martes, 1 de julio de 2025

La casa de los nueve pisos



Tendría que preguntárselo a Fréderic, aquel amigo del instituto que quiso aventajar a Freud a la hora de descifrar los sueños de quienes acudíamos a él para que desentrañara las ensoñaciones de unos alucinados muchachos en busca de un mejor futuro. Pero es imposible. A Fréderic lo perdí de vista en mi juventud, se le atragantó un sueño en plena noche, y del susto no logró despertarse, por lo que me vi privado del lujo de entender lo que mi cabeza sueña desde entonces. Aunque por desgracia o por ventura, hoy no necesito su ayuda, puesto que lo que soñé anoche no responde a un sueño sino a lo que realmente me sucedió a la mañana siguiente.

Antes, los sueños se me adherían al alma con esos claros colores del alba, preñados de rocío y esperanza. Hoy los sueños rara vez me visitan; y si lo hacen, como el de la casa de los nueve pisos, me vienen envueltos con la arpillera mojada de la realidad que me horroriza y detesto.

Habité yo anoche en el sueño de un tiempo etéreo e indefinido, sin saber ni mi edad, ni mi estado, ni mi oficio, así como sin reconocer tampoco que el lugar donde se desarrollaba el sueño era la casa de los nueve pisos, mi propia casa. De repente, desde la última planta del edificio, (miento, aún más arriba), desde aquel trastero de la azotea con forma de destartalada giraldilla, cercada toda ella por una verja circular de barrotes de hierro, salían a borbotones voces de espanto y angustia. Desde lo más alto, el tragaluz absorbía la luminosidad del exterior, para a su vez proyectar su claridad, ya muy mermada, a todos los que a diario subíamos por las escaleras de aquella casa que para colmo carecía de ascensor. Aquella especie de claraboya se divisaba desde cualquier rincón donde uno estuviera, incluso más allá del río, que cruzaba la ciudad cual sigilosa culebra en busca de los huevos de los patos negros que anidaban entre las rocas de la orilla del malecón a su paso por el colegio de los Hermanos Maristas. La claraboya miraba a todas horas con recelo y vértigo, allá abajo el empedrado de Burruezo, el callejón que bordeaba nuestro edificio. El clamor de las voces ¡por favor, si hay alguien por ahí abajo que suba, me he quedado encerrada en el altillo de la azotea! no cesaban. Como buen hijo de vecino me dispuse a prestar socorro a quien con tanta urgencia suplicaba ser rescatada. Incluso más celeridad impuse a mis pies al trote al distinguir que las voces procedían de una chica, que me pareció ser la de la hija de doña dentista, la que tenía su clínica en el entresuelo. La llamada de auxilio también la oyó Julián, el portero de la finca, un señor rechoncho y perezoso, que bostezaba nada más cualquier vecino solicitaba su ayuda. Este hombre era incólume y eterno como las estatuas, siempre apoltronado en el sillón verde de su garito. Ya estaba allí cuando mis padres recién casados se vinieron a vivir a la Segunda Planta. Puerta B. El portero se levantaba de su sitial de cuero de once a una de la mañana, como los notarios, para dar fe con su abultada presencia, que contra las irreparables incidencias y averías reclamadas, nada se podía hacer. Y con el aplomo consustancial que le dotaba su solemne gordura sentenciaba: Llamen ustedes a la compañía aseguradora del inmueble. Pero no así procedía ante cualquier joven criada; pues sin ésta abrir la boca, allí estaba diligente, Julián el portero, para ayudarla a subir el carro de la compra los dos escalones escasos de la entrada del edificio. Julián, al escuchar los alaridos de socorro y saber también que pertenecían a la señorita Cora, se dispuso a subir detrás de mí (con la parsimonia propia que sus carnes abultadas se lo permitían), hacia el último tramo de la escalera de donde venían las incesantes y apenadas llamadas de socorro. Conforme íbamos escalando la inacabable cima de la montaña de aquel austero caserón revestido de ladrillo visto, las voces de la supuesta muchacha se oían más débiles. Cuando lo suyo debería ser lo contrario: cuanto más cerca, más angustiosas y plañideras deberíamos escucharlas.

De saber que las voces desconsoladoras no pertenecían a la señorita Cora, tal vez ni el portero ni yo nos hubiésemos molestado en acudir a su demanda con tanta presura. ¿Y si aquellas voces pertenecían a otro inquilino, o tal vez a algún chiquillo atrevido o despistado que se hubiera colado al edificio para presumir ante sus colegas que había estado en lo más alto de la terrible casa de los nueve pisos? Las voces poco a poco dejaron de resonar en nuestros oídos. No me explico cómo Julián pudo adelantarme. Le bastaron cuatro zancadas para abalanzarse hasta la misma verja de barrotes que rodeaban la giraldilla, ese tragaluz que desde el cielo proyectaba por el hueco de la empinada escalera su claridad cada vez más oscurecida sobre nuestros cuerpos expectantes, cuando escuché maldecir al portero Julián: ¡Diablos qué ha pasado aquí! Uno de los barrotes de la verja había sido doblado y ensanchado de manera que alguien pudo entrar en el interior de la celdilla del tragaluz que corona las nueve plantas del edificio más alto de la ciudad. Julián, a pesar de su grosura pudo acceder a su interior. Y de nuevo, más fuerte que nunca, volví a escuchar los mismos aullidos de antes, pero ahora los ecos sonaban sarcásticos, provocadores. Nuestro temor se convirtió en pánico, y el pánico en embestida. Julián pudo hacerse con aquella persona, si es que aquello era persona, y no una figuración mía. Vi al portero enloquecido de rabia. Cogió aquel pingajo de los sobacos y antes de arrojar su cuerpo al precipicio del callejón Burruezo: exclamó: ¿por qué, diantres, nos has engañado? Yo, estando en el interior del edificio, no pude ver si el cuerpo de Cora o lo que aquello fuera, era la hija de la dentista del entresuelo. Bajé a todo trapo las escaleras, entré en mi casa, el Segundo B, y no quise saber nada de lo ocurrido. Luego me desperté. Me sentí como un pingajo, un cobarde por no haber sido capaz de defenderme de un sueño que tal vez pudo ser realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario