El lugar donde vivo no tiene rótulo, ni calle. Y no porque no haya nombres que le vendría de perlas. Orgullosa se pondría la palabra escogida: poder compaginar con sus letras sitio tan agradable. Llevo tiempo pensando que título poner a esta tahúya en la que me instalé tras mi jubilación. Pero siempre me contuve. Poner nombre a algo es como delimitar su esencia, perimetrar, acortar su significado. Las palabras, y más si son escritas, ahogan la esencia, encorsetan el todo que quieren decirnos. Las circunscribimos, las sometemos de por vida a estar inscritas, enterradas en el caballón de una sola línea. Basta que llamemos a la fragancia, jazmín, para que su perfume sea otro, y no el de esta flor aromática.
Ayer hablando con mi nieta le decía que los cuentos están llenos de palabras, que no son del todo verdad, son relatos que se escribieron para ayudarnos a entender la vida, encontrar cuál debe ser nuestro camino y dar con los nobles pasos que encaucen nuestro comportamiento. Cuando seas mayor comprobarás, niña, que ningún beso de príncipe azul podrá resucitar a Blancanieves. Los cuentos son como parábolas, enseñanzas, conocimiento. Esto es lo que yo quise decir a mi nieta, pero me callé, me contuve por no saber estar a su altura, o por no defraudar sus sentimientos o futuros deseos. El amor es capaz de casi todo, pero... ¡salvarnos de la muerte!, eso es otra cosa que yo no sé, ni alcanzo. Y ella, como adivinando lo que yo no dije, añadió enseguida: Abuelo, los cuentos no son mentiras, son invenciones reales, son emociones que a mí me encantan.
Mi nieta terca, utópica y patafísica, no quería apearse del burro de sus fantasías. Yo la paré en seco: A ver, niña, que no quiero que se me escape esta palabra tan bonita que has dicho. A partir de hoy, este trozo de huerta en el que vivimos, lo llamaremos "emociones".
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