No fue la mezcla del arroz con leche y el ajo de las patatas asadas, tampoco los paparajotes ni el café del puchero con anís. Es que de pronto vi pasar el tiempo sobre las cabezas de todos los que estábamos allí en Los Huertos del Malecón celebrando las fiestas de primavera. El tiempo con la hoz invisible de su fuerza infinita quería reducirnos a la nada. Y quise detener el ocaso de los días retrocediendo al ayer. El tiempo, la memoria, el pasado, son las aspas del molino, mis enemigos eternos. Con ellos a diario me peleo como un pobre quijote apaleado. El tiempo con su brevedad, me consume. La memoria con su fragilidad, me desorienta. Y el pasado que nunca vuelve, me desespera.
Apenas lo recuerdo. Estaba yo por entonces en Roma. Y es que puesto a recordar, uno se acuerda más del bordado y el color de los manteles, que de los manjares que degustaron nuestras glándulas hambrientas. Mis días en la Ciudad Eterna se me fueron volando, atareado en asuntos que la firma para la cual entonces yo trabajaba me encomendara. Mi hotel quedaba cerca del Vaticano. Todas las mañanas, para llegar a la sucursal de mi empresa, atravesaba la Via della Conciliazione, desde la cual avistaba yo a lo lejos la Cúpula de san Pedro, luna eclipsada entre nubes de sueños superfluos.
En el tiempo que estuve en la ciudad de las siete colinas, no se me pasó por la cabeza visitar la Basílica de san Pedro. No tuve el honor ni tentación turística alguna. Tampoco pretexto, para luego, de regreso a Madrid, presumir ante mis compañeros por mi deslumbramiento ante la serena ternura de una Pietà doliente y bella. Así como tampoco me tentó el deseo de alcanzar el infinito subiendo los cuarenta y ocho escalones de la Escala del Bramante. Es ahora, cuando de aquello han transcurrido ya casi cincuenta años, que me arrepiento por no haberme cogido un día para relajarme por los jardines del Vaticano, pasear entre sus cedros y olivos, contemplar sus murallas, y sumergirme y embriagarme con el aroma a eternidad encriptada por el laberinto sin puerta ni cerrojos de sus arbustos. Y ese sentimiento frustrado por haber desperdiciado la oportunidad de contemplar esa hermosa y apenada mujer que Miguel Ángel creara. Como a quien en pleno calor le dan a probar una buena tajada de melón, y en lugar de degustarla, la tira al suelo y la pisotea desagradecido.
Y eso mismo sigo haciendo esta mañana. No escarmiento. El destino ha puesto generoso en mis manos la posibilidad de estrenar este día, ¿y qué es lo que hago? Lamentarme de lo que no hice en su momento. Y mientras tanto, añorando el pasado etéreo, dejo pasar también este instante contante y sonante. Y es que la vida siempre me coge haciendo otra cosa de lo que debiera estar haciendo. ¡Ojalá pudiera sentirme libre de hacer lo que mi alma escondida me pide! Libre de amar a la mujer que no amo. Libre de no servir a los emperadores que me rigen. Libre de creer en el dios en el que no creo...
El recuerdo distorsiona la realidad, melancoliza el ánimo. Lo que no sabía yo es que además produce malhumor y vinagrera. Si no ¿a qué el amargor de mi estómago que no me ha dejado pegar ojo en toda la noche? O acaso tal vez se deba a la gran comilona que ayer nos dimos en la barraca de Los Huertos del Malecón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario