martes, 25 de marzo de 2025
Mi querido erizo
Aquel día tú no debías estar para nadie. Ser sólo para mí. No te encontré en la jaula de colores. Salí perdido a tu encuentro. Nada más levantarme, crucé la calle, atravesé la Plaza Vieja camino del río. Había días que me pasaba tres pueblos, subía montañas, cruzaba puentes y aduanas y, sin ni siquiera dar un paso, esperaba que con sólo extender el brazo, mi mano y la tuya, mi gana y tus labios, se fundirían en un beso. Mi obsesión era dar contigo. Estar los dos a solas. ¿Tan difícil es que el agua y la sed se encuentren en un mismo vaso? Los dos beberíamos hasta hartarnos, como se sacia el río del mar cuando desemboca en el estuario. ¡Me costaba tanto dar contigo estando tan cerca! ¿Quién diría que habiendo nacido pegados el uno al otro acabaríamos estorbándonos como el gato y el perro. Yo maullando tu amor. Tú mordiendo mi odio. Por eso me costaba tanto dar contigo, mi querido erizo. Quedé desolado como quien pierde su anillo de boda. En ese anillo de boda llevaba yo grabado en oro un erizo blanco con espinas suaves de color crema. Hubiese llorado lo mismo, si en lugar de ser tú mi alma gemela, un erizo blanco, hubieses sido el perro verde del loco de la colina. Para el caso era lo mismo estar loco por un perro feo que por un erizo por muy guapo o blanco que tú fueras.
Pasé cerca de un coto. Pregunté atrevido a tres cazadores, que junto a unas brasas asaban cuatro sardinas para su almuerzo. Les dije si habían visto un erizo desorientado. El desorientado es usted -me contestó con tino y descortés el primer cazador, el que parecía más listo por su cara de lelo, al tiempo que relamía con fruición exagerada la raspa de un arenque chamuscado. ¿Acaso no sabes, muchacho, que está prohibido caminar por este coto propiedad del marqués de los siete mundos reconquistados? Y al comprobar el segundo cazador, (el que estaba sentado sobre la piedra más alta), en mi cara compungida mi gesto dividido por haber perdido la costilla de mi erizo, se dirigió a mí más amable que el primero, como si hubiese cazado en ese momento un jabalí de renombre con apellido y con mote incluido: Si al menos usted nos mostrara una fotografía de su erizo perdido, tal vez podríamos ayudarle. Yo le repondí que no era menester, que con mirarme bien le bastaría, que los dos éramos idénticos, y que, según mi modesto parecer, todos los erizos éramos iguales, ariscos por fuera y muy tiernos por dentro. ¡Quía, -intervino el tercer y último de los cazadores, el de la pelliza con solapas de piel de borrego, el que parecía más lelo por su cara de listo-, míreme usted bien, yo también soy un erizo. Y entre nosotros los erizos nadie es igual a otro, porque todos somos lo mismo. ¿Sabe usted por qué no se diferencia en nada un jabalí de otro? Porque no conocemos bien a estos animales. Lo mismo pasa con los gavilanes. Y señalando con un fuerte manotazo en el pecho al primero de los cazadores que zampándose estaba las cinco sardinas que quedaban, añadió: ¿Acaso sabría usted distinguir al gavilán del marqués de los siete mundos, de este otro gavilán que, mientras aquí charramos perdiendo el tiempo por un erizo, a lo tonto tonto nos está birlando el almuerzo?
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