sábado, 27 de abril de 2024

El sordo de don Afasio


A partir de aquel accidente en el que su nervio auditivo resultara dañado, don Afasio se dio cuenta de que otra especie de audición, (hasta ahora desconocida para él, y por tanto desaprovechada), era posible, y tal vez le resultara más sustanciosa y agradable. Este hombre no era un ingenuo para dar por bueno aquel refrán de que no hay mal que por bien no venga. Por supuesto que no. Maldecía su sordera, se resistía a verse privado de sentido tan regalado. Pero todas las palabras que a sus oídos acudían, le llegaban muertas. Y huía de toda conversación como quien renuncia a una herencia envenenada o evita la cagada de una gaviota que sobrevolara por la azotea de su enmudecida cabeza trigeminosa.

Don Afasio pues fue al otorrino y le incrustaron un aparato en la oreja que multiplicaba por mil decibelios su mala audición.

Pero a partir de ahí, todo fue a peor. Antes, cuando don Afasio estaba sordo, aunque parezca mentira, sentía dentro de sí el sonido natural, profundo y callado de las cosas. Dentro de sí escuchaba el dulce silbar del aire entre las hojas de las moreras. Las onduladas aguas del mar le sabían a melodías de corales y delfines. Antes, cuando don Afasio estaba sordo, sus orejas de par en par abiertas estaban a la canción de la tarde. Y en tiempos de siega, el oro desmembrado del trigo reverberaba generoso en sus oídos. Y hasta era capaz de escuchar el suave, silencioso y delicado saludo con el que la noche cansada daba al alba los buenos días.

El sonido artificioso y amplificado de los auriculares le ahogó el verdadero timbre de las palabras, apagó su alma. Desatendido ahora anda don Afasio de todo, del brillo de la luna sobre el río, de la gota perdurable del grifo contra el frío aluminio del fregador de la cocina que siempre le habló del tiempo, notas sobre la partitura de una eternidad anunciada. Cualquier música le sonaba igual, a ruido homologado, envuelto en crujiente papel celofán. Baile aburrido y monocorde de las ondas hertzianas. Siendo don Afasio ahora oyente, era sordo y hereje a la voz sabia y profunda de las simples cosas de la vida. Oía más, pero no mejor. Los sonidos metalizados de sus nuevos audífonos carecían de esa virtualidad de escuchar el latido particular, emociones de toda índole, la risa camuflada, el pulso vertiginoso del miedo, el dolor indecible de una pérdida, la mano caliente de una pasión. La tecnología no sabe a qué suena el corazón de quien te habla o escucha.

Entre tanto bullicio tecnológico, don Afasio, cansado de no escuchar nada que mereciera la pena, salió a la huerta, tiró sus auriculares a la acequia. Y de nuevo, el apacible despuntar del amarillo de la flor de los calabacines le resultó a todas luces audible y sostenido.

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