sábado, 8 de octubre de 2022

El Rastro



Es domingo. Hace frío en Madrid. Una vieja balancea con su pie el pedal de un organillo. Yo, de esta humilde pincha discos, si fuera la Ayuso de los madriles de España, me hubiese puesto un clavel rojo en el pelo, pero el horno no está para bollos para mujer tan sencilla. Tonadillas se alzan al aire con sabor a azucarillo de verbenas, a chotis agarraos. La gente nos arremolinamos de puesto en puesto tratando de saciar nuestra particular búsqueda. Ojos ansiosos, miradas indefinidas tras un chollo. No sabemos lo que buscamos. Afanes casposos, pintorescos, recoveros, más felices en el intento que en lograr nuestro propósito. Necesitamos algo que no es necesario. Y lo que es necesario, lo desechamos.

Una policía con su cola rubia, que arranca del cogote de su gorra de plato, saluda con sus buenos días castizos a la organillera, dándole su municipal aprobación. La música socarrona contesta: ¡anda y qué te ondulen! La policía ahora acelera el paso. Atrapar quiere a un carterista. La calle en cuesta de Curtidores sonríe a una multitud contenta por tanto derroche. Un pañuelo ajusta la cabeza de la viejecita, triste al ver su platillo, vacío de calderilla. Rodeado tiene el cuello con una larga bufanda con los colores del Atletic, la misma que utilizaba su padre, de quien heredó también este carromato musiquero. ¿Cómo habrá podido traer esta mujer desde la Cañada Real su melodioso instrumento rodado, repleto de tantos cuplés y sentires encontrados? Amores, infidelidades, reyertas, celos, repudio, reencuentros, soledades…

Veo a la organillera seria y silenciosa en medio del apretado y feliz tumulto, y se me hace un nudo en la garganta. Me acuerdo de mi sufrida abuela cosiendo a máquina, cuidando de su marido enfermo, cantando aquello: eres mi vida y mi muerte, / te lo juro, compañero, / no debía de quererte / y sin embargo te quiero. Con una mano empuja la costura bajo la aguja incesante, y con la otra, da vueltas a la rueda negra. Coordinación a tope. Ritmo, canción y pena. Éste compra muebles usados, aquel vende despertadores a deshoras, el coleccionista de monedas y cucharas, el que oferta sombreros, el voceador de esencias. Yo compro un reloj roto de pared para sujetar las ramaleras al caballo del tiempo. Todos, ojeadores y vendedores, anticuarios y timadores, desocupados y turistas formamos los canelones de la misma noria que, desde el Cascorro hasta las puertas de Toledo, voltea el agua de los días, mostrando sus antiguallas de añoranza, vino viejo en odres nuevos, pellejos tragando quina por sus agujeros. Todo cambia menos el color amargo de la alegría, el dulce llanto de una sonrisa, las heridas de un amor querido y prisionero.

Crecimiento cero. Tal vez haya sido un acierto querer encontrar, esta mañana de invierno entre los desperdicios que tiré, lo que ahora voy buscando por el Rastro de Madrid.

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