martes, 7 de mayo de 2024

Trombopalabra



Las alas de mis orejas embebían a mil metros a la redonda todo tipo de melodía: el susurro de una abeja sobre los azules del romero, las caricias de la espumas sobre la piel de la arena, el eco de los besos que yo a mi amante en ese momento estampaba cual aquel pintor que hiciera hablar a Liz Taylor en una de sus creaciones pop. No había nota, bemol o silencio que mis oídos no detectaran. Mi boca, fiel amasadera, reproducía en canción cualquier sonido que emanara de la fuente del universo en flor de harina. En mi cara se reflejaba complaciente el espectro contento y luminoso del mar.

De pronto, olas gigantes catapultaron mi cuerpo contra las rocas de la bahía… y lo que antes era canal y conducto fluido vino a ser espigón y muralla. Una palabra desconocida, propulsada por un deslenguado, cual potente minador se abrió paso. Atravesó el oído medio y horadó la tráquea hasta llegar a la aorta y allí se instaló convertida en trombopalabra. Mis pabellones auditivos rellenos, amorcillados quedaron por una apestada palabra que entrando por la trompa de Eustaquio se adentró en el área de Broca de mi cerebro. Quedé completamente paralizado, inconsciente. El atasco de mis células nerviosas fue brutal. Circulación colapsada. No hay mayor daño cuyo origen sea una palabra desajustada.

Me ingresaron en la Real Academia de la Lengua. Aquella palabra no estaba en su índice da datos. Los doctores del verbo no pudieron generar por tanto un antivirus. Actualmente estrangulado sigo. Mi conciencia paralizada por una palabra imposible de diagnosticar que algún malhablado en su día escupió sobre la tábula pura de mi inocencia.

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