Vacaciones. Lleváis acampados una semana. Esta mañana madrugáis más que el sol. Se acabaron las provisiones. Necesitáis huevos frescos, algo de companaje, embutidos, frutos secos... En excursión amena, por una senda perdicera, monte arriba, vais al Collado Tornero: un grupo de catorce casas apuñadas en lo alto de una roca. Todas ellas con su cortina de trapo en la puerta. A este lugar sólo tienen acceso el ganado y las mulas o alguien como vosotros, amigos de la naturaleza. Troncos de madera bien apilados a la entrada de estas humildes casucas, en invierno incomunicadas por la nieve.
Una viejecita desdentada con un pañuelo negro en la cabeza y ademanes de niña buena os recibe hospitalaria. El abuelo, sentado en el poyo de la puerta, no sabemos si aburrido por su vejez, o tal vez orgulloso rumiando su anterior ajetreada vida de segador por los campos de la Mancha. Sus caras transpiran tranquilidad y un acomplamiento acompasado con el ritmo natural del apacible entorno. El tiempo aquí no tiene prisa, ni anda de dos en dos sumando horas a todo trapo como allá en la ciudad de vuestros trajines y tareas. Os invitan a sentaros. Uno de vuestros hijos lleva en sus manos un muñeco de ETE. La viejita del pañuelo al ver al pequeño extraterrestre suspira de miedo: ¡Jesús, qué bicho! Delante de donde estáis se extiende un pequeño bancal de pimientos. En medio brotan pequeñas matas de tabaco. Todo aquí tiene su razón de ser. El abuelo comenta: ¡Ea, gracias a esta matas de tabaco los pimientos no se estropean! Después de pagarles la docena de huevos y los garbanzos os regalan un par de cebollas y un calabacín como un melón de grande. La abuela dice que guradéis los chícharos en un tarro con una cabeza de ajo dentro para que no se echen a perder.
De vuelta hacéis un descanso para contemplar desde lo alto todo el valle del Vado. Por los cerros de enfrente escucháis los cantares de los mozos que andan atareados transportando troncos con sus caballerías río abajo. Vuestro hijo pequeño, siete años, se las apaña para coger de la cola una lagartija. El otro de nueve, se refresca la cabeza bajo el caño del agua que se abre paso entre las piedras madre.
A la noche, sentados junto a la tienda de campaña contempláis el cielo ataviado con sus joyas más resplandecientes: la luna juega alegre a la comba con Venus, las estrellas saltan de chopo en chopo, jovenzuelas, se miran unas a otras con sonrisa dulce y sosegada. Tocan con sus zapatillas de ballet las puntas de los árboles. Melodías gratificantes al tintineo de las hojas desprenden tenues gotas de agua de la suave lluvia caída durante la tarde. Los hijos y su madre se metieron a la casita de tela a dormir. La excursión de la mañana los rindió antes de la cuenta.
Tú permaneces fuera, seducido por un corro de estrellas alrededor de la luna. Se te va el tiempo soñando porvenires y venturas. Montado en el carro de la Osa Mayor buscas senderos para llegar al jardín de las Anémonas, allá donde Adonis anda en amores con Afrodita. Faltará una media hora para salir el sol. El alba tenue y la suave brisa, el lejano rebullir de los animales, (cerdos, pájaros, gallos, cabras, conejos, gatos...) se desperezan, se alegran de encontrarse un día más con el rayar de la alborada. De no ser un poco cohibido y timorato hubieses corrido tras las estrellas a la caza de los sueños de la luna por los Campos Elíseos de la Vía Láctea. Pero prefieres entrar dentro de la tienda con los tuyos y tu mujer. Mejor una paloma y dos gorriones en la mano, que cientos de Venus volando.
Leyéndote y viendo lo que nos invade, me ha parecido algo irreal y sé que esistiò.
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