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miércoles, 5 de marzo de 2025

De acampada



Vacaciones. Lleváis acampados una semana. Esta mañana madrugáis más que el sol. Se acabaron las provisiones. Necesitáis huevos frescos, algo de companaje, embutidos, frutos secos... En excursión amena, por una senda perdicera, monte arriba, vais al Collado Tornero: un grupo de catorce casas apuñadas en lo alto de una roca. Todas ellas con su cortina de trapo en la puerta. A este lugar sólo tienen acceso el ganado y las mulas o alguien como vosotros, amigos de la naturaleza. Troncos de madera bien apilados a la entrada de estas humildes casucas, en invierno incomunicadas por la nieve.

Una viejecita desdentada con un pañuelo negro en la cabeza y ademanes de niña buena os recibe hospitalaria. El abuelo, sentado en el poyo de la puerta, no sabemos si aburrido por su vejez, o tal vez orgulloso rumiando su anterior ajetreada vida de segador por los campos de la Mancha. Sus caras transpiran tranquilidad y un acomplamiento acompasado con el ritmo natural del apacible entorno. El tiempo aquí no tiene prisa, ni anda de dos en dos sumando horas a todo trapo como allá en la ciudad de vuestros trajines y tareas. Os invitan a sentaros. Uno de vuestros hijos lleva en sus manos un muñeco de ETE. La viejita del pañuelo al ver al pequeño extraterrestre suspira de miedo: ¡Jesús, qué bicho! Delante de donde estáis se extiende un pequeño bancal de pimientos. En medio brotan pequeñas matas de tabaco. Todo aquí tiene su razón de ser. El abuelo comenta: ¡Ea, gracias a esta matas de tabaco los pimientos no se estropean! Después de pagarles la docena de huevos y los garbanzos os regalan un par de cebollas y un calabacín como un melón de grande. La abuela dice que guradéis los chícharos en un tarro con una cabeza de ajo dentro para que no se echen a perder.

De vuelta hacéis un descanso para contemplar desde lo alto todo el valle del Vado. Por los cerros de enfrente escucháis los cantares de los mozos que andan atareados transportando troncos con sus caballerías río abajo. Vuestro hijo pequeño, siete años, se las apaña para coger de la cola una lagartija. El otro de nueve, se refresca la cabeza bajo el caño del agua que se abre paso entre las piedras madre.

A la noche, sentados junto a la tienda de campaña contempláis el cielo ataviado con sus joyas más resplandecientes: la luna juega alegre a la comba con Venus, las estrellas saltan de chopo en chopo, jovenzuelas, se miran unas a otras con sonrisa dulce y sosegada. Tocan con sus zapatillas de ballet las puntas de los árboles. Melodías gratificantes al tintineo de las hojas desprenden tenues gotas de agua de la suave lluvia caída durante la tarde. Los hijos y su madre se metieron a la casita de tela a dormir. La excursión de la mañana los rindió antes de la cuenta.

Tú permaneces fuera, seducido por un corro de estrellas alrededor de la luna. Se te va el tiempo soñando porvenires y venturas. Montado en el carro de la Osa Mayor buscas senderos para llegar al jardín de las Anémonas, allá donde Adonis anda en amores con Afrodita. Faltará una media hora para salir el sol. El alba tenue y la suave brisa, el lejano rebullir de los animales, (cerdos, pájaros, gallos, cabras, conejos, gatos...) se desperezan, se alegran de encontrarse un día más con el rayar de la alborada. De no ser un poco cohibido y timorato hubieses corrido tras las estrellas a la caza de los sueños de la luna por los Campos Elíseos de la Vía Láctea. Pero prefieres entrar dentro de la tienda con los tuyos y tu mujer. Mejor una paloma y dos gorriones en la mano, que cientos de Venus volando.

martes, 19 de diciembre de 2023

Visto y no visto

 
Al igual que aquel profeta de la biblia veía la tierra que su Dios desde el monte Nebo le señalaba, así, con los mismos dientes largos, decepción y rabia, contemplo yo ahora este trozo de huerta. Siento pena pensar que este lugar más pronto que tarde ya no será recreo para mi longeva mirada.

Mientras Yahvé le mostraba a su siervo aquella tierra rica en uvas, leche y miel, le decía: Una vez que la hayas visto morirás (Pentateuco). Para leche, la mala leche de un dios engañando a su fiel devoto: visto y no visto, la verás, pero no la catarás. Moisés contrariado, arrojó las tablas de la ley rompiéndolas contra el suelo.

No quisiera que a mí me pasara lo mismo: que mañana no pueda ver lo que he vivido. Durante más de veinte años he disfrutado como un cochino de las cosechas y dádivas de esta parcela de hortalizas y frutales que ahora tengo delante. Cual mujer parturienta, he gozado incluso el quebranto y los sudores de este pequeño edén, lugar fértil y apacible como aquellas otras tierras de Canaán que Dios le mostrara a Moisés.

Por eso esta mañana, hago una pequeña pausa eterna y me detengo en saborear lo que veo ahora y lo que no veré mañana para que nunca de mí se vaya este sentimiento y así poder regresar fiel siempre a ellos:

Veo dos gatos durmiendo plácidos al raso en el sillón de la terraza. La gallina acuclillada en el rincón de la cuadra, las matas de las habas resurgiendo de la escarcha. Contemplo a través del cristal de un sol invernal, tibio e indolente el respirar pausado y húmedo, vaporoso y emergente de cuatro caballones con sus patatas enterradas. Veo también las flores que mi nieta, hace ya varias primaveras, cortó para hacer coloretes y perfumes, y que aún huelen en mis narices, a pesar del tiempo, la distancia y sus dieciocho años recién cumplidos. ¿Seguirán siendo mañana tan olorosas y bellas? 

Veo el albaricoquero, el manzano y el nogal, despojados, con sus nuevos vestidos amarillos, recubiertos con esa belleza otoñal y triste que también tanto me encanta. Los cipreses del carril, sin a apenas doblegarse, siguen escoltando y dando abrigo a la pasiflora, a la madreselva, a los dompedros… ¿Se acordarán mañana los que por aquí vivan de podar las dos moreras, cuenco de mermeladas y sombra para los dulces desayunos? ¿Se les olvidará levantar el portillo y regar las tomateras y las calabazas? ¿Seguirán plantando las trece coles en memoria de las trece rosas republicanas? ¿Y quién se pondrá esa manta con la que yo en las tardes de frío cubría mis pies para cobijar mi soledad dormida? 

Mañana cuando yo no esté, los pájaros seguirán cantando sobre el pentagrama azul del cielo de la Huerta Arriba.

martes, 31 de octubre de 2023

Dulce tierra de labor


 

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas

(Miguel Hernández)


Tu apenado sentimiento, al tener que abandonar este trozo de jardín que se te donó en prenda, no te exonera del deber de cuidarlo hasta el último segundo. Las mil peonadas de trabajo entre azadas, flores y semillas te enseñaron, entre otras muchas cosas, que la tierra tiene un derecho adquirido que te obliga a ocuparte de ella mientras tengas el honor y el placer de ser su huésped y albacea. ¡Te dio tantas amarguras y alegrías que sus risas y sinsabores hicieron de ti mejor persona, como esa fruta madura y tranquila que pende del viejo árbol de los días, el mejor domingo después de veintitrés años de alegrías!

Tal vez lo lógico sería decir: sé que no te voy a ver más, entonces ¿para qué perder el tiempo en arar o quitar las malas hierbas? ¡Quien venga detrás, que arree! Sólo al bendito de Luther King se le ocurrió aquello: si supiera que voy a morir mañana, hoy no dejaría de plantar este árbol.

No sufras pues, huertano, de perder mañana lo que hoy con tanto ahínco gozas. Es bueno que así sea. Si pudieras adelantar, posponer o conjuntar el pasado y el futuro, sufrirías doblemente: hoy, por el ayer perdido; y mañana, por el devenir incierto. La limitación humana de disfrutar sólo el instante te proporciona el gozo siempre fresco de vivir en un estado de continuo estreno. O como en sus Proverbios muy bien cantara Machado: Hoy es siempre todavía. Sólo disponemos del ahora.

Uno de los motivos por los que Dios tal vez se hiciera hombre fue para librarse del aburrimiento y monotonía que le reportaba su cotidiana y plana inmortalidad desolada. Sabes, amigo, que, más pronto que tarde, morirás antes de un amanecer turbulento. Pero tanto la música como los silencios de este huerto, cuando tú no estés, todavía sonarán a eterna primavera.

miércoles, 30 de agosto de 2023

Solar de la antigua fábrica de Prieto


 

Ni una nube en el cielo despejado. A mi izquierda se levanta la fachada posterior de un ambulatorio pintado de ocre viejo sobre un terraplén desvencijado, escoltado por una chimenea alta y espigada, orgullosa y engreída, obelisco de una industria conservera en desuso, que hiende el capitel de su pene en las ingles de un firmamento azul desesperante. Lo antiguo es lo nuevo aquí esta mañana amarilla de soles agosteños en la que las cosas, la gente, las palmeras, los postes de la luz, las piedras, las lagartijas, (incluido el que ha venido a este páramo de vaguedades en construcción), parecen flotar suspendidos en la luz soleada, transparente e inmemorial que se derrama sin fronteras sobre un descampado, solar de la antigua fábrica de Prieto.

Lugar que fuera mezquita y catacumba, condado y pleitesía, crecida de forasteros, jaula de crecimiento, cuadrilátero de reivindicaciones y pancartas, circo y feria, zona franca, zona roja, púlpito de padrenuestros, es hoy un erial sin oficio, un simple aparcamiento de coches, o tal vez embrión de un Nuevo Paraíso. He venido impulsado por una fuerza extraña, es decir por nadie, como sonámbulo que se sumerge a pleno día en la noche de las sicofonías del pasado para escuchar las voces, si las hubiera, aquí atrapadas. Hago el vacío, libero el mayor espacio que en mi interior cabe, me encojo tras expeler la última gota de mis residuos biliares, y me convierto en oreja y diapasón, tierra sedienta para absorber y sentir los ayes o las alegrías que a través del tiempo quedaran acumuladas en este destartalado campo abierto.

A mi derecha: la antigua carretera, desvío, y hoy casi avenida interurbana flanqueada de edificios y solares, pequeñas parcelas de huerta con sus días contados, una acequia sepultada, un viejo molino, la calle de san Ignacio que desemboca en una muralla de seis torres almohades. En segunda línea: un río cada vez más sumiso. En frente un castillo sin castillo, sin nobleza y sin vasallos. Y casi al mismo nivel, un restaurado templo de ladrillo recién descarnado, último intento generacionista por mostrar una iglesia limpia de enajenaciones dudosas y contubernios pasados. Y pegado a sus sagrados muros, el casco viejo y una calle y una casa donde vino a plantarme el destino.

viernes, 11 de agosto de 2023

La procesionaria





Hoy, al levantarme, todos los elementos que mis ojos miran tienen el mismo color repugnante.

El rutinario e indefinido clarear del alba, el gallo con su despertar desesperante, la humedad enmudecida de las patatas enterradas, el cañizo de la valla, ennegrecido por los años, la higuera sin higos, los cipreses en vela en medio de un mar sin agua, parcela cuarteada y reseca, habitáculo de mi casa de capa caída y en venta. La monotonía aburrida de un viejo amanecer frente a mi seguridad en tabla y cuestionada.

Los días se suceden unos detrás de otros, como esta procesonaria del pino que se pasea a rastras delante de mis pies sin rumbo. Cada gusano es distinto, pero todos me resultan tediosos en su peregrinar impersonal, caótico y ciego. Es como si el capataz, el manigero de la finca de mi vida me mandara coger la aceituna antes de mostrar el olivo la flor de su fruto. O como si este mismo mayoral invisible de peonadas ajenas ordenara a la tarde que sustituyera a la mañana. No sabría pintar la tarde cansada alba tan desmejorada.

Las hojas del laurel de la entrada, en lugar de rezumar rocío, escupen el gris morado que los insectos dejan en su escapada. Debo estar loco viendo cómo amanece espléndido el día y sin embargo me siento como un lepidóptero más de esta cadena de orugas en procesión, humillado, abducido y suplicante.

Contemplo la ordinariez rutinaria y sin rumbo de esta ristra de gusanos, y me veo a mí mismo crucificado, parsimonioso y rastrero como otro miembro más de esta venenosa cadena. Las poleas del ciclo chirriante de las horas calurosas de este verano me adormecen privándome del brillo de las uvas que cuelgan danzantes y cebadoras de avispas y de hormigas. Quemo este tiempo de pasión y procesiones pausadamente cara al sol de un órdine nuovo que se avecina, épico de reconquistas y asedios numantinos. Tiempos de pesimismos bajo el calor estridente y tórrido de un estío de chicharras y culebras.

En este acontecer vertiginoso de los hechos, los acontecimientos se pisan, se empujan anulándose unos a otros como los eslabones de esta procesionaria del pino que, según cuenta Luis Martín Santos en "Tiempos de silencio", cuando te toca, pincha como una ortiga y levanta habones en la piel.

Nada de lo que este río de la vida arrastra tiene consistencia alguna. Paso tan deprisa de la noticia del descuartizamiento en Thailandia de un cirujano, al acribillamiento de un candidato a la presidencia allá en Ecuador. No me da tiempo a detenerme siquiera en este amanecer venturoso con el que la huerta quiere sorprenderme esta mañana.

De nuevo he de darle la razón a Virgilio. Fugit irreparabile tempus.

 


lunes, 6 de marzo de 2023

El hijo del Batiforra



La noche de luna llena, el miedo levanta de la cama a Hipólito, el hijo del Batiforra. Este joven hercúleo y atrevido del Cerro de los Santos es capaz de atrapar por el morro al jabalí más salvaje de toda la sierra del Carche. En cambio, un simple grano que le salió en el cogote lo trae a maltraer durante los últimos días. A cada instante Hipólito nota como ese insignificante lunar feo y rugoso, cual invisible iceberg de fuego, se adentra hasta perforar su hipotálamo. Un ratón rosigándole los sesos, un volcán echando lava sobre la perpendicularidad de su cráneo. Un sol tóxico y penetrante con sus rayos de azufre, espada de Damocles, desenvainando sarna y melanomas por las laderas de la Sierra Salinas. Y este muchacho, valiente campeador de los Montes del Arabí y el Cuchillo, se viene abajo, se deshincha como vejiga de cerdo sacrificado.

Mañana, el hijo del Batiforra tiene cita con el cirujano. Y este no saber qué será de su cabeza agujereada espolea su cuerpo insomne, estresado y aturdido. El del Altiplano quiere conciliar el sueño, seguir durmiendo, olvidarse del sangrador.

Imposible pensar en otra cosa. De un golpe brusco se levanta de la cama, escapar quiere de sus malos presentimientos, huir de sí y que sea otro el que espere lo que él esperar no desea. Prefiere cavar el bancal, aventar la paja, escardar sembrados, podar almendroleros, desverbajar viñedos, quebrar sus caderas, cargar sus costillas con costales de oliva hasta que revienten sus manos de bambollas, que exploten sus riñones, antes que verse tendido en la mesa de un matachín laureado.

Pero su cabeza, ¡no! que no se la toquen, la quiere intacta, y con ella su vista. El hijo del Batiforra ha oído decir que, justo en esa parte de la verruga que le quieren extirpar, anida dentro el foco de la luz, el sentido de la vista. Hipólito quiere seguir viendo limpio el cielo de su Azulada. 

Vemos de frente, pero la visión se genera en el cogote, justo en la parte contraria de los ojos. El lado oscuro de las cosas suele ser el más vistoso.

 

domingo, 27 de noviembre de 2022

La distancia es la belleza del alma



Esta mañana, escrita con tu propia letra te encuentras en tu Diario con esta frase: La distancia es la belleza del alma. La grafía es tuya, pero no crees que seas tú el autor de palabras que no encajan con tus ideas. Máxima tan enajenada parece más bien salida de un delirante astronauta, un poeta corto de vista, o tal vez fuese el mismo Van Gogh quien la dijera tras pintar, desde la ventana de su manicomio, allá por tierras galas, el óleo de su Noche estrellada. Así pues, fuera de contexto, no encuentras en dicha frase sentido alguno. Y en el caso de que hubieras sido tú quien profiriera tan sibilina sentencia, quieres saber el motivo que te llevó a expresarte de manera tan incomprensible. Así pues tratas de hacerte una composición de lugar, imaginar el escenario, la orografía y el caldo útil que diera luz a tan enigmático pensamiento.

Es más de media noche. Estamos en agosto. Tumbado en la hamaca te recreas rastreando allá a lo lejos en la Nebulosa del Águila, (a unos 6.500 millones de años luz), Los Pilares de la Creación. Te sientes perdido en la inmensidad del firmamento, atrapado en esa gran distancia infinita que te ciega, te confunde y te aniquila. Eres un búho de escayola. En medio de tanta penumbra, y desde tan lejos te es imposible palpar hermosura alguna, a no ser que la belleza sea ese oscuro bulto de tu jamás logrado avistamiento.

Desde la distancia, a tu edad, no ves ni un pimiento. A ti te gusta tocar, abrazar apretado, sentir en tus manos el calor de las cosas, arrimarte al fuego de la carne que amas.

sábado, 8 de octubre de 2022

El Rastro



Es domingo. Hace frío en Madrid. Una vieja balancea con su pie el pedal de un organillo. Yo, de esta humilde pincha discos, si fuera la Ayuso de los madriles de España, me hubiese puesto un clavel rojo en el pelo, pero el horno no está para bollos para mujer tan sencilla. Tonadillas se alzan al aire con sabor a azucarillo de verbenas, a chotis agarraos. La gente nos arremolinamos de puesto en puesto tratando de saciar nuestra particular búsqueda. Ojos ansiosos, miradas indefinidas tras un chollo. No sabemos lo que buscamos. Afanes casposos, pintorescos, recoveros, más felices en el intento que en lograr nuestro propósito. Necesitamos algo que no es necesario. Y lo que es necesario, lo desechamos.

Una policía con su cola rubia, que arranca del cogote de su gorra de plato, saluda con sus buenos días castizos a la organillera, dándole su municipal aprobación. La música socarrona contesta: ¡anda y qué te ondulen! La policía ahora acelera el paso. Atrapar quiere a un carterista. La calle en cuesta de Curtidores sonríe a una multitud contenta por tanto derroche. Un pañuelo ajusta la cabeza de la viejecita, triste al ver su platillo, vacío de calderilla. Rodeado tiene el cuello con una larga bufanda con los colores del Atletic, la misma que utilizaba su padre, de quien heredó también este carromato musiquero. ¿Cómo habrá podido traer esta mujer desde la Cañada Real su melodioso instrumento rodado, repleto de tantos cuplés y sentires encontrados? Amores, infidelidades, reyertas, celos, repudio, reencuentros, soledades…

Veo a la organillera seria y silenciosa en medio del apretado y feliz tumulto, y se me hace un nudo en la garganta. Me acuerdo de mi sufrida abuela cosiendo a máquina, cuidando de su marido enfermo, cantando aquello: eres mi vida y mi muerte, / te lo juro, compañero, / no debía de quererte / y sin embargo te quiero. Con una mano empuja la costura bajo la aguja incesante, y con la otra, da vueltas a la rueda negra. Coordinación a tope. Ritmo, canción y pena. Éste compra muebles usados, aquel vende despertadores a deshoras, el coleccionista de monedas y cucharas, el que oferta sombreros, el voceador de esencias. Yo compro un reloj roto de pared para sujetar las ramaleras al caballo del tiempo. Todos, ojeadores y vendedores, anticuarios y timadores, desocupados y turistas formamos los canelones de la misma noria que, desde el Cascorro hasta las puertas de Toledo, voltea el agua de los días, mostrando sus antiguallas de añoranza, vino viejo en odres nuevos, pellejos tragando quina por sus agujeros. Todo cambia menos el color amargo de la alegría, el dulce llanto de una sonrisa, las heridas de un amor querido y prisionero.

Crecimiento cero. Tal vez haya sido un acierto querer encontrar, esta mañana de invierno entre los desperdicios que tiré, lo que ahora voy buscando por el Rastro de Madrid.

martes, 4 de octubre de 2022

Pan bendito



Vienes a Azulada cada quince días para pasar los fines de semana con tu madre. Antes ella, mujer todo terreno, estaba más entera, te regalaba el oído con sus chascarrillos picarones: A la tía Cachisporra / le he visto el culo / no he visto chimenea / que eche más humo. Rejuvenecía su alma con cantos de vendimia: De vendimias venimos no traemos nada: / los amigos del vino ¡que beban agua! Refrescaba viejos amores con sus recuerdos: Yo me enamoré de noche / y la luna me engañó, / otra vez que me enamore / será de día y con sol.

Ahora, apenas canta. Sus palabras son más escasas, pero no menos profundas y sentidas. Sabia esfinge, desde su sillón orejero te dice: Hijo, estoy medio muerta y medio viva. Le preguntas: ¿Qué quieres decir con eso? Morboso e irónico insistes con tu mirada inquisitiva como si no hubieses entendido nada. Ella no te contesta. Y le respondes con aquellos versos que ella misma te enseñara de pequeño: Si no me quieres hablar / con los ojos hazme señas / que en algunas ocasiones / los ojos sirven de lengua. Silencio inteligente a mi necia insistencia. A esto, llega una vecina. Le trae un pan bendito adornado con espigas florecidas de trigo santo, tarta de velas encendidas, prometedoras. Vuestra conversación queda rota. Tú te quedas con la escena de un partido de fútbol en el que dos equipos se juegan la vida y la muerte en una gran final. El árbitro detiene el juego por un momento, hasta que la vecina por fin se despide. Madre e hijo reanudáis vuestra conversación.

Hoy hace día. /Mañana la Candelaria/ Y el tercero san Blas. Sigues sin entender. Madre continúa: Si la Candelaria plora, / el invierno fora. / Y si no plora, / ni dentro ni fora. Ella comenta que las noches no las pasa bien, que se desvela, que a su cabeza vienen los más horribles pensamientos. Madre llora casi todas las noches. Le cuesta trabajo irse a dormir. Relaciona el acostarse con su enterramiento. Las sábanas-sudario. Los largueros de la cama, son las tablas de su ataúd. Tu madre no se cansa de repetir que ya no tiene sentido su vida; ¡Qué hago yo aquí, soy un pasmarote! Preferiría estar muerta. Cuando llega la noche veo muy cerca mi final.

El entorno de tu madre parece forjado en hierro. Su vista se clava en las cosas como si sus ojos fuesen garfios apoderándose de los objetos de la habitación. Sus ojos son un anzuelo del que atrapados quedan todos los peces que nadan en el oscuro mar de su vida. Su sordera, su inexpresividad, su torpeza, su agotamiento la tienen como emparedada. Sólo sus pequeños ojos quedan libres, sin querer dejarse fundir por la forja inerte de las cosas. A tu madre, de pequeña, como a cualquier chiquilla, le gustaría vestirse de largo, con anchurosos trajes de colores sacados del baúl de la abuela. Daría vueltas de gozo alrededor de su grácil cintura para ver las volandas de las flores de sus vistosos ropajes. Satélite feliz alrededor de su estrella preferida. Los refajos de puntillas cortarían el aire saltando chispas de energía feliz ante un mundo de formas nuevas y juveniles, impulso vital, natural expansión, arremolinamiento florido y permanente. 

Para tu madre la tierra, de pronto, deja de moverse alrededor del sol. Ya no más alboradas, ni ocasos, ni mediodías. El pan bendito de tu madre listo está para ser degustado por las fauces dulces o amargas de su incierto destino.

domingo, 25 de septiembre de 2022

La Fiesta de los Judas



Nunca vestías de forma normal. Toda etiqueta en sí era una anormalidad con la que tratabas esconder y disimular tu manera natural de ser y comportarte. Por ser tu talla más bien escasa, no te prestabas a convencionales atuendos que resaltaran aún más tu poca monta. Eras mala percha. Preferías prendas sport, desahogadas, informales... Tu madre quería que salieras a la calle con la camisa limpia y planchada, abrochada hasta el último botón, y con la corbata bien puesta. Que todos te vieran como un pincel: ¡No ves que así pareces un Judas!

Y quisiste saber quién sería ese tal Judas al que todos en tu pueblo (sobre todo tu madre), se referían a la hora de increpar a aquellos cuyas vestimentas no se ajustaban al canon talar prescrito. ¿A quién o a qué se debía el estrafalario epíteto de Judas? Y recuerdas ahora que en uno de los barrios más antiguos de tu pueblo se celebraban la fiesta de los Judas, en las que los vecinos acostumbraban a colgar muñecos de trapo desde lo más alto de la calle para que el aire los ventolerara y sacudiera. Según cuenta Claudio Cerdán en su libro Misterios de Yecla, esta tradición arranca de los años en que Azulada fue ocupada por las tropas de Napoleón. Un soldado francés se encaprichó de la hija de una posadera, e intentó violar a la joven. La madre, al enterarse, mató al miliciano y colgó su cadáver en mitad de la calle. Desde entonces así es como en Azulada acostumbran a librarse de todo aquello que va contra la cordura, el deshonor o el mal gobierno. Unas veces colgaron a reyes, alcaldes y hasta santos y alguaciles.

Yo, de ti, si no fuera por una causa mayor, (pongamos por caso el cambio climático), saldría con la corbata bien puesta y la camisa limpia, por si los vecinos de las calles Carnicerías, Quevedo y Epifanio Ibáñez de Azulada, decidieran colgarte por los aires. Ya sabes, según contaba el literato Azorín, cómo se las gastan los aires de Yecla. Son muy peligrosos y capaces de ahorcar a cualquiera.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

El ácido corrosivo de los días




De un tiempo a esta parte cada vez me cuesta más acordarme cómo se llaman las cosas. Perder la memoria es la antesala borrosa de la existencia. La señal más cierta de mi declive. El día que mi mente sea una tabla rasa y el monitor (al que me conectaron cuando nací), muestre el latido continuo y plano de mi final parpadeo, dejaré de ser. Vivir es vivir, y vivir es recordar. Y no recordar es morir. Esta mañana me acordé del rocío sobre esa flor cuyo nombre no recordaba. Quise con mis manos hambrientas tocar la inocencia de su alma, beber el rojo de su belleza… No hubo manera. La dulzura y el aroma de su nombre a mi corazón y a mi cabeza no venían. Estuve, no miento, más de tres días intentando dar con su nombre, tres días muerto sin saber nada de ella…hasta que por fin lo conseguí. ¡Rosa! ¡Resucitada rosa! ¡Qué alivio! Hoy tardé tres días en acordarme. Mañana cuatro, la semana que viene cinco… Y así, hasta que no pueda seguir contando, viendo, recordando, viviendo, hasta que las letras de los nombres de todas las cosas se diluyan como el bicarbonato en el agua con limón que a diario tomo para combatir el ácido corrosivo de los días.

martes, 17 de mayo de 2022

Camino de imperfección



Hubo en su vida un momento, un momento eterno y santo, en el que abjuró de toda forma, impureza y veleidad. Tiempo de juventud atesorada. Su convencimiento, entrega y afrontamiento eran su más pura esencia, desprovista de tibiezas, hojarascas y presunción. Fue fiel a rajatabla. Consagrado cumplidor, todo un talibán, sin dudar ni un segundo de su verdad atornillada que ajustaba el andamiaje de todas las piezas de su ser, cual una brizna de hierba, inquebrantable.

Hoy, en cambio, aquella su sazonada fidelidad inamovible a las tablas virtuosas de su adorado credo le parece una herejía. Es más transigente con el vicio y las malas formas de la gente. En las maneras pecaminosas se ve a sí mismo retratado, camino de imperfección que le lleva como rata al vertedero a fundirse con el bien.

No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada; yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas. (Antonio Machado. Proverbios y Cantares.)

Mañana su dolor será más grande cuando muera y tal vez con él desaparezcan también su Dios y sus sueños.

domingo, 8 de mayo de 2022

Palabra y pensamiento


Serían las dos y media de la madrugada cuando me desperté y no vi a mi lado a mi mujer. Me levanté, fui al salón y allí estaba ella, sentada en el sofá viendo la tele. Quise decirle que ya era muy tarde, que se viniera conmigo a la cama; pero palabras sin sentido, sílabas mal ordenadas salían de mi boca. En mi cabeza tenía claro lo que quería decir, pero mi vocalización no se ajustaba ni a mi voluntad, ni a mi humor, tampoco a mi pensamiento, y mucho menos a su lingüística debida. Mi pronunciación era inteligible, no sólo a mí, sino también para mi mujer, que empezó a reírse como si yo tratara de gastarle una broma. Ella creería que yo me expresaba a posta e incorrectamente, por pura diversión. Me sentí ridículo al comprobar que mi distorsión prosódica era a mí ajena. Regresé muy humillado y malhumorado a la cama, viendo que no era dueño de mi determinación. Y allí acostado estuve bastante tiempo comprobando que era verdad lo que me pasaba. 

A conciencia y muy decididamente, me puse luego a visualizar en mi cabeza un objeto, por ejemplo, una manzana. Y al instante procuraba traducir la imagen de esta fruta en palabras, esforzándome en emitir en perfecto orden cada una de las sílabas que conformaban dicho vocablo: ¡man-za-na! Pero no era esta palabra la que salía de mi boca, sino otra que no tenía nada que ver con ella. Me puse muy nervioso. ¿Qué será ahora de mí, -exclamé-, si además de sordo, me veo privado del poder de la comunicación? Nada más constatar mi desvarío babélico, y sintiéndome impotente para articular lo que mi mente pretendía, sentí un enorme malestar físico: mareos, retortijones de barriga, respiración acelerada, escalofríos… Con todo no me desanimé y seguí ejercitando mi vocalización, por ver si podía superar lo que tal vez sólo fuera un episodio sin importancia. Había oído yo decir que los tartamudos no se atrancan al cantar, ya que esta actividad está relacionada con sus emociones más profundas. Me puse pues yo también a pensar en algo cercano, emotivo y muy querido: el nombre de mi mujer, el de mis hijos, en la palabra lluvia, madre… Pero tampoco. Por mucho que de viva voz yo me esforzaba, por ejemplo, en decir la palabra cho-co-la-te, las sílabas seguían saliendo de mi boca, igual de mal trabadas e inconexas que antes. 

 Fue entonces cuando mi desesperación tocó fondo. Perdí la razón. Comprendí entonces que hablar no consiste sólo en emitir ordenadamente las palabras, sino en hacer corresponder palabra y pensamiento.


viernes, 11 de febrero de 2022

Dónde estás que no te veo



... y además, en Ulthar había quienes habían visto las huellas de los dioses. (En busca del sol poniente. Lovecraft)

 

Aquel Dios al que admirabas y adorabas, y sobre todas las cosas amabas ¿dónde se habrá metido? No lo ves por ninguna parte ¿O es que acaso todo fue una ilusión vacía, un espejismo de tu juventud onírica y ardiente, generosa y crédula, idealista y pasajera?

Horas y horas interminables conversabas con él. Todo se lo contabas: tus fracasos, tus aciertos, tus pecados y esperanzas, tus amores… Pero a ti sólo te llegaba su silencio. Tú creías ingenuamente que te oía. Quien calla otorga, te decía don Eulogio, tu maestro espiritual. Y tú insistías, sin llegar a ver jamás su infinita y omnipresente estampa. Nunca dudabas. De nuevo, tu guía del alma: la fe mueve montañas. Seducido por el foco sagrado de su luz radiante, imposible de ser asida, inalcanzable, te empeñabas en tocar inútilmente con tus manos su divino rostro. A punto estuvieron tus confiados dedos en descorrer el velo que cubría su cara, pero sólo alcanzaste ver tu propio ceño fruncido, reflejado en su nula respuesta, en su espantada.

Estuviste mucho tiempo en riguroso silencio, a la espera de su voz, aguardando su aparición milagrosa, queriendo tocar su cuerpo. Te asomabas al alba. Es cierto que cuando lo hacías, sentías esa calma infinita, recién estrenada que toda madrugada ofrece a cualquier mirada por muy ofusca y pobre que sea. Al mediodía, deslumbrado por la verticalidad certera de los rayos de un sol nutriente sobre tus famélicos flancos, colmado te veías por el manjar de sus dádivas fructíferas. Al caer la tarde, cansado te entregabas a sus brazos balsámicos, acogedores. Esperabas que ese Dios en el que creías con todas tus fuerzas, fisioterapeuta divino, masajeara la fatiga de tus huesos derrotados tras la dura jornada. También en la noche, (sobre todo en la noche), ese túnel repleto de sombras, de perros aulladores, acudías sin falta en su busca. Tal vez, (no lo sabes), él estuviera presente en todas las horas del día, desde Laudes hasta Completas, desde el orto hasta el poniente.

Y hoy, al cabo de muchos años, orgulloso le dices a quien nunca vino a verte:

Te juro por Dios, (siento decírtelo), teniendo como tengo la vida, las flores de las habas recién abiertas al cielo azul de la huerta, el aire, el canto de los pájaros, el color encendido del ocaso, el crujir de los cipreses, el murmullo del agua del río, el aroma del romero, el sabor del apio y del hinojo, la mujer que quiero,… la verdad, mi Dios, que no te necesito.

domingo, 30 de enero de 2022

La nieve no es blanca


Hace un frío que pela. El mundo vuelve a ser como cuando eras niño. Los cristales de la ventana cubiertos están de escarcha. Con un paño húmedo limpias las costras de hielo que no te dejan ver los tejados amanecidos del pueblo, todos ellos cubiertos de nieve.

Te tomas un café, y más te sabe su calor que su sabroso aroma. Esta mañana, todo huele a antaño. Un recio perfume a olivera quemada inunda todas las estancias de la casa. En la habitación de abajo duerme tu madre. La pobre está muy malica. No habla, no se mueve.

La mujer que la cuida, para que te hagas una idea de lo poco que queda de tu madre, levanta las mantas y te enseña la parte inferior de su cuerpo: cuatros varas unidas en su centro por unas deshuesadas rodillas. Tusojos vagan por las arrugas de su acartonada geografía. Un gran pañal la envuelve casi entera. Y no sé por qué te imaginas a una cigüeña portando un bebé por encima de la Capilla del Fraile, la cumbre más alta de la Sierra Salinas, la que linda con el más allá. Tullida y muda, inmóvil y acuclillada yace en su cama de hierro, parihuela que es a la vez mausoleo, estandarte y trono de la procesión final de esta santa reliquia camino de su santuario.

Sobre el techo resquebrajado de la sala se reflejan sombras de fuego. Tu madre sueña o piensa que anda perdida por barrancos y umbrías. Por la bóveda de una gruta mesolítica ánimas ancestrales aparecen y desaparecen, se apagan, huyen, se encienden y lloran. Tú sólo ves el resplandor avivado de la llama de los ojos nublados de tu madrea que huyen espantados de los fantasmas de la nada.

La nieve sobre los tejados de Azulada no es blanca, tiene el mismo color de la mirada de tu madre. La nieve sobre los tejados de Azulada no es blanca, ni está helada, que quema porque la frente de tu madre está enrojecida por el miedo de la soledad, por la fiebre de su trance. La nieve sobre los tejados de Azulada no es blanca, ni está helada, ni se derrite, ni rezuma gotas de agua como la Cueva del Lagrimal donde tu madre se cree que está encerrada. De ella ya no queda ni una gota de lo que fue su brioso genio y rocío. La nieve sobre los tejados de Azulada no es blanca, es azul, azul como el pueblo que la vio nacer, azul como el cielo que le abre sus puertas.

viernes, 21 de enero de 2022

El reloj de bolsillo de mi abuelo

 



Me sentí muy halagado, cuando de entre todos los nietos heredé yo el reloj de nuestro abuelo. Si él supiera hoy, tras llevar muerto más de sesenta años, que lo he perdido, seguro que no me lo hubiera regalado. Y en ese extravío, ¡paradojas del destino!, tan identificado estaba yo con su reloj de bolsillo, que encontré la ganancia de haber también desaparecido.

Nacer al tiempo me hacía un desgraciado. Pronto me cansé de ser aquel reloj de plata, encadenado a su chaleco gris, y siempre obligado como un lacayo al servicio de su impertinencia de saber la hora del almuerzo o la de su muerte. Nunca me fue nada grato controlar los tiempos de nadie, y menos de quien a través de mi padre, me pusiera en marcha, con aquella su eterna manía de darme cuerda, rotando con el índice y el pulgar, sus alfareros dedos progenitores, la diminuta rueda sobre el mediodía de mi circunferencia fluorescente.

Por eso cuando me vi a mí mismo, en medio de aquella noche pelada y sin luna, convertido en un reloj de sol sin sol y sin minutero, empotrado y olvidado en la pared en ruina de un universo a oscuras que había perdido su varilla, el nomon que daba vida a cada momento del día, me sentí feliz. Y siendo sólo la ausencia de un trozo de hierro hueco, saeta oxidada por la escarcha y la herrumbre de la inamovible soledad de un tiempo muerto, sin rotaciones ni planetas, sin estrellas y fanales, ni prometidos umbrales, repito, me sentí orgulloso. A pesar de lo siniestro y tétrico del lugar y momento tan abismal y calamitoso, a pesar de ya no ser yo el puntero indicador que le robaba a la eternidad su tiempo, me sentí bien de haber dejado de ser quien era. ¡Cuántas veces había yo deseado librarme de tener que llevar la cuenta mortal de la vida de mi abuelo! Responsabilidad muy onerosa para mi corta edad.

Si antes fui directorio de avisos, agendas, llamadas, deberes y encomiendas, docto e iluminado catedrático de ciencias exactas e ingeniero de caminos encendidos de andares seguros, ahora, habiendo dejado de ser la batuta que orquestaba los caminos de Apolo, el horario de las comidas de mi abuelo, habiendo incluso dejado de ser la sombra de la luz, me sentí tan dichoso, como quien después de muerto hace su entrada triunfal en el paraíso, esa dulce monotonía, aplastante y eterna serenidad de la que un día, cuando nací, yo ya formaba parte, cuando las partes y el todo eran una misma cosa. Y los relojes eran un contrasentido, un absurdo en medio de un espacio sin movimientos, sin carreras, sin nada que medir, sin pulsación alguna que contabilizara la tensión sanguínea del abuelo.

Hasta que por fin, tras mi desgraciada vida, conseguí convertirme en un farol fundido sin gas y con las pilas apagadas. Me sentí, (insisto y recalco), como en la Gloria, tras haber recuperado mi prístina esencia, carne de dios enlatada, engullida por las fauces celestiales del vacío, el más digno de los lugares posibles del universo infinitesimal e interminable. Del reloj-tapas-abiertas de mi abuelo salieron las veinticuatro campanadas de mi extinta vida. Miré con detención cada hora. Y en cada una de ellas vi brillar el eco callado de un no-tiempo sideral vago e inexistente. Y me sumergí en las aguas abismales de los ochenta y seis mil cuatrocientos instantes infinitos que configuraban el dulce negocio de mi antigua estancia por siempre recuperada. 

Perdido el reloj que me regalara el abuelo, libre estoy ya de preocuparme por su muerte (o por la mía), o por la hora de su visita al otorrino.

martes, 4 de enero de 2022

El mantón de manila de Isabel la Católica

 


De un tiempo a esta parte sueño hasta en el filo de una cabezada. El sueño aún siendo breve e insignificante deja en mí una larga y profunda huella, un poso enorme, como si para gestarse necesitara un millón de años. Onírico iceberg que asoma tan sólo un poco teniendo escondida su mayor parte.

Tras la comida de ayer, (unas manitas de cerdo en salsa, con su pimienta negra, acompañadas de unas patatas fritas), pronto me ahondé en ese feliz letargo propio de césares y epulones. Soñé que regresaba de no sé dónde. Tal vez viniera del huerto lejano de mi juventud en flor, pues traía yo aires perfumados de seguridad y arrojo, esa manera escénica de encubrir mi falta de adaptación a un mundo hostil por desconocido. Lo que la vida es incapaz de tejer en su momento, el sueño se encarga luego de reconstruir y dar forma a carencias y recuerdos olvidados.

Al entrar en la barbería todos me miraron con amable curiosidad. El local estaba de bote en bote, lleno de clientes. Y lo que en parte debió alegrarme por las ganancias que a mi padre le reportaría aquella dura jornada, me entristeció más bien, por no estar yo allí a su lado, como buen hijo, para ayudarle, bañando barbas, recortando patillas, o simplemente sacudiendo con el cepillo la espalda de pelos de los parroquianos cuando se levantaban del sillón antes de encaminarse con sus caras y cabezas aseadas a sus casas. Deduje que sería sábado, ya tarde. Los hombres del campo regresaban cada quince días al pueblo para aviarse de comida, arreglar asuntos, errar mulas, reparar herramientas, echar una cana al aire, o simplemente ir a cortarse el pelo. Mi padre en ese momento atareado estaba afeitando a uno de los clientes que confiado y dormido resoplaba su rural cansancio frente al filo de una navaja recién vaciada. Vi su cara reflejada en el espejo dándome complacido la bienvenida. Yo quería atravesar cuanto antes aquel salón, el lugar de escarnio de mi padre. Me daba tanta vergüenza verlo enfrascado casi hasta pasada la madrugada, aguantando resuellos y malos olores de vastos labradores, mientras que yo me dedicaba a deshojar la margarita en la capital estudiando para algo grande y de provecho.

Alfonso, el hijo de Virtudes la villenera, esperaba su turno en la larga fila que llegaba hasta la calle emborronada por la noche cerrada. Nada más verme se levantó para saludarme. El Pelao, el hijo del fragüero, también estaba allí, aunque no para afeitarse. Él siempre estaba allí, pero para empaparse del periódico del que no quitaba ojos, se lo bebía hasta rebañar sus letras como si fueran el aceite sobrante de un buen moje de tomate. Al igual que yo me zampaba las manitas de cerdo..., pues él lo mismo. Hasta las esquelas de los muertos del diario Arriba se aprendía de memoria.

Todos estos detalles que cuento, aun siendo relevantes para revestir de realismo mi sueño, no son sustanciales al mismo. Lo realmente importante, la enjundia, el motivo central del sueño, se reduce tan sólo a las pocas palabras que mi vecino Alfonso me abocó como primicia: ¿Sabes que Isabel la Católica estuvo aquí ayer tarde en Azulada y que le regaló a Cristóbal Colón un mantón de Manila?

Nada más regresar del sueño, intento descifrar lo que tales palabras quisieron decirme. No sé si me habló en sorna, en sentido figurado, o tal vez Alfonso se valiera de un artificio literario para darme a entender qué es lo que se traía la reina con aquel navegante apuesto. ¿Acaso la reina Isabel, entre los pliegues del mantón, enviaba a Colón una esquela de amor para verse en algún idílico rincón de esta emblemática ciudad?

Antes de la cabezada, ingenuo de mí, yo nada sabía del romance de Isabel con el intrépido aventurero de islas y corales. Tampoco que eligieran Azulada como escondite para retozarse como amantes bajo el frondoso árbol que hay junto al paseo de la bandera. A la historia de España siempre se le escapan los detalles más sabrosos. Si alguna vez volviera a este mismo sueño, no dejaré de preguntar al Arco de los Reyes Católicos de Azulada qué hay de cierto en todo esto.

viernes, 31 de diciembre de 2021

San Silvestre toma pan y vete


 
31 de diciembre. 2021. En una plaza cualquiera, un viejo olivo da cobijo a una docena de jubilados. Algunos, de pie, sonríen de boca para fuera. Otros, sentados en el banco que rodea al árbol, callan, miran. Más bien se dejan mirar por el tenue sol que rebaña la piel gastada de sus rostros cetrinos. El que lleva gorra de paño oscuro, entre caladas al cigarro que cuelga de sus labios apretados, carraspea, arrancar quiere el aire que sus pulmones cicateros le niegan. El de las manos atrás, parece tranquilo; pero no es verdad. De su cabeza no se le va su parienta, la que enterró de covid no hace ni siquiera un año. Una señora con su carro de la compra, camina sacando cuentas de lo que cuesta alimentar una familia en paro. En sus caderas, posa el jubilado, (al parecer tranquilo), su mirada entretenida, condescendiente y limpia. El de más allá, el que cojea, ayudado de su bastón saluda desde la acera de enfrente con su garrota temblorosa a la concurrencia. Salió de mañana temprano de casa, sacudido por una esposa quejica e indolente. Pajarillos incautos revolotean guardando la distancia. A todos se les ve disimuladamente contentos. Incluso el de la camisa a cuadros, con quien los demás se ceban, no se toma a mal las bromas que le gastan por su vestir vaquero. Parecen chiquillos de escuela en el escaso recreo que les queda. Dos de ellos se dan cuenta de mi presencia embozada. Cuchichean. No saben que, cautivado por la amarga placidez de una escena en cuarentena, detengo apesadumbrado el paso, pensando que este fin de año tampoco podré ver a los nietos recluidos, allá en Madrid, por la pandemia.

Sigo parado, finjo contemplar el escaparate de una añosa tienda de telas descoloridas. Maniquís extraños, con mascarillas quirúrgicas; y, en sus manos de polietileno, frascos de gel hidroalcohólico. El sol, que rebota en las cristaleras, me refleja la llegada de otro contertulio con su bolsa de orina escondida entre sus entubados pantalones de pana. Conversa malhumorado con el que lleva en la mano una carta de desahucio por impago del alquiler. A duras penas oigo lo que hablan, pero, por sus gestos de intolerancia, noto un cierto cabreo, no exento de sabia aceptación, resignación en la que le va la vida. Uno de ellos se lleva las manos a sus partes con un gesto de dolor contenido: la reciente biopsia que ayer le hicieron para descartar un cáncer de vejiga.

Desde la azotea de mi curiosidad espero que algo importante ocurra. No pasa nada. O lo que es lo mismo, eso es lo importante: que no pase nada. Todo sigue su curso final en esta plaza de un barrio viejo de una ciudad cualquiera. En la plaza hay un tobogán amarillo. Está desocupado. Son las diez de la mañana. Los niños no tienen clase, están de vacaciones. Y en medio de la calle confinada, la extraña normalidad de unas fiestas resentidas, pasadas por la bancarrota y el escepticismo, hace aguas, mientras un perro callejero se mea a las puertas de una iglesia cerrada y con sistema de alarma en el frontispicio gótico de su fachada. Junto a la  extraña normalidad de un tobogán precintado, solo y vacío, unos viejos jubilados se dan cuenta que, tal vez el año que viene, cada uno de ellos ande ya por el pasadizo del otro lado. Como también saben que es mentira que Año nuevo vida nueva.

Hubiera querido poner un poco de poesía en este relato de fin de año. Pero hay historias que no admiten componendas. Tan sólo me consuela sospechar que, cuando llegue la siguiente primavera, los nietos de estos abuelos escribirán las iniciales de sus nombres enamorados dentro de un corazón grabado sobre la corteza de esta vieja olivera.

sábado, 11 de diciembre de 2021

Dónde fue a parar el carro del profeta Elías

 


La escritura nos hace ver la verdadera dimensión de una realidad que no supimos ver a primera vista. Escribo para poner en valor lo vivido, -me dijiste. Y vi en tu cara el reflejo de tu ayer rejuvenecido. Luego yo, borde y envidioso, para chafar las ínfulas que pendían de la mitra de tu mente acrisolada, te cité a André Bretón: El acto de escribir está dentro de la categoría de las vanidades.

Dejamos atrás el óxido corrosivo de siete décadas y pico, plagas bíblicas sobre el lomo de nuestra conciencia zaherida por el rayo de un Júpiter, a la vez, inclemente y bueno. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda sin esquinas y mezquinas intenciones, cubierta con un mantel blanco y sin arrugas. Un ramillete de amigos nos congregamos en Santomera. Veníamos del jardín de la pureza, aquella nuestra imberbe e inocente adolescencia de la que nunca quisimos emanciparnos, la Razón Pura de nuestra existencia, con la sola intención de averiguar el desvío acertado del derrotero del carro del profeta Elías.

El hecho de convocarnos, recurriendo a un almuerzo, fue pretexto feliz para regresar al santuario del manjar de nuestros jóvenes años. El festín se grabó en la tábula rasa de mi feliz olvido. La experiencia resultó ebria y deleitosa, como quien se encuentra de nuevo con la Venus de la que siempre estuvo enamorado. Las nubes de nuestro acné juvenil no nos permitieron mirar frente a frente a la mujer de nuestros sueños. Y ahora, al cabo de siete décadas, libres y desinhibidos, queríamos dar con la Dulcinea de aquellos besos que otrora no dimos.

Ya ni me acuerdo de la pasta gansa que comimos, ni del pastón que nos costara la fiesta. Lo que sí recuerdo son los dulces violines de plata, que nada más salir el sol, arándanos encasullados por el alba, entonaron el dum sumus juvenes. Fuentecillas de agua clara, mirtos llenos de color, naranjos endulzados de abejas deshicieron la tristeza, la boira-cerumen, el sinsentido monjil, controvertido, alegre, consentido, beato y pervertido de un bullanguero reclutamiento perdido en la lejanía tras el viento de los años.

Alguien brindó, que no lo sé, evocando a Jorge Manrique, cualquiera tiempo pasado fue mejor, pues yo absorto estaba enzarzado en zamparme las costillas de cordero que se resistían al postizo de mis dientes estridentes y veganos. Bebimos del blanco y rojo de las copas de nuestro ayer retomado, caldo de rico orujo, ron pampero, bajo la bóveda encendida de una tarde exploradora, cantarina y espléndida sobre la grupa de un caballo blanco y silla de montar.

Llegué luego a casa y quise, según me dijiste, poner en valor lo vivido, esculpir la grata velada sobre el muro de mi selecta colección encriptada, para que no se durmieran mis sueños. Pero pronto y presto quedéme amodorrado bajo las mantas de las cenizas de mi ayer dichoso y despojado. Como el carro de Elías, desapareció su estela tras el torbellino del día.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Pan, tocino y aceite



Llevo más de mil años sin escribir una gota. Y tengo la sensación de no haber vivido nunca. Sumergido, anclado en la Mesopotamia prehistórica paso mis días tontamente. Todo se va al garete, como quien de comer da a la mula del belén de Salcillo. Al no transcribir lo ocurrido, ni el ojo vio ni el oído oyó. Si Julio César no hubiese escrito De bello gálico, nadie hasta hoy habría traspasado el Rubicón. Y mentira sería también aquello de Alea iacta est. Aunque si fuera verdad, a mí, ¿qué me importaría? si no sé lo que el general romano quiso decir con semejante latinajo ¿Acaso sabríamos hoy de las hazañas de Agamenón, si Homero no hubiese escrito la Illíada? ¿Daríamos por libro histórico la Biblia, si unos pastores no hubiesen dado con los manuscritos del Mar Muerto?

Lo mismo digo de las leyendas de nuestros antepasados al calor de la lumbre. Si mi abuela no me hubiese contado que su padre era dueño de un campo de oliveras, yo no estaría sopando gratis ahora este sabroso moje con pan, tocino y aceite. Pues eso: ¡escribir es vivir! Ya lo dijo José Luis Sampedro. Aunque para comer no nos baste.