y tres pasos a ritmo lento, hasta llegar por fin al aula, la casitazul de cinco años. Aquella mañana, los pies perezosos de la pequeña parecían dos apisonadoras de plomo, un condenado a las puertas mismas del corredor. El trayecto se alargaba como la tira de un espagueti interminable que nunca acaba de ser absorbido por una boca inapetente. La distancia se hizo eterna, como aquella otra tarde de un domingo que, por lentos y tardones, os quedasteis sin entradas para ver El rey León.

Una piedra en el camino os impidió cumplir con vuestro horario programado. El tiempo transcurrió sin apenas daros cuenta. El sol, hacía ya más de media hora que esperaba detenido en el último peldaño del monolito de Rivas. Los rayos enfadados de Apolo se reflejaban sobre vuestros rostros advirtiéndoos que llegaríais tarde al colegio.

No te importó el que la maestra, al pasar lista, señalara la casilla del nombre de tu nieta con una equis roja por faltar a clase. Pues mucho más, que lo que la maestra pudiera enseñar a tu nieta ese día, aprendió la niña de aquella piedra que le salió al camino. El camino de zahorra hacía poco que había renovado su firme por una máquina apisonadora. A sus bordes, una hilera de guijarros festoneaba cual friso rectangular el sendero, y escoltaba vuestro andar como quien hace el pasillo a los campeones de la champions league. Tu llevabas en una mano la cartera de tu nieta, y con la otra cogías su mano metida en el bolsillo caliente de tu abrigo. A esa hora de la mañana, al ser invierno, los romeros de los parterres vestían perlas de escarcha blanca. Los pájaros se desperezaban remolones en sus nidos, y el sol, aunque hacía ya una hora que había salido, miraba sin desplegar sus párpados dorados la tristeza de los andares de tu nieta. La senda del Amor, así la llaman porque su nombre los vecinos se lo pusieron en primavera. Los cipreses, al estar el camino en una hondonada, dan cobijo al trayecto que va desde la olla de un grupo de casas apartadas del pueblo, veinte minutos escasos, hasta llegar al cole. Los árboles flanquean la senda por sus dos lados batiendo con sus ramas vuestros pasos. Desde lo alto, un par de sierras asomadas por el norte, y en diciembre encopetadas de nieve, lucen sus crestas onduladas, dos boinas blancas. Y lo que en agosto es un regalo de sombras, frescura y compañía, en invierno, como ahora, que tú y tu nieta os dirigís al colegio, parece un calvario. Ella, como un muñeco de nieve con su bufanda con tres vueltas al cuello y sus botas katiuskas, y tú con el gabán y tu gorra, muy orgulloso como si fueses el mismísimo Arturo, rey de Camelot.

Ibais despacio como si quisierais que el calor de la tierra comprimida calentara vuestros pies fríos. Y de pronto tu nieta sacó la mano de tu bolsillo, y salió disparada hacia un lado del camino. Una piedra desde la montaña huía de la nieve, y cayó cerca de la pequeña. La piedra no había sido sido arrojada por fuerza bruta alguna. Os salió al paso respetuosa, sin intención de haceros daño. Tu nieta, al ver la piedra en el suelo, fue a su encuentro, se sintió plenamente identificada con ella, se agachó confiada, cogió cariñosa la piedra como si fuese un gorrión herido que al caer desde la montaña se hubiese roto una pata. Pobrecita piedra mía, ¿te has hecho daño? ¿Dime, dónde vas? ¿Quién eres? -le dijo la nieta compasiva. Luego la piedra se sinceraría con la niña. Le contó que antiguamente tuvo los ojos abiertos porque el calor y el fuego de la naturaleza bombeaban su cuerpo. Pero un terremoto, un volcán, y luego un glaciar la dejarían ciega, se petrificó, y tanto tiempo estuvo quieta que se le olvidó el habla, sus latidos se pararon, pero que ahora milagrosamente, al notar el calor de las caricias de los dedos de la niña, dijo la piedra a mi nieta: me siento viva. Y con sumo cuidado la nieta cogió la piedra y la guardó en su cartera como si fuera su propio corazón. 

Luego tú, persona adulta y responsable, le dijiste a la niña y a la piedra: Prosigamos nuestro camino, que aún podemos llegar a tiempo a la escuela, antes que el conserje nos cierre las puertas de hierro del recinto. Tu nieta, a pesar de su corta edad, alzó sus ojos verdes a los tuyos ceñudos y autoritarios: ¿Abuelo, y tú te crees que la piedra en su actual estado lastimero...? No creo que a la piedra le agrade ir al colegio para verse allí rodeada de niños que no conoce. Tú te quedaste callado sin atreverte a replicar a tu nieta. Y en tu interior no sabías si todo lo sucedido había ocurrido de verdad, o había sido una invención de tu nieta para no ir a la escuela.

lunes, 4 de agosto de 2025

Los cuentos no son mentira



El lugar donde vivo no tiene rótulo, ni calle. Y no porque no haya nombres que le vendría de perlas. Orgullosa se pondría la palabra escogida: poder compaginar con sus letras sitio tan agradable. Llevo tiempo pensando qué título poner a esta tahúya en la que me instalé tras mi jubilación. Pero siempre me contuve. Poner nombre a algo es como delimitar su esencia, perimetrar, acortar su significado. Las palabras, y más si son escritas, ahogan la esencia, encorsetan el todo que quieren decirnos. Las circunscribimos, las sometemos de por vida a estar inscritas, enterradas en el caballón de una sola línea. Basta que llamemos a la fragancia, jazmín, para que su perfume sea otro, y no el de esta flor aromática.

Ayer hablando con mi nieta le decía que los cuentos están llenos de palabras, que no son del todo verdad, son relatos que se escribieron para ayudarnos a entender la vida, encontrar cuál debe ser nuestro camino y dar con los nobles pasos que encaucen nuestro comportamiento. Cuando seas mayor comprobarás, niña, que ningún beso de príncipe azul podrá resucitar a Blancanieves. Los cuentos son como parábolas, enseñanzas, conocimiento. Esto es lo que yo quise decir a mi nieta, pero me callé, me contuve por no saber estar a su altura, o por no defraudar sus sentimientos o futuros deseos. El amor es capaz de casi todo, pero... ¡salvarnos de la muerte!, eso es otra cosa que yo no sé, ni alcanzo. Y ella, como adivinando lo que yo no dije, añadió enseguida: Abuelo, los cuentos no son mentiras, son invenciones reales, son emociones que a mí me encantan. 

Mi nieta terca, utópica y patafísica, no quería apearse del burro de sus fantasías. Yo la paré en seco: A ver, niña, que no quiero que se me escape esta palabra tan bonita que has dicho. A partir de hoy, este trozo de huerta en el que vivimos, lo llamaremos "emociones".

martes, 8 de julio de 2025

Virgilio y Dante encariñados


El marido, antes de abandonar su casa, a los pies de la estatuilla del recibidor dejó una nota a su mujer: Yo nací libre; y para vivir libre me largo a la soledad de mis campos. Ella buscaría luego a su marido por todas partes: en la espesura de los cipreses de la valla, en las palmas de las manos de la higuera, entre los pliegues del suave verde del alba, en la partitura de los cables de la luz bajo la batuta de una pareja de tórtolas encariñadas, en la crin de los caballos rizados de un mar blanco-cálido. La buscó también en los dorados del trigo de La Mancha, entre el amarillo al atardecer de los soles de Van Gogh.

La mujer despechada bebía a todas horas el cáliz de su pasión amarga: su querido Dante. La ausencia de su amor fugado la llevó día y noche a buscar hasta debajo de las piedras. El amor nos mueve, le dijo el marido el día que en el palacio arqueológico de la calle Serrano se prometieron ante la estatuilla de Reshef, el dios fenicio que bendijo su casamiento. La mujer estuvo hasta la madrugada por los bares del puerto, buscando en los rostros de cualquier pescador furtivo la cara de su vientre, de su Dante, de su pensamiento, corazón y guía.

Ya levantado el día llegó rendida a casa. La fatiga, el dolor y la malquerencia la dejaron privada de su lucidez acostumbrada. Y al pasar por delante del espejo del recibidor vio en el cristal el rostro proyectado de su Alighieri querido. La mujer volvió atrás su mirada para tratar de averiguar si aquella bella cara que desde el brillo cristalino le miraba fijamente se correspondía con la de su marido. Nadie que pasa por un cristal se deja su imagen allí olvidada.

Y, ¡Oh su sorpresa! Allí mismo en el rincón del pasillo, en la puerta misma de Los Infiernos, encontró la mujer a su marido y al poeta Virgilio, los dos acaramelados.

martes, 1 de julio de 2025

La casa de los nueve pisos



Tendría que preguntárselo a Fréderic, aquel amigo del instituto que quiso aventajar a Freud a la hora de descifrar los sueños de quienes acudíamos a él para que desentrañara las ensoñaciones de unos alucinados muchachos en busca de un mejor futuro. Pero es imposible. A Fréderic lo perdí de vista en mi juventud, se le atragantó un sueño en plena noche, y del susto no logró despertarse, por lo que me vi privado del lujo de entender lo que mi cabeza sueña desde entonces. Aunque por desgracia o por ventura, hoy no necesito su ayuda, puesto que lo que soñé anoche no responde a un sueño sino a lo que realmente me sucedió a la mañana siguiente.

Antes, los sueños se me adherían al alma con esos claros colores del alba, preñados de rocío y esperanza. Hoy los sueños rara vez me visitan; y si lo hacen, como el de la casa de los nueve pisos, me vienen envueltos con la arpillera mojada de la realidad que me horroriza y detesto.

Habité yo anoche en el sueño de un tiempo etéreo e indefinido, sin saber ni mi edad, ni mi estado, ni mi oficio, así como sin reconocer tampoco que el lugar donde se desarrollaba el sueño era la casa de los nueve pisos, mi propia casa. De repente, desde la última planta del edificio, (miento, aún más arriba), desde aquel trastero de la azotea con forma de destartalada giraldilla, cercada toda ella por una verja circular de barrotes de hierro, salían a borbotones voces de espanto y angustia. Desde lo más alto, el tragaluz absorbía la luminosidad del exterior, para a su vez proyectar su claridad, ya muy mermada, a todos los que a diario subíamos por las escaleras de aquella casa que para colmo carecía de ascensor. Aquella especie de claraboya se divisaba desde cualquier rincón donde uno estuviera, incluso más allá del río, que cruzaba la ciudad cual sigilosa culebra en busca de los huevos de los patos negros que anidaban entre las rocas de la orilla del malecón a su paso por el colegio de los Hermanos Maristas. La claraboya miraba a todas horas con recelo y vértigo, allá abajo el empedrado de Burruezo, el callejón que bordeaba nuestro edificio. El clamor de las voces ¡por favor, si hay alguien por ahí abajo que suba, me he quedado encerrada en el altillo de la azotea! no cesaban. Como buen hijo de vecino me dispuse a prestar socorro a quien con tanta urgencia suplicaba ser rescatada. Incluso más celeridad impuse a mis pies al trote al distinguir que las voces procedían de una chica, que me pareció ser la de la hija de doña dentista, la que tenía su clínica en el entresuelo. La llamada de auxilio también la oyó Julián, el portero de la finca, un señor rechoncho y perezoso, que bostezaba nada más cualquier vecino solicitaba su ayuda. Este hombre era incólume y eterno como las estatuas, siempre apoltronado en el sillón verde de su garito. Ya estaba allí cuando mis padres recién casados se vinieron a vivir a la Segunda Planta. Puerta B. El portero se levantaba de su sitial de cuero de once a una de la mañana, como los notarios, para dar fe con su abultada presencia, que contra las irreparables incidencias y averías reclamadas, nada se podía hacer. Y con el aplomo consustancial que le dotaba su solemne gordura sentenciaba: Llamen ustedes a la compañía aseguradora del inmueble. Pero no así procedía ante cualquier joven criada; pues sin ésta abrir la boca, allí estaba diligente, Julián el portero, para ayudarla a subir el carro de la compra los dos escalones escasos de la entrada del edificio. Julián, al escuchar los alaridos de socorro y saber también que pertenecían a la señorita Cora, se dispuso a subir detrás de mí (con la parsimonia propia que sus carnes abultadas se lo permitían), hacia el último tramo de la escalera de donde venían las incesantes y apenadas llamadas de socorro. Conforme íbamos escalando la inacabable cima de la montaña de aquel austero caserón revestido de ladrillo visto, las voces de la supuesta muchacha se oían más débiles. Cuando lo suyo debería ser lo contrario: cuanto más cerca, más angustiosas y plañideras deberíamos escucharlas.

De saber que las voces desconsoladoras no pertenecían a la señorita Cora, tal vez ni el portero ni yo nos hubiésemos molestado en acudir a su demanda con tanta presura. ¿Y si aquellas voces pertenecían a otro inquilino, o tal vez a algún chiquillo atrevido o despistado que se hubiera colado al edificio para presumir ante sus colegas que había estado en lo más alto de la terrible casa de los nueve pisos? Las voces poco a poco dejaron de resonar en nuestros oídos. No me explico cómo Julián pudo adelantarme. Le bastaron cuatro zancadas para abalanzarse hasta la misma verja de barrotes que rodeaban la giraldilla, ese tragaluz que desde el cielo proyectaba por el hueco de la empinada escalera su claridad cada vez más oscurecida sobre nuestros cuerpos expectantes, cuando escuché maldecir al portero Julián: ¡Diablos qué ha pasado aquí! Uno de los barrotes de la verja había sido doblado y ensanchado de manera que alguien pudo entrar en el interior de la celdilla del tragaluz que corona las nueve plantas del edificio más alto de la ciudad. Julián, a pesar de su grosura pudo acceder a su interior. Y de nuevo, más fuerte que nunca, volví a escuchar los mismos aullidos de antes, pero ahora los ecos sonaban sarcásticos, provocadores. Nuestro temor se convirtió en pánico, y el pánico en embestida. Julián pudo hacerse con aquella persona, si es que aquello era persona, y no una figuración mía. Vi al portero enloquecido de rabia. Cogió aquel pingajo de los sobacos y antes de arrojar su cuerpo al precipicio del callejón Burruezo: exclamó: ¿por qué, diantres, nos has engañado? Yo, estando en el interior del edificio, no pude ver si el cuerpo de Cora o lo que aquello fuera, era la hija de la dentista del entresuelo. Bajé a todo trapo las escaleras, entré en mi casa, el Segundo B, y no quise saber nada de lo ocurrido. Luego me desperté. Me sentí como un pingajo, un cobarde por no haber sido capaz de defenderme de un sueño que tal vez pudo ser realidad.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Mujer guitarra


El hombre:
Tú ya no eres la mujer de la que me enamoré cuando nos declaramos en la isla de La Armonía, junto al árbol que le robaba al cielo su deliciosa música. La sombra del tilo nos colmó de luces, besos y poemas. Comimos de su fruta, bebimos de su aroma, fuimos como dioses, acordes de una sola nota, en su copa sostenida, libre calderón eterno. ¿Qué es lo que te pasa, esposa, para estar ahora tan descontenta, sentirte por dentro sorda, y muda por fuera a solas? Rasgueo tus cuerdas, pulso tus trastes, y no escucho salir de tu boca aquellos trinos cadenciosos de aquel nuestro marital enlace.
La mujer:
La torre de marfil, que durante un tiempo mantuvo tu mano-estrella idealizada sobre la caja de mi corazón, se ha desmoronado. Es lo que yo siento ahora. Simplemente se han acabado mis besos. El sol, que cada día veía amanecer en tus labios jugosos, ya no resuena en mi caja oscura. Y aquella hoguera, siempre encendida de mis deseos, son ahora cenizas calladas, batidas por la riada de un amor muy mal llevado.
El hombre, al sentirse destronado de la cúspide donde la mujer lo había coronado cuando se prendó de su vibrar, sonido y forma, queda hecho un trapo, desilusionado. El hombre se repudia, siente asco de sí mismo. Nació para ser tenido en cuenta, para ser astro, no para ser rechazado. Y sólo atina a decir a la mujer malhumorada: Sigo siendo la misma persona, el mismo hombre. Nuestro desencuentro no tiene razón de ser. Yo sigo estando ilusionado. Te pido perdón. Si no supe... El hombre miente sin saberlo, sin ser consciente. Se confiesa y se arrepiente, sólo para sacar partido de su victimación aparente.

El hombre-razón se enzarza ahora explicando a la mujer la diferencia entre desilusión y desencanto, por ver si así sus desavenencias desaparecieran:
Tanto la desilusión y el desencanto tienen en común el prefijo “des”, colorante que enfanga de alquitrán el dulce y suave blanco de estas dos palabras. El desencanto comporta una acción circular que sale y termina en la misma persona. La desilusión nace de otra persona ajena a nosotros a la que a su vez hacemos responsable de la pérdida de nuestra admiración. ¿Y si fuésemos capaces los dos de deshacernos al unísono de esa partícula “des” que tanto daño nos hace?
La mujer-sentimiento interviene ahora:
¡Y qué más dará ilusión que desilusión, encanto o desencanto! Te escondes en tu maniática retórica, en tu argumental semántica para no enfrentarte a tu derrota, para no admitir que nuestro amor ya no tiene vuelta de hoja, ni vibra ni suena, ni canta.
No es menester abundar más en esta discusión de la mujer y el hombre, que duró hasta la hora del sueño. El hombre orgulloso e hipócritamente generoso se acostó en el sofá. La mujer, no tuvo otra opción: se fue a donde siempre, a la cocina a preparar al hombre la fiambrera para el día siguiente. La mujer, mientras pela patatas y pone a freír sus sentimientos en la sartén, se pregunta, no sabe si le iría mejor vivir engañada con la idea de tener un hombre súper-estrella, o dejarlo y buscar por el firmamento otra estrella que su luz sea más clara.

El hombre trabajaba como envasador de latas de berberechos en una fábrica de ultramarinos muy cerca de donde la pareja vivía. Quinientos metros escasos de la Lonja de un puerto cualquiera. Nada más llegar a casa se desprendía del salobre y del monótono martilleo de la máquina cerradora y se entretenía fantaseando coplas con la guitarra. Esa tarde no pudo ser. El hombre se encontró la guitarra descuartizada y rota encima de la cama.

martes, 25 de marzo de 2025

Mi querido erizo



Aquel día tú no debías estar para nadie. Ser sólo para mí. No te encontré en la jaula de colores. Salí perdido a tu encuentro. Nada más levantarme, crucé la calle, atravesé la Plaza Vieja camino del río. Había días que me pasaba tres pueblos, subía montañas, cruzaba puentes y aduanas y, sin ni siquiera dar un paso, esperaba que con sólo extender el brazo, mi mano y la tuya, mi gana y tus labios, se fundirían en un beso. Mi obsesión era dar contigo. Estar los dos a solas. ¿Tan difícil es que el agua y la sed se encuentren en un mismo vaso? Los dos beberíamos hasta hartarnos, como se sacia el río del mar cuando desemboca en el estuario. ¡Me costaba tanto dar contigo estando tan cerca! ¿Quién diría que habiendo nacido pegados el uno al otro acabaríamos estorbándonos como el gato y el perro. Yo maullando tu amor. Tú mordiendo mi odio. Por eso me costaba tanto dar contigo, mi querido erizo. Quedé desolado como quien pierde su anillo de boda. En ese anillo de boda llevaba yo grabado en oro un erizo blanco con espinas suaves de color crema. Hubiese llorado lo mismo, si en lugar de ser tú mi alma gemela, un erizo blanco, hubieses sido el perro verde del loco de la colina. Para el caso era lo mismo estar loco por un perro feo que por un erizo por muy guapo o blanco que tú fueras.

Pasé cerca de un coto. Pregunté atrevido a tres cazadores, que junto a unas brasas asaban cuatro sardinas para su almuerzo. Les dije si habían visto un erizo desorientado. El desorientado es usted -me contestó con tino y descortés el primer cazador, el que parecía más listo por su cara de lelo, al tiempo que relamía con fruición exagerada la raspa de un arenque chamuscado. ¿Acaso no sabes, muchacho, que está prohibido caminar por este coto propiedad del marqués de los siete mundos reconquistados? Y al comprobar el segundo cazador, (el que estaba sentado sobre la piedra más alta), en mi cara compungida mi gesto dividido por haber perdido la costilla de mi erizo, se dirigió a mí más amable que el primero, como si hubiese cazado en ese momento un jabalí de renombre con apellido y con mote incluido: Si al menos usted nos mostrara una fotografía de su erizo perdido, tal vez podríamos ayudarle. Yo le repondí que no era menester, que con mirarme bien le bastaría, que los dos éramos idénticos, y que, según mi modesto parecer, todos los erizos éramos iguales, ariscos por fuera y muy tiernos por dentro. ¡Quía, -intervino el tercer y último de los cazadores, el de la pelliza con solapas de piel de borrego, el que parecía más lelo por su cara de listo-, míreme usted bien, yo también soy un erizo. Y entre nosotros los erizos nadie es igual a otro, porque todos somos lo mismo. ¿Sabe usted por qué no se diferencia en nada un jabalí de otro? Porque no conocemos bien a estos animales. Lo mismo pasa con los gavilanes. Y señalando con un fuerte manotazo en el pecho al primero de los cazadores que zampándose estaba las cinco sardinas que quedaban, añadió: ¿Acaso sabría usted distinguir al gavilán del marqués de los siete mundos, de este otro gavilán que, mientras aquí charramos perdiendo el tiempo por un erizo, a lo tonto tonto nos está birlando el almuerzo?

lunes, 17 de febrero de 2025

Baja definitiva


Cuando conocí al don Cremades de ayer, hoy dueño y señor de una de las cadenas alimentarias más prósperas del país, yo era un crío con boceras. Íbamos a la escuela juntos. Si en aquellos años me hubieran preguntado si yo daba un real por el futuro de este muchacho, me hubiese echado a reír. Nadie apostaría por un zagal que llevaba gafas con cristales de culo de vaso, de andar patizambo, y casi siempre con los faldones de su camisa por fuera. Tampoco es que yo sobresaliera mucho, pues vestía los pantalones remendados con culeras que a mi hermano mayor ya no le venían.

El primer día de curso, el maestro nos colocaba en el aula según fuera nuestro apellido, siguiendo el orden de las letras del abecedario. Cremadito, como se llamaba Ortega y yo Ortuño, cayó justo a mi lado. A media mañana, don Miguel nos mandaba abandonar los pupitres. Nos ponía de pie, de culo a la pared. Y todos en silencio expectante, frente al mefistólico maestro, que con el puntero de geografía, escopeta en mano, señalaba con la batuta a quien disparara la pregunta. Si éste no la sabía, respondía el siguiente, y si este tampoco, corría el turno hasta dar con aquel que respondiera correctamente. El acertante, acto seguido, ocupaba el puesto del primer compañero que había fallado la pregunta. Los primeros días de curso nuestro puesto en la fila variaba un montón. Era divertido vernos los unos a los otros corriendo de arriba abajo, de la cabeza a la cola, como barquichelas a la deriva en un mar de saberes náufragos e inciertos.

Al final del primer trimestre, las aguas se aquietaban, nuestros puestos eran ya casi inamovibles. El que era tonto, lo era para todo el curso, y me atrevería a decir, para toda su vida, por más supiera sacar la raíz cuadrada de ese número imposible de amordazar. Todo empezaba a resultar aburrido en un mundo de ideas fijas y prefabricadas. Hasta don Miguel se aburría, por lo que un día cambió de táctica, se innovó a sí mismo. Por experiencia don Miguel bien sabía que los niños más listos y empollones resultaban ser luego de mayores unos fracasados. Y lo mismo al contrario, que los alumnos más torpes, en el futuro llegaban ser empresarios muy adinerados. Con todo el maestro se arriesgó. Y nos dijo con voz dulzona como quien susurra a su mascota:
Atención, niños, mucha atención. Hoy no seré yo el que pregunte, será uno de vosotros. Por ejemplo, tú mismo Ortega, y señaló a Cremadito (que a la sazón llevaba ya varias semanas siendo el último de la fíla), pregúntame lo que quieras. Si no sé la respuesta, serás tú el que a partir de ese momento ocuparás mi puesto como maestro de esta escuela.
Lo que ocurrió entonces en clase casi no me acuerdo. Sólo de las risas y carcajadas tras la pregunta de Cremadito Ortega. Luego al día siguiente, el director del colegio nos presentó al maestro suplente. Nos dijo simplemente que don Miguel había pedido la baja definitiva.

miércoles, 15 de enero de 2025

Halitosis



El olfato, uno de los sentidos más fieles que mejor evocan y recrean una vivencia pasada, y que nos permite recuperarla, a pesar de los muchos años transcurridos. Nuestra vida es el rastreo tras el olor primigenio de nuestra virginidad, aquel perfume que un día perdimos en el recodo de nuestra infancia olvidada.
Los compañeros nos hemos pegado un buen hartazón de patatas con ajo, pimienta y clavo en el bar de la Ermita. La culminación del encofrado sobre el nuevo puente de El Paraje bien se lo merecía. Regreso a casa. Una liebre se me cruza espantada. Freno. El pobre leporino queda completamente despanzurrado en medio de la carretera que va a Las Torres. Me temo lo peor. Un latigazo cervical.

El hospital queda a diez minutos. Llego a Urgencias como puedo, tieso, con la cabeza claveteada al cuerpo. Me hacen unas radiografías. El médico que me atiende tienta con sus dedos hipocráticos cada una de mis vértebras. Y noto, al pasar sus narices cercanas a mi cuello, una cierta repugnancia suya. Será por culpa del alioli. Me enyunta un collarín. Espere usted fuera, luego, a la vista de las pruebas, le informo...

La sala completamente abarrotada. Busco asiento. Todas las sillas están ocupadas. Allá al final encuentro un asiento. Y alabo mi astucia de encontrar un hueco libre. Enfrente de mí, un hombre tumbado duerme ajeno a su propia contaminación tóxica. Sus zapatos están en el suelo. No entiendo por qué las personas que apoyan sus espaldas cansinas sobre las paredes no se sentaron antes en el lugar que yo ahora ocupo. Miro a la gente dándoles las gracias por su deferencia. Y ellas a su vez me dirigen una sonrisa que en ese momento no entiendo.

Transcurre no más de medio minuto, y a estampidas me alzo del banco, espoleado como un resorte. Los nauseabundos vapores de los zapatos del hombre durmiente me catapultan como bola de fuego al rincón más alejado de la sala. Y es ahora cuando comprendo las risas socarronas de antes.

Alguien se queja al despacho de la atención al paciente por la fétida emanación que emponzoña el ambiente. El servicio de seguridad del hospital localiza al instante el epicentro del miasma. Llegan dos agentes, y obligan al hombre a calzarse. Uno de ellos le dice que debe abandonar el hospital.
- Soy un familiar de un enfermo y tengo derecho a estar aquí.
- Sí señor, pero los demás también tienen este mismo derecho.
El otro agente mientras tanto abre puertas y ventanas para que la peste se vaya. La gente empieza a respirar aliviada.

A nadie le molesta su propia sudoración. Convivimos con ella hasta el punto de convertirla en nuestra mejor seña de identidad. ¡Bien podríamos reutilizarla como código y algoritmo para abrir nuestras cuentas y portales!

Con estas reflexiones curaba yo mis vahídos y mórbidas inhalaciones, cuando los altavoces de la sala me llaman de nuevo a la consulta.

El médico me dice:
Lo del frenazo, nada. Lo que usted padece, señor encofrador, es una halitosis de caballo capaz de acabar con la guerra de Ucrania.



lunes, 25 de noviembre de 2024

Pálida llama



Si esta historia fuera un cuento empezaría Érase una vez en un país lejano, pero como lo que voy a contar responde a la más pura realidad, he de decir que allá en Cachemira, la provincia más alejada y pobre de los montes Urales vive Hud, un niño de apenas siete años, hijo del dueño de la herrería del pueblo.

No sé cuál es el nombre de pila de la madre. El pequeño Hud para llamarla, siempre lo hace con su cantarino acento, que a mí se me hace imposible de pronunciar. Debido a mi corto oído, escucho nombres que sólo entiendo por su aliento o por su aroma. Y por el resplandor que me llega de este nombre, yo diría que la madre se llama algo así como pálida llama. Y es que la mamá de Huito, desde que tuvo al niño, padece del hígado, y en su cara el brillo de la vida se muestra un tanto apagado. La mamá todas las mañanas embellece sus mejillas con polvos de papaya y esperanza.

Huito hoy cumple ocho años. Yo no sé si allá en la India acostumbran a celebrar los cumpleaños soplando las velas de una tarta. Pero aquel día en la casa del herrero del pueblo vemos a esta familia al completo sentada alrededor de un gran bizcocho de chocolate. Y en el momento que Huito se dispone a soplar las velas de la tarta, todos notan que la madre se desvanece. Huito también se da cuenta que la madre cual pálida llama se desmaya. Y es ahora cuando con mayor fuerza hincha sus mofletes de aire intentando encender el nombre de su madre. Y a mí me vienen a la cabeza esas velas que cuanto más intentas apagarlas, con mayor aliento y brío se encienden.

 

miércoles, 6 de noviembre de 2024

El salto de la novia


 

El bullicio -me dijiste- es mi lugar preferido.

La algarabía, el trasiego del mercado de los sábados, el tumulto del bar del Yerbero y la subasta de la lonja, el vocerío a muerte de una pelea de gallos, el olor a cuadra y a meados… incentivaban su pluma. Nunca, sino en medio del caos, las letras le dieron su mejor color y significado. Cuanto mayor ajetreo y estruendo a su alrededor, más calma y hondura reflejaban sus textos.

Ayer, domingo, se encamina al Azud de Ojós. Y en esa paz transparente, ambarina, en la soledad callada, desde un peñasco del que contempla extasiado las balsámicas parcelas de naranjos, intenta transportar en su cuaderno lo que dentro de si siente, lo que le dice el dulce sosiego, el mudo silencio de las aguas del Solvente, allá abajo en la angostura del río. Y así como antes, el fragor del ruido era la fuente de su inspiración, este embalse tranquilo trae ahora a sus ojos la sequía, la desesperación, el vacío literario. 

Y frustrado de rabia tira su estéril cuaderno al río. Y en ese instante, en el mismo lugar que el cuaderno descuartizado se deshace en el agua, una muchacha vestida de novia aparece flotando como una reina mora en el pantano. Y antes que el cuerpo de la muchacha sea engullido por las compuertas del embalse, el hombre sujeta a la joven de las sedas blancas de sus velos. Tiene en la boca un beso recien dado. Sus ojos embelesados, como si lo último que viera antes de morir fuese a su adonis predilecto. De una de sus muñecas de nácar pende un bolso de tela bordada del que asoma un papel como reclamo. Las palmas de sus manos abiertas en súplica. En el dedo anular lleva su anillo de prometida confesa. Tal vez en ese papel ensortijado esté el porqué de su infortunio afortunado. Aunque una vez muerta la novia ¡qué más da que ella misma se hubiese tirado al agua, o que un novio despechado la hubiese despeñado al río! La novia no era novia de ningún mancebo encelado. Y ella tampoco se quitó la vida, despechada. Simplemente era una joven que vivía más arriba, dedicada al pastoreo de una docena de cabras de las cuales vivía en libertad y en generosa entrega a la naturaleza de este hermoso Valle de Ricote. Cada tarde llevaba a su pequeño rebaño a abrevar a los márgenes del estanque. Las aguas calientes y removidas poco a poco se embelesaron del libre corazón de la muchacha pastora.

¡Vayamos a ver al amado! -les dijo aquella tarde a su ganado Las aguas incontenidas del estanque prendáronse, en fuego convertidas,  de la joven. Y el embalse abrazó de tal manera a la muchacha, que inundada de placer se fundió para siempre en la lumbre de sus aguas. Y según él mismo leyó en aquella esquela, la novia al saltar de aquel peñasco del Solvente gritó en oración contemplativa su deseo más ferviente: Más que de las estrellas y del cielo soy del agua esposa y compañera.

viernes, 18 de octubre de 2024

La tortuga de Ulises



Tengo sesenta y cuatro años. A punto estoy de jubilarme. Se me acaba el tiempo. En aquel tiempo trabajaba como como chófer de la embajada española en París. Aquella mañana tenía que llevar a la universidad de Vincennes Saint-Denis al asesor cultural. Un eminente matemático impartía allí la lección inaugural del curso académico. Le paradigme de la tortue. Basándose en la paradoja de la tortuga, el catedrático trataba de demostrar que la teoría de Zenón era un absurdo y que el tiempo sólo responde a una percepción errónea de nuestra mente.

A mí personalmente las tortugas me repelen. Son hurañas, esquivas. Prefiero la piel sedosa de cualquier mujer, que tocar el caparazón alcahueta de un galápago milenario. Aun así, en lugar de aburrirme en la cafetería del Campus esperando a que el señor agregado acabara con sus obligaciones representativas, preferí introducirme en el paraninfo, y matar el tiempo escuchando al profesor.

Nada más leer el nombre de Robert Dellui proyectado en el encerado de la sala, se avivó en mí el recuerdo de aquellos años de juventud, de revueltas y esperanzas. Debido a la coincidencia del apellido del conferenciante con el de aquella otra muchacha del mayo francés del 68, apellidada también Dellui, mi imaginación iba de aquí para allá, volaba, corría mucho más que los pies ligeros de Ulises. Mi relación con Blanche fue esporádica, pero íntimamente sustanciosa. Coincidíamos en huelgas, mítines y concentraciones. Obreros y estudiantes íbamos de la mano para acabar con aquel vetusto sistema opresor. Yo trabajaba como peón en la demolición de Les Halles, aquel viejo mercado que luego se convertiría en el famoso Centro Pompidou. Ella estudiaba Ciencias Sociales en la Sorbonne.

Ajeno a la aburrida perorata filosófica del señor Dellui, yo me entretenía en buscar parecidos de los gestos del orador con la imagen de aquella Blanche que había quedado escondida en los repliegues de mi cerebro. En una de aquellas movidas, se nos hizo muy tarde. Mi chambre de Belville quedaba lejos. Blanche insistió en que me quedara a dormir en el piso que compartía con unos amigos cerca de la Place del l’Odéon.

Robert Dellui, mientras tanto, se esforzaba por hacer entender a sus oyentes que no por mucho madrugar se amanece más temprano. O dicho de manera más científica, pero no por ello más inteligible, que el tiempo era un falso recurso inventado por los seres vivos para no perderse en los laberintos de la historia. El tiempo puede llegar a ser también un precioso tesoro rescatado del pasado. El tiempo de aquella venturosa noche parisina del que yo gocé, tras una de aquellas barricadas en las que el Barrio Latino amaneció lleno de escaparates rotos y vehículos en llamas, fue para mí la prueba más evidente de que mientras hay tiempo, tiempo hay para el amor. El amor es tiempo. Tiempo es lo que le faltó a Ulises para alcanzar a la tortuga de Zenón.

jueves, 10 de octubre de 2024

Somnolencia



Sentado en el banco de la tranquilidad solitaria al rescoldo de un sol plácido y evanescente.
Fatigado me dejo caer bajo la tentadora sombra de una parra generosa. La jornada entre podas y azadas no consiguió mitigar la bulimia de mis siglos atrasada. Frustrado tras un pelear inútil en busca de cosechas imposibles. Me quedo dormido.

Los lobos también soñamos, más aún cuando andamos malcomidos. Se nos nota en el balanceo nervioso de nuestro rabo mosqueante. Lo hacemos en blanco y negro, como aquel poeta maldito que, antes de dejarse engañar por el espejismo multicolor de una sociedad hobbesiana y consumista, prefirió morirse de hambre.

Hasta hoy yo nunca había soñado con gacelas de fácil caza y andar coqueto. Y mucho menos con una apetitosa bailarina en tecnicolor como ahora. Una sombrilla azul ondea su prestigiadora mano. Ante mi lasciva presencia la bailarina seductora extiende el cuello dorado de su plegada sombrilla hacia mi famélico pescuezo con la sabrosa intención de atraerme hacia sus senos voluptuosos.

A punto estoy de devorarla de una dentellada, cuando el repentino cambio de luces de un coche patrulla me despierta. Uno de los policías comenta: el pobre no tiene donde caerse muerto. Y yo suplico a los agentes entre mis sueños de carne fresca hambrientos: ¡Llévenme, por favor al bosque de las alimañas, allí al menos podré soñar despierto!

sábado, 7 de septiembre de 2024

Un beso revelador


 
En aquel pequeño cuento hacía yo mención a un hecho revelador. Una noche de regreso a casa, sin ton ni son recibí un feliz beso de los dulces labios de una joven desconocida. La alegría de esta muchacha, tras la declaración del amor de su vida, fue tan grande que su dicha no cabía dentro de ella. Así que se vio obligada a derramar su deleite por doquier, antes de morir atragantada por su propio placer.

Un lector amigo al leer aquel microcuento que al azar escribí un día, inspirado en la anécdota anterior, llevado por la envidia me llama por teléfono para que le diga qué hice yo entonces, para que a él ahora también le suceda lo mismo. Yo le comento que aquel breve texto, obra fue de un sueño, y que no me ocurrió realmente: Todo lo que escribo es verdad, pero no todo lo que cuento es objetivamente cierto.

Aquel beso que yo sublimé en aquel cuento, a pesar de los años transcurridos, tan fuerte lo sentí que su onírica experiencia se quedó impresa en lo más hondo del corazón de mi boca para el resto de mis días.

Y así se lo hice ver a mi amigo: Cuando escribo, sin yo quererlo, afloran a la superficie mis deseos, mis frustraciones, mis reprimidos instintos, mis sueños. Mi amigo, ajeno a estos pensamientos freudianos y liberadores, un tanto en broma me dijo: Vale, pues dile a ese tu singular Morfeo que me conceda a mí soñar lo mismo.

Y es ahora cuando viene a mi memoria trozos de aquel poema que un día Borges le dedicara a Viviana Aguilar, aquella joven que trabajaba en una librería cerca de la casa del escritor y de la que supuestamente Borges estaba enamorado:
En el alba dudosa tuve un sueño. 
Sé que en el sueño había muchas puertas
………… 
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.


martes, 3 de septiembre de 2024

To er mundo é güeno




Cetrinas las farolas que me acompañaban cesaron de lucir el camino de mi regreso a casa. Siendo noche cerrada, las diez y media, sus jóvenes pechos saltaron alegres al aire de las mechas de su melena de seda. Y se encendieron de alegría las sombras de mi alma. Reales y felices también sus dos pechos saltarines a dos palmos de mis narices sorprendidas y embobadas. 

No tenía más de veinte años. La noche no me impidió vislumbrar su juventud. De repente se abalanzó hacía mí en un abrazo inesperado. Me besó fuerte con sus labios en mi boca; y después me dijo: Perdona, acabo de conocer al amor de mi vida y desde ahora todo el mundo es bueno, te deseo suerte, mucha suerte, buenhombre. 

Luego la muchacha siguió su camino saltando con sus dos pechos sonrientes al aire húmedo de la noche. Y yo sentí en mi corazón el latir amoroso de toda la tierra. 

Cuando dos personas se aman las aguas de su placer acarician las playas del mundo entero.

jueves, 29 de agosto de 2024

Malware


 Atraído por el azul en zigzag se rinde a los pies de una Url insinuante. Es curioso por naturaleza. Se desvive por cualquier cosa desconocida. Cuanto mayor es su enigma, más fuerte son sus ganas de seguir la dirección señalada. Su secreto es acicate irresistible. La feliz esperanza de encontrar un tesoro incalculable entre sus pliegues ocultos acelera su bobo índice hacia la tecla enter de su ordenador en ascuas.

Abducido por el azulado de sus olas que encaminen el esquife de sus represiones a la orilla orgiástica de su pulsión freudiana. El azul tentador de este enlace es imán para su encandilado y atrevido dedo. Sabe que no es muy aconsejable desear una cosa demasiado. Cuanto mayor la expectación de su corazón ansioso, mayor es su descalabro.

Aún así, llevado por este insistente reclamo se capuza con sus ojos creyentes y vendados al acantilado de un mar repleto de peces gloriosos, bailarines y seductores. Y la añorada página con la que se da de bruces, tras atravesar el embaucador pórtico de sus celestiales esperanzas truncadas, resulta ser el mismísimo infierno, un botín envenenado, la alcatraz de su condena, un malvado virus. Suplantado en su identidad más singular. Los peces de su colección deseada resultaron ser tiburones depredadores. Dejó de ser él para convertirse en otra url aún más maliciosa que la que lo desposeyó de todo. En este mundo virtual de fantasmas nadie está seguro de nada, ni de sí mismo.

domingo, 4 de agosto de 2024

El paraíso de la luna





Caminábamos junto al sendero que bordea la pared de los cipreses. Mi padre me cogió de la mano. Llegamos a la parte más alta. Allí, la fuente lanzaba dulce el agua sobre el cauce sin soltarla un momento. Cierra los ojos, -me dijo. Tendría yo tres años. Transcurrido no más de un minuto escuché de nuevo: Hijo, ya puedes abrirlos. Y de pronto mi padre me mostró la Luna. Ella me miró generosa, llena y hermosa, fresca y blanca, más seductora y atractiva que cualquier otra maravilla de la Tierra. Parecía una era de paja iluminada en medio de la brisa de la noche. La Luna me engatusó.

Ya de mayor, trabajé, empeñé mi herencia, enajené mis fincas, me desprendí de todo por llegar a la Luna. Me puse en contacto con una inmobiliaria de origen americano, Lunar Paradise. La chica que me atendió con voz celeste me contaría que su empresa había adquirido como propiedad la Luna. Yo extrañado le pregunté si Naciones Unidas permitiría semejante latrocinio. La señorita de voz celeste desplegó delante de mí unas viejas escrituras registradas a nombre de su jefe, un tal Daniel Ocam. Me dijo que este señor había adquirido legalmente de un alto tribunal estadounidense la propiedad de la Luna. Hice efectivo el pago que me acreditaba como dueño de una pequeña parcela lunar. Luego me embarqué todo ilusionado a este lugar en el que ahora me encuentro, junto a la misma orilla del Mare Serenitatis.

Pero, he de reconocer que esta Luna no es la misma Luna que mi padre un día de vacaciones me hiciera ver en una encantadora noche de verano. Tampoco esta Luna es la misma con la que soñaba Sabines.  https://www.poemas-del-alma.com/la-luna.htm#google_vignette

Yo pensaba que la Luna con sus alas de plata agitaría de placer mi corazón enamorado. Yo vine a la Luna para saciarme con sus senos de luz, para realzar el lado más noble de mis emociones, para impulsar con su transparencia la parte más utópica de mis ideas, para ver hogueras encendidas de deseos colmados, vapores inflamados de justicia repartida... yo vine a la Luna para encontrar el amor de mi vida..., pero aquí sólo hay cráteres apagados, polvo desenamorado, montañas estériles…

Si yo no fuese hijo de mi padre, ahora mismo le arrebataría a Aquiles su furia contra el dios Apolo y con sus mismas palabras arrancadas de la Iliada le diría a grito limpio: Tú me has engañado, tú el más funesto de los dioses, yo te castigaría si tuviera poder para ello.

miércoles, 17 de julio de 2024

El sueño incumplido de tu infancia




Es muy temprano, te asomas desde la ventana para contemplar la huerta, bruñida alfombra bordada de rocío, desplegada de verde ante tus ojos aún adormilados. Un terreno limpio de malezas, inmaculado como una bandeja de sabrosos presentes. No eres el único que se levanta hoy con la esperanza de encontrarse con un milagro. Hasta el más humilde de los pitecántropos, guarda un sueño por cumplir en su pordiosera andorga.

Allá, junto al sendero del agua, atisbas tintineante una estrella, un caracol resplandeciente sobre el cristalino de tu mirar lejano, desconcertado. Cuando al amanecer, el sol con sus rayos conminó a las estrellas a esconderse, una estrella, desobediente, se negó a ocultarse allá arriba en un cielo inapetente, oscuro e invisible. El fulgor y la rebeldía de esta estrella te tientan. Sales de tus aposentos. Vas en su busca. Te acompaña Simbad, el perro. Y que no se enfade el célebre marino de Las mil y una noches por haber escogido este nombre para tu animal de compañía. Fue él quien se lo robó primero al perro para auto encumbrarse con apodo tan rastreador como aventurero. Simbad sigue la pista plateada de la estrella.

El perro, en ausencia del destino, viene a tu encuentro. Sigues su rastro por la vereda de la acequia. Notas en su mirada inteligente, una insinuación presurosa. Lo que no entiendes es por qué los ojos de tu perro, siempre grises, esta mañana irradian júbilo. Llegáis hasta el mismo partidor del agua, allá donde, al resguardo de una noguera, el caudal generoso del riego se desparrama a manta por un bancal dorado de limoneros. Miras agradecido a Simbad. Sus dos orejas empinadas multiplicadas por tres forman las siete plateadas puntas de la estrella, los siete mares maravillosos del mundo.

Tan virginal ves el destello de la estrella que te sientes otra vez como aquel niño de Azulada en busca de su infancia perdida. La estrella es la misma, aquella que un día te hizo llegar corriendo a casa de tus padres con los dos cromos que te faltaban para completar tu álbum de peces. No es el dolor o el placer el motivo de tu sentimiento, sino tu mirada, la mirada atenta, refleja, una mirada que arranca desde la planta de los pies y que, pasando por el cogote, llega hasta las mismas entrañas de la cosa sentida. La mayor de las vulgaridades, contempladas con ojos que miran desde dentro, puede llegar a ser maravillosa. Y como el ciego que, hasta que no palpa con su bastón el sonido familiar de su acostumbrado sillón, te sientes impaciente.

Y es aquí mismo, al pie de la noguera de ramajes como súplicas, donde el perro se pone a escarbar diligente. Debajo de un montón de hojas secas, con sus dos patas festivas descubre, intacto y completo, tras una cuarentena de años al pairo, el viejo álbum de tu sueño olvidado. Simbad te mira y te remira, te lo presenta en muestras para que revivas y disfrutes aquel sueño incumplido de tu infancia, el álbum de tus días aquí en la huerta.

martes, 7 de mayo de 2024

Trombopalabra



Las alas de mis orejas embebían a mil metros a la redonda todo tipo de melodía: el susurro de una abeja sobre los azules del romero, las caricias de la espumas sobre la piel de la arena, el eco de los besos que yo a mi amante en ese momento estampaba cual aquel pintor que hiciera hablar a Liz Taylor en una de sus creaciones pop. No había nota, bemol o silencio que mis oídos no detectaran. Mi boca, fiel amasadera, reproducía en canción cualquier sonido que emanara de la fuente del universo en flor de harina. En mi cara se reflejaba complaciente el espectro contento y luminoso del mar.

De pronto, olas gigantes catapultaron mi cuerpo contra las rocas de la bahía… y lo que antes era canal y conducto fluido vino a ser espigón y muralla. Una palabra desconocida, propulsada por un deslenguado, cual potente minador se abrió paso. Atravesó el oído medio y horadó la tráquea hasta llegar a la aorta y allí se instaló convertida en trombopalabra. Mis pabellones auditivos rellenos, amorcillados quedaron por una apestada palabra que entrando por la trompa de Eustaquio se adentró en el área de Broca de mi cerebro. Quedé completamente paralizado, inconsciente. El atasco de mis células nerviosas fue brutal. Circulación colapsada. No hay mayor daño cuyo origen sea una palabra desajustada.

Me ingresaron en la Real Academia de la Lengua. Aquella palabra no estaba en su índice da datos. Los doctores del verbo no pudieron generar por tanto un antivirus. Actualmente estrangulado sigo. Mi conciencia paralizada por una palabra imposible de diagnosticar que algún malhablado en su día escupió sobre la tábula pura de mi inocencia.