viernes, 18 de octubre de 2024

La tortuga de Ulises



Tengo sesenta y cuatro años. A punto estoy de jubilarme. Se me acaba el tiempo. En aquel tiempo trabajaba como como chófer de la embajada española en París. Aquella mañana tenía que llevar a la universidad de Vincennes Saint-Denis al asesor cultural. Un eminente matemático impartía allí la lección inaugural del curso académico. Le paradigme de la tortue. Basándose en la paradoja de la tortuga, el catedrático trataba de demostrar que la teoría de Zenón era un absurdo y que el tiempo sólo responde a una percepción errónea de nuestra mente.

A mí personalmente las tortugas me repelen. Son hurañas, esquivas. Prefiero la piel sedosa de cualquier mujer, que tocar el caparazón alcahueta de un galápago milenario. Aun así, en lugar de aburrirme en la cafetería del Campus esperando a que el señor agregado acabara con sus obligaciones representativas, preferí introducirme en el paraninfo, y matar el tiempo escuchando al profesor.

Nada más leer el nombre de Robert Dellui proyectado en el encerado de la sala, se avivó en mí el recuerdo de aquellos años de juventud, de revueltas y esperanzas. Debido a la coincidencia del apellido del conferenciante con el de aquella otra muchacha del mayo francés del 68, apellidada también Dellui, mi imaginación iba de aquí para allá, volaba, corría mucho más que los pies ligeros de Ulises. Mi relación con Blanche fue esporádica, pero íntimamente sustanciosa. Coincidíamos en huelgas, mítines y concentraciones. Obreros y estudiantes íbamos de la mano para acabar con aquel vetusto sistema opresor. Yo trabajaba como peón en la demolición de Les Halles, aquel viejo mercado que luego se convertiría en el famoso Centro Pompidou. Ella estudiaba Ciencias Sociales en la Sorbonne.

Ajeno a la aburrida perorata filosófica del señor Dellui, yo me entretenía en buscar parecidos de los gestos del orador con la imagen de aquella Blanche que había quedado escondida en los repliegues de mi cerebro. En una de aquellas movidas, se nos hizo muy tarde. Mi chambre de Belville quedaba lejos. Blanche insistió en que me quedara a dormir en el piso que compartía con unos amigos cerca de la Place del l’Odéon.

Robert Dellui, mientras tanto, se esforzaba por hacer entender a sus oyentes que no por mucho madrugar se amanece más temprano. O dicho de manera más científica, pero no por ello más inteligible, que el tiempo era un falso recurso inventado por los seres vivos para no perderse en los laberintos de la historia. El tiempo puede llegar a ser también un precioso tesoro rescatado del pasado. El tiempo de aquella venturosa noche parisina del que yo gocé, tras una de aquellas barricadas en las que el Barrio Latino amaneció lleno de escaparates rotos y vehículos en llamas, fue para mí la prueba más evidente de que mientras hay tiempo, tiempo hay para el amor. El amor es tiempo. Tiempo es lo que le faltó a Ulises para alcanzar a la tortuga de Zenón.

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