viernes, 21 de enero de 2022

El reloj de bolsillo de mi abuelo

 



Me sentí muy halagado, cuando de entre todos los nietos heredé yo el reloj de nuestro abuelo. Si él supiera hoy, tras llevar muerto más de sesenta años, que lo he perdido, seguro que no me lo hubiera regalado. Y en ese extravío, ¡paradojas del destino!, tan identificado estaba yo con su reloj de bolsillo, que encontré la ganancia de haber también desaparecido.

Nacer al tiempo me hacía un desgraciado. Pronto me cansé de ser aquel reloj de plata, encadenado a su chaleco gris, y siempre obligado como un lacayo al servicio de su impertinencia de saber la hora del almuerzo o la de su muerte. Nunca me fue nada grato controlar los tiempos de nadie, y menos de quien a través de mi padre, me pusiera en marcha, con aquella su eterna manía de darme cuerda, rotando con el índice y el pulgar, sus alfareros dedos progenitores, la diminuta rueda sobre el mediodía de mi circunferencia fluorescente.

Por eso cuando me vi a mí mismo, en medio de aquella noche pelada y sin luna, convertido en un reloj de sol sin sol y sin minutero, empotrado y olvidado en la pared en ruina de un universo a oscuras que había perdido su varilla, el nomon que daba vida a cada momento del día, me sentí feliz. Y siendo sólo la ausencia de un trozo de hierro hueco, saeta oxidada por la escarcha y la herrumbre de la inamovible soledad de un tiempo muerto, sin rotaciones ni planetas, sin estrellas y fanales, ni prometidos umbrales, repito, me sentí orgulloso. A pesar de lo siniestro y tétrico del lugar y momento tan abismal y calamitoso, a pesar de ya no ser yo el puntero indicador que le robaba a la eternidad su tiempo, me sentí bien de haber dejado de ser quien era. ¡Cuántas veces había yo deseado librarme de tener que llevar la cuenta mortal de la vida de mi abuelo! Responsabilidad muy onerosa para mi corta edad.

Si antes fui directorio de avisos, agendas, llamadas, deberes y encomiendas, docto e iluminado catedrático de ciencias exactas e ingeniero de caminos encendidos de andares seguros, ahora, habiendo dejado de ser la batuta que orquestaba los caminos de Apolo, el horario de las comidas de mi abuelo, habiendo incluso dejado de ser la sombra de la luz, me sentí tan dichoso, como quien después de muerto hace su entrada triunfal en el paraíso, esa dulce monotonía, aplastante y eterna serenidad de la que un día, cuando nací, yo ya formaba parte, cuando las partes y el todo eran una misma cosa. Y los relojes eran un contrasentido, un absurdo en medio de un espacio sin movimientos, sin carreras, sin nada que medir, sin pulsación alguna que contabilizara la tensión sanguínea del abuelo.

Hasta que por fin, tras mi desgraciada vida, conseguí convertirme en un farol fundido sin gas y con las pilas apagadas. Me sentí, (insisto y recalco), como en la Gloria, tras haber recuperado mi prístina esencia, carne de dios enlatada, engullida por las fauces celestiales del vacío, el más digno de los lugares posibles del universo infinitesimal e interminable. Del reloj-tapas-abiertas de mi abuelo salieron las veinticuatro campanadas de mi extinta vida. Miré con detención cada hora. Y en cada una de ellas vi brillar el eco callado de un no-tiempo sideral vago e inexistente. Y me sumergí en las aguas abismales de los ochenta y seis mil cuatrocientos instantes infinitos que configuraban el dulce negocio de mi antigua estancia por siempre recuperada. 

Perdido el reloj que me regalara el abuelo, libre estoy ya de preocuparme por su muerte (o por la mía), o por la hora de su visita al otorrino.

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