miércoles, 15 de enero de 2025

Halitosis



El olfato, uno de los sentidos más fieles que mejor evocan y recrean una vivencia pasada, y que nos permite recuperarla, a pesar de los muchos años transcurridos. Nuestra vida es el rastreo tras el olor primigenio de nuestra virginidad, aquel perfume que un día perdimos en el recodo de nuestra infancia olvidada.
Los compañeros nos hemos pegado un buen hartazón de patatas con ajo, pimienta y clavo en el bar de la Ermita. La culminación del encofrado sobre el nuevo puente de El Paraje bien se lo merecía. Regreso a casa. Una liebre se me cruza espantada. Freno. El pobre leporino queda completamente despanzurrado en medio de la carretera que va a Las Torres. Me temo lo peor. Un latigazo cervical.

El hospital queda a diez minutos. Llego a Urgencias como puedo, tieso, con la cabeza claveteada al cuerpo. Me hacen unas radiografías. El médico que me atiende tienta con sus dedos hipocráticos cada una de mis vértebras. Y noto, al pasar sus narices cercanas a mi cuello, una cierta repugnancia suya. Será por culpa del alioli. Me enyunta un collarín. Espere usted fuera, luego, a la vista de las pruebas, le informo...

La sala completamente abarrotada. Busco asiento. Todas las sillas están ocupadas. Allá al final encuentro un asiento. Y alabo mi astucia de encontrar un hueco libre. Enfrente de mí, un hombre tumbado duerme ajeno a su propia contaminación tóxica. Sus zapatos están en el suelo. No entiendo por qué las personas que apoyan sus espaldas cansinas sobre las paredes no se sentaron antes en el lugar que yo ahora ocupo. Miro a la gente dándoles las gracias por su deferencia. Y ellas a su vez me dirigen una sonrisa que en ese momento no entiendo.

Transcurre no más de medio minuto, y a estampidas me alzo del banco, espoleado como un resorte. Los nauseabundos vapores de los zapatos del hombre durmiente me catapultan como bola de fuego al rincón más alejado de la sala. Y es ahora cuando comprendo las risas socarronas de antes.

Alguien se queja al despacho de la atención al paciente por la fétida emanación que emponzoña el ambiente. El servicio de seguridad del hospital localiza al instante el epicentro del miasma. Llegan dos agentes, y obligan al hombre a calzarse. Uno de ellos le dice que debe abandonar el hospital.
- Soy un familiar de un enfermo y tengo derecho a estar aquí.
- Sí señor, pero los demás también tienen este mismo derecho.
El otro agente mientras tanto abre puertas y ventanas para que la peste se vaya. La gente empieza a respirar aliviada.

A nadie le molesta su propia sudoración. Convivimos con ella hasta el punto de convertirla en nuestra mejor seña de identidad. ¡Bien podríamos reutilizarla como código y algoritmo para abrir nuestras cuentas y portales!

Con estas reflexiones curaba yo mis vahídos y mórbidas inhalaciones, cuando los altavoces de la sala me llaman de nuevo a la consulta.

El médico me dice:
Lo del frenazo, nada. Lo que usted padece, señor encofrador, es una halitosis de caballo capaz de acabar con la guerra de Ucrania.



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