Mostrando entradas con la etiqueta Pintura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pintura. Mostrar todas las entradas

martes, 1 de abril de 2025

Paz de plomo

 



El pintor no tiene firma. Ni tonalidad, ni paleta. Tiene hasta la risa frágil. Flojo es de pincel. Ni siquiera se echó una querida. Su representante le dice si acaso vistieras como un adefesio, si hubieses troceado a cachitos a tu perro, y con su sangre, ribeteado de rabia los cuernos de la luna...

El pintor ya se sintió como un palo de fregona hace dos años cuando presentó su última colección El color de la noche. No vendió ni un cuadro. Él se engaña a sí mismo diciendo que es un incomprendido, que se la refanfinflan los galeristas, los marchantes, los revisionistas picassianos, los críticos sin criterio, los tasadores trileros, las señoritas de terciopelo y purpurina, a media tarde. Lechuguinos que no saben que el buen arte se adquiere en la taberna del polígono industrial La polvorista, que las artes no se compran ni se venden al por mayor al mediodía, viendo pasar el tiempo con una mano detrás y otra delante, viviendo la vida padre.

Por eso el brocha frustrado y débil atrincherado está en su taller resentido, diciendo yo no pinto para complacerme, ser consumo veleidoso de miradas blandengues, catadores de oleos y barnices pasados por agua de borrajas, lo que yo quiero es plasmar mi alma en el encerado sideral del infinito distópico de mis calcetines con troneras. Y que se la casque el mundo, que se distraiga el vulgo con sus guerras preventivas y con su paz de plomo.

El pintor lleva un tiempo que ni pinta ni canta. Ahora lo que le toca es esperar su turno en la carnicería para hacerse con su envoltorio de carne molida.

martes, 31 de diciembre de 2024

Las mujeres del tiempo



Cansado de ver la casa abandonada, en ruinas el jardín de mi infancia, decido deshacerme del piso de mis padres. En la notaría debo estar a las doce y media para firmar la escritura de compraventa. Llego tarde. Echo un vistazo, una última mirada al cuadro de mi habitación. Una reproducción del cuadro de Goya, Las mujeres del tiempo. Se acaba el año. El tiempo apremia. Lo descuelgo a toda prisa de la pared. Cuando de pequeño soñaba que el ladrón de los días me arrebataba el aire, yo abría la puerta de mis pulmones y miraba a estas dos muchachas, y al instante la serenidad de sus carnes, la acogida de su mirada me consolaban. Los horrores de la noche desaparecían. Necesito este cuadro para remediar las tristezas de mi olvido. Si el tiempo es la vida y la madre es su fuente, al año que entra esperanzadamente debiera llamarlo mujer.

Cojo las llaves, (la llave de la puerta principal, la llave de la cochera, la de atrás, la llave de un tiempo pasado, un tiempo que ya no existe; pero quiero llevármelo escrito conmigo), como lo hace una de las mujeres del cuadro. Todas estas llaves siempre me acompañaron donde quiera que iba. Cuando cumplí los dieciocho años, mi padre me dijo: hijo, aquí tienes las llaves de la casa, nunca las pierdas.

Cierro la puerta de la entrada. Y siento que el tiempo se muere. Los años se apagan. Las mujeres del cuadro sonríen. Vino una vez el tiempo a esta casa y se prendó de mi cara, se adueñó de mi cuerpo, me ragaló el aliento, alumbró mi vida. Y ahora al cerrarla siento que una flecha atraviesa la cerradura y destroza  mi alma. Con las prisas el cuadro se me cae de las manos. A Cronos se le hace añicos su reloj de arena. El pasado derramado queda por el suelo.

Con mis melancolías en un puño me pongo a recomponer inútilmente los añicos esparcidos  del ayer. Pero la tragedia es irreparable. Nada retorna, todo al final se pierde, nadie puede reconstruir el pasado, tampoco yo, por mucho que lo escriba, he podido salvar el cuadro de Las mujeres del tiempo.

miércoles, 3 de abril de 2024

El puñal de la desconfianza

 


La una y media de la madrugada. Su hijo no ha vuelto. Estará de francachela allá tumbado por los jardines del malecón dando las últimas bocanadas al Bando de la Huerta. Decide esperarlo despierto. No puede dormirse hasta no verlo regresar sano y salvo. De aquellos festorros juveniles hace años que él ya está de vuelta. Mientras tanto se pone a pensar. Apaga la tele. Son muchas las cosas que le rondan por la cabeza.

Si a su alrededor no hay serenidad y quietud no consigue relajarse. No le basta la quietud de las cosas que le rodean. Todo está en su sitio. Hasta la atrocidad del cuadro de El sacrificio de Isaac de Lucas Jordán que preside el salón de su mente permanece inmutable. Pero el padre se siente excluido, fuera del sistema. Piensa que este mundo no tiene arreglo. Y se ve a sí mismo como el puente de Baltimore, derrumbado, hecho pedazos. No sabe si siente envidia, rabia o alegría por su hijo. Ve que el carro de sus días se precipita hacia del final de la historia. El mundo envejece también. Cada vez más vacío, sin base, sin contenidos ni valores. Indiferencia, relatividad, escepticismo. El padre no quiere que su hijo muera sepultado bajo las aguas de un río que no conduce a ningún paraíso. Tampoco él encuentra razón alguna para seguir viviendo. Piensa en el viejo aquel de Campotéjar que se le murió la mujer, (era lo único que le quedaba); a los tres días a él también tuvieron que enterrarlo por mimetismo, por defecto de forma o vaya usted a saber si fue por sympatheia (simpatía).

Son las tres de la madrugada. Oye la puerta. Conoce como la palma de su mano los andares extraviados de su hijo entrando sin hacer ruido por el pasillo. No quiere despertar al padre. Luego el padre oye caer el cuerpo aplomado, sin desvestirse siquiera, del hijo sobre su ansiada cama. Por fin el padre deja de pensar, aparca su desesperanza. Se arrepiente de haber pensado como un viejo gruñón. Y se queda durmiendo feliz, viendo como el ángel aquel que pintara Giordano Luca le arrebata el puñal de su desconfianza.

miércoles, 13 de julio de 2022

Adivinanza


Venuseaba yo al amanecer por los alrededores del Puente Viejo de Florencia. Y en esto que me encontré con una mujer dulce, elegante y, por su desnudez, pudorosa. A pesar de su inocencia me hizo un guiño, como diciéndome vente conmigo. Su esbelta figura me abdujo como un agujero negro en medio de un mar verde y tranquilo. Cándida era su mirada, como acervado el deseo que en ese mismo momento afloró en mi corazón. Las caderas bombeadas de esta dama, sus paréntesis ceñidos pendulearon (de péndulo) mis latidos como el mejor reloj de salón que deleita con sus cuartos al César mayor del Gran Ducado.

El ritmo de sus quietos andares me sedujo como al más salido de los mortales. El vuelo de su peinado al aire suelto del perfume de un laurel, las manos sobre su pecho y su pubis púdicos, así como el leve oblicuo del amarillo de sus piernas sobre la concha dorada y fértil donde su esbelta figura posaba, me cautivaron tanto que nublaron mi vista, de tan grande que fue mi afortunado hallazgo.

Y no dejo a vuestro criterio el que me digáis cómo se llama esta mujer pintada, para que no me robéis lo que yo en aquel momento sentí por ella. Aunque, por cierto, sería inútil, -porque repito-, nada más verla se me fue su santo nombre al cielo. Tanta belleza era imposible que cupiera dentro mí limitado fervor.

martes, 7 de septiembre de 2021

Palmira no me quiere


Sucedió una tarde estúpida. El pétalo de una margarita dice al joven Simón que Palmira, la hija del tonelero de la ciudad, no me quiere. Y hoy, después de 25 años, el muchacho de ayer, hoy convertido en alcancía y consumo, encuentra prensada entre las páginas de un libro, (Rojo y negro de Stendhal), la corola disecada de aquella flor desagradecida. El hallazgo fortuito de esta bella estampa estilizada y su amarga melancolía endurecen más aún los callos de su pesimismo. Simón reflexiona acerca de la decrepitud del tiempo, la inutilidad de los días vividos sin el amor de su juventud recién estrenada. Aquel no de Palmira, convirtió a este hombre en un desesperanzado escéptico. Duda de la bondad del amor. El amor para él es como la ley de Murphy (si algo malo puede pasar, pasará).

Los pensamientos le vienen, arremolinados, sin orden ni concierto, cavilaciones no sujetas al mandato de la lógica. Simón siempre creyó que regulaba su razón, que gobernaba cada uno de sus actos; pero no es así. Es su desmadrado saber, faro y guía de su mala suerte. Las cartas del amor no le vinieron bien dadas. Ya en su primera partida le dieron calabazas.

Por ello tal vez, esta mañana enmarañada de un otoño a destiempo, y avivado por aquel mal recuerdo de despecho, Simón amanece un poco poeta. Se siente solo. Es un cínico, duda de todas las bondades que le rodean: casa, familia, y hasta de su gato de compañía. Tal vez su cinismo lo haya heredado de esta sociedad sin referentes en la que vive. La gente ya no se enamora, viven juntos... y punto. Hasta enamorarse está mal visto, si no que se lo digan al obispo de Solsona del que dicen que está poseído por el diablo porque anda en amores con una feligresa.

¿Será que el mundo ha dejado de tocar la última melodía que en su violín guardaba? Son tantas las batallas a pelear en este agónico y convulso mundo, que el planeta anda sin barrer. Ya se pueden morir de asfixia tóxica todos los delfines del océano, derretirse los polos de la tierra, crecer de nuevo los bigotes del tirano… que nadie dará un palo al agua. Ya no quedan causas nobles, ni brigadas internacionales en las que alistarse. Medusa convirtió en piedra corazones y conciencias.

Simón vuelve al libro de Stendhal: coge la flor. Se le deshace entre las manos. Ya no huele a rosas ni a lavanda. Anda el antiguo verde de aquel pétalo, fosilizado, sin que un sol le haga hervir de gozo las meninges.

Antes el amor se llamaba amor. Hoy lo llaman cualquier cosa. Hasta el amor que ayer mismo era un misterio lleno de sorpresas, hoy yace tirado en el suelo sobre un jergón de garrapatas en aquel cuadro La nihilista que Paul Wermart pintara allá por el año 1882.



sábado, 31 de julio de 2021

El falso anillo de boda



Hasta el sol, que hace brillar de vida a quienes esperáis, pasa de mí. He llegado incluso a dudar de mi existencia. Dicen que un tremendo golpe seco de mi cabeza, contra una de las rocas del fondo del río Sambre, dejó mi cerebro completamente a oscuras. Vago por el ocre incierto de un campo de batalla sembrado de esqueletos. Además de no oír, me pregunto, si tal vez también me habré quedado ciego. No. Los ciegos sois vosotros, que ni siquiera levantáis la mirada para decirme hola, y que cubrís vuestros besos con telas manchadas de culpa. Y si a este ocultamiento vuestro y falsa indiferencia mía, añado la mirada fatídica de una hilandera atropellada y tendida en el suelo, del cuadro que preside esta estancia, y que me mira como si yo fuera ese cuervo incómodo que cabalga a lomos de un caballo exterminador que intenta aplastarla viva... 

Yo diría que el marido de Berta, después de estrangularme con los hilos de la rueca de Paula, fue el que me arrojó al río.

Estoy como en otro plano. Ni aquí, ni allí. En medio, que es lo mismo que decir que no estoy en ningún sitio. ¡Y qué raro! Yo, sordo de nacimiento, que nunca supe entender el lenguaje secreto de las cosas, escucho vuestras conversaciones. Parece como si hubiese recobrado milagrosamente el oído.

Paula le dice a Berta que cuando el marido de ésta última le comunicó lo que había ocurrido, no se lo creía. ¡Imposible, si este fin de semana estuvimos juntos en la casa de la playa! Mi mujer se da cuenta de que tengo los ojos abiertos. Con suma delicadeza se acerca y me cierra los párpados como queriendo evitar mi mirada acusadora.

Repito, los muertos sois vosotros que ignoráis mi estado, que calláis vuestro delito, que hacéis el amor, escondidos bajo la mugre de sábanas ajenas. El forense dijo que la muerte fue por ahogamiento. ¡Mentira! Paula me la pegaba con el marido de Berta. Se deshicieron de mí a conciencia. 

Vivir es un accidente -escucho ahora con total impunidad a mi asesino-, sólo la muerte es eterna. Y acto seguido pasa su mano exculpadora por la frente, cual un otro Arquímedes satisfecho al salir de la bañera. Si pudiera ahora hablar le diría a este hombre, que hasta ayer consideré mi amigo... pero así, estando como estoy, con esta mordaza que me han puesto para que no se me desencaje la mandíbula y no diga a nadie cómo se desarrollaron los hechos, se me hace imposible…, además ¿de qué serviría decirle que lo perdono o que lo maldigo?

Intento sacarme ahora el anillo de boda que llevo puesto. En los doce años de casado, nunca me lo quité ni un momento. Quiero dárselo en recuerdo a mi hija Paulina. Mis manos, estando como están, también paralizadas, no consiguen llegar a las de la pequeña. Será cosa de ir acostumbrándome a esta nueva situación catapléjica. Además, el hinchamiento amoratado de mi dedo anular, no me deja desprenderme de la alianza. En el fondo, me alegro, no sea que a la pequeña le acarreé la misma mala suerte que a sus padres.

Llegan dos hombres vestidos de negro con una mesa de ruedas. Antes de cerrar la caja donde estoy metido, le dicen a Paula que dispone de unos minutos para despedirse de mí. Los de la mutua se retiran por discreción. Siento sobre mi frente un gélido beso descolorido y adúltero. Me dejo ahora llevar por los camilleros a no sé dónde. ¿Qué puedo hacer, si no? Continúo con los ojos cerrados. Paula esquiva mi mirada. Muerto, veo y escucho mucho mejor que cuando estaba vivo. Y tal vez por ello entiendo que soy parte de esta composición macabra que pintara el sarcástico Pieter Bruegel. Ahora estoy más vivo que antes. Aquí, para siempre representado en este museo del Prado, en este jardín escalofriante, donde la muerte acampa victoriosa e implacable, conocedora del secreto que calláis.

viernes, 29 de junio de 2018

Ese beso que se escapa





Comentar un cuadro de Juan es hablar de todos ellos. En cada obra suya se incluyen como en el Aleph de Borges todos los puntos habidos y por haber de la circunferencia del cosmos.

No hay ningún pintor, ni Picasso ni Miró, ni Velázquez ni Dalí, ni siquiera un grafitero que pintara una paloma, el busto de una mujer, el azul de un mar de anhelos, el renacer de un tronco seco, el mural de Carmen Conde... y del pincel de sus alas saliera volando lo real, el ave de su inspiración creadora.

De ahí la pasión interminable de Juan L. Bermúdez: encontrar en la pintura respuesta a tanto desbarajuste ético y racional. Deseo y realidad. Representación ficticia, que diría Lacan. Cazador hambriento de esa mirada profunda y limpia en busca de la verdad, ese beso que se escapa.

Dicen que el arte libera al mundo de su vileza, de sus cadenas. No lo sé. Yo sólo sé que miro este mural de Juan y en él siento de la mujer su protesta, su grito por el saber, esa oración que nace del cuajerón de la sangre de una tierra dolorida que gime el parto de un sueño. Y tras mi confusión, (pregunta inquieta y conmovedora de toda la obra de Juan), veo salir del cruento bermellón de sus colores, a veces tristes, el blanco conseguidor y luminoso del dorado alegre de una esperanza: la espiga, puerto, cielo y flor de harina.


miércoles, 10 de mayo de 2017

Las manzanas de Cézanne




Las manzanas de Cézanne con ser muy bonitas y caras, no son de verdad ni tampoco comestibles. Medias mentiras no son medias verdades. Como tampoco por cacarear falsedades, el azafrán dejará de ser amarillo. Vivimos en la era de la posverdad, de la verdad muñida, fabricada. Todo es surrealismo, surrealismo orwelliano, donde nada tiene que ver con la realidad, donde todo tiene que ver con la invención, donde para distinguir la verdad de la fabulación habría que acudir al oráculo de Delfos. Pero tanto el poder como los medios nos tomaron la delantera. Ellos a sí mismos se invistieron como los únicos y sagrados portavoces del dios Apolo, le robaron la nariz a la Esfinge.

Son más bellas las manzanas de Cézanne que las que yo compro a la señora Joaquina, la frutera de la esquina. Por tres euros, un kilo. ¿Cuánto me costaría una sola manzana que este pintor luce en el Museo de Orsay? Teniendo en cuenta que no son más de veinte, y el cuadro fue subastado por más de cuarenta millones de dólares... A precio de oro el cubismo y la abstracción. Y la verdad por los suelos, cuando no ofendida, intoxicada, más falsa que el beso de Judas. No son tiempos estos para la verdad, cuando a todas horas en tela de juicio nos la venden, nos la inventan.

Mienten las cañas de río cuando aplauden el correr del agua. Miente el alba presta a ser emborronada por el esmog de la ciudad. Mienten las hojas del rosal atacadas por la araña y el mosquito. Miente el marido a su mujer cuando le dice que la quiere a parar un tren cuando su carne por la noche se enciende. Luego, al llegar el día, cuando todo es claridad, ninguno de los dos se entienden. Las flechas del amor: vectores, cometas, relampagueo fugaz que nunca en la infinidad del placer aterriza, si es que este planeta existe.

La verdad no vale un pimiento, más vale una manzana pintada en un lienzo. Miente hasta la luz del sol que nos manda con retraso su calor. Todos mienten. Miente el reo, miente el juez. Hasta el ojo de halcón miente. Miente un servidor al hacer la declaración de hacienda.

No me conmueven las palabras de quien me pide un euro para el tranvía. En cambio me echo a llorar cuando leo en Patria que Arantxa desde su mudez parapléjica escribe a Xabier a través de su ipad: siempre me has gustado, cabrón. Trazos negros sin boca, llenos de hambre gritan que ocho mil quinientos niños mueren cada día de desnutrición severa. La realidad no me altera, no me indigesta; debe estar hecha de cartón piedra, huele a podrida; en cambio, las manzanas de Cézanne me saben a gloria.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El olor del pan





Cuando sus ojos se encuentran con alguien, se posan inmóviles como anclas en la mirada del otro. Varias veces he tenido que decir a este joven de mirada sospechosa:
¿Es que tengo monos en la cara?
No es soberbio ni atrevido este muchacho, más bien está lleno de miedo, como si anduviera por un desierto infinito, vacío de caminos y avenidas. No quiere ser arrastrado por vientos negros de señales sin referencia. Por eso se desplaza de su casa a la tahona con pies de plomo, guiado tan sólo por el olor del pan, desatendido de todo. Parece caminar por otro mundo, calles, personas y jardines nunca vistos.

Es espigado, de cejas pobladas, ojos hambrientos, nuca estirada y manos como bujías, como sotos en busca del río. Al verlo tan delicado, me siento intimidada, y a la vez apiadada y seducida. Llevada por mi fragilidad natural, a veces considero las cosas, no por lo que son, sino por lo poco que brillan o aparentan. Tan hiriente y penetrante fija este joven su mirada en todo lo que tiene delante, que me siento invadida, devorada por ojos como estrellas en mi rincón más íntimo, ese lugar tan escondido, que ni siquiera miro porque no sé si dentro de mi existe. Sólo los que saben mirar de ojos para adentro descubren a simple vista recodo tan singular, esa resguardada fuente do tiene su manida, que diría el poeta, toda luz, cosa tan bella, el alimento del alma.

Los ojos del joven me miran desde la nuca, con esa profundidad catódica que arrancando desde sus talones asciende por el tubo de las meninges hasta llegar al cráneo, y al posarse en el mantel de mi rostro descargan rayos de luminosidad azul seráfica.

Delante del mostrador de la panadería espera su turno; y me mira con tal pasión, que siento en mis adentros su mirada triste y dulce. Me baño en el océano de sus insaciables ojos, o de los míos, (que no lo sé), ese apartado sitio misterioso, sin parangón y sin connotación física alguna. Estás más buena que el pan! –leo en sus ojos mudos. El pan como la mar debería también tener nombre de mujer, -le contesto yo con los míos callados y encendidos. Y como la harina y el agua se mezclan y cuajan en igual medida, así me siento yo ahora diluida, poseída y amasada en la artesa de sus ojos sin fondo. Sé que todo esto ocurre en esta mesa de mi imaginación calenturienta. Pero ¿qué más da, si mi goce, aún siendo sólo un dibujo, es más real que cualquier otra cosa creada? ¡Nunca hasta este momento había visto yo en ojos tan absortos el cielo, ni el mar, ni los colores, revestidos de su más escueta y pura esencia! 

Luego, cuando al salir de la panadería, la dependienta, al notar mi cuelgue por el muchacho, me comentara que era ciego, comprendí mi deslumbramiento anterior. Sólo un ciego con su imaginación infinita sería capaz de leer, de entenderme y encender por dentro un simple trozo de pan.

jueves, 20 de agosto de 2015

Veoveo



Sólo tu muerte me revelará el verdadero rostro de tu cara. Y aún así no te veré, sino a través del triste sonreír del musgo verde entre las grietas rojas del altar de tu tumba. Tus ojos no se corresponden con lo que pienso. Tus besos no llegan nunca a mis labios, se quedan a medio camino entre la casita del bosque y el deseo de esa caperucita que llevas dentro. Esa burbuja multicolor que bambolea al trasluz de la mañana y que al instante se deshace ante mi pasión frustrada. Cuanto más bella te veo, mayor es mi desilusión y mi droga.

Desde que desapareciste de mi vista pido igual todos los brindis de año nuevo. Llevo no sé cuantas copas lervantadas, más de mil quinientos bisiestos pidiendo lo mismo. Y no hay manera. Nunca supiste leer mi corazonada. Ningún próspero me sorprendió dándome la manzana de tu boca. Y no te digo cual es el nombre de esta fruta que con tanta ilusión espero, porque no sé si lo que quiero son tus besos, tu hermosura, o romper contra tu pecho los abrazos como piedras de este manco corazón mío. O mejor no te lo digo para no ver malogrado mi esperar. Pues si te lo dijera, como aquel otro barco cargado de plata y lingotes de oro, telas de vicuña, quina y canela en rama sumergido frente a las costas de Cádiz, nunca llegaría a mi destino, como tampoco mi beso a tu boca, esquife escollado entre las olas negras e indiferentes de tu pelo y el abismo, entre el cielo gris de tu almohada  y mi deseo, entre tu mística mirada y la mía descreída. Y así veo continuamente como mis ojos naufragan ahogados, embusteros, desesperados en los tuyos, como estas mis palabras que no cesan de mentirte a mi pesar, o de no responder tú nunca a mis requiebros.

Eres tan simple, veraz y tan perfecta que eres incapaz de decir con un gesto lo contrario de lo que piensas, careces de ese resorte que tienen los humanos de jugar con sus miradas al despiste.

Recuerdo cuando de pequeño los dos jugábamos al veoveo. Aquella vez tus ojos se detuvieron en un reno que arrastraba a la luna hacia la constelación del Leñador. Y antes de terminar de decir la primera letra de la cosita que habías visto, acerté tu pensamiento. Y entonces te enfadaste mucho. Recuerdo que para disculparme te dije:
Lo dicen tus ojos. No me puedes engañar.

viernes, 24 de abril de 2015

Simonetta Vespucci




Andaba yo por el arrabal de Solferino y en esto que me encontré con una palabra inmaterial. Sé yo de la inmaterialidad irreal de las palabras, por eso para referirme a ellas casi siempre acudo al color, metáfora y soporte más carnal, sensual  y asido. Iba, como todas las palabras, vestida de su desnudez más íntima y pudorosa. Su sobria elegancia desprovista de collares y aderezos despertó mi curiosidad lectora, loca y vergonzosa.

No he de remarcar que este término, verbo de rubio encanto, era muy del género femenino por no pecar de sexista. Pero a decir verdad, más que una simple palabra, era nombre propio en toda regla diseñado. Y aunque confundí los vuelos de su pelo con las olas doradas de los mares de Liguria, he de reconocer cierta frialdad y excesivo recato, tal vez por mirarla yo de manera tan codiciosa.

Las letras de su grafía balanceaban su esbelta figura en códice, preciada edición príncipe, manantial del placer escrito, que tanta admiración y deseo despertara entre los adonis y gramáticos de Florencia.

Llana era su dicción, voluptuosa y abierta, como desbocado el deseo que en ese mismo momento irrumpió en mis destemplados instintos. Las caderas de esta dicción silbante, dental, líquida, labial y sugerente pendularon mis latidos con acelerado y codicioso impulso.

La cadencia de su deslizante escritura, derramadas sílabas en el jugo de la base de su concha pronunciado, me llevó a seguirla de cerca, hasta el punto de acercar mi vista a su libidinosa presencia.

No soy de los que se acomodan fácilmente al patrón del vulgo, que no me conformo con cualquier voz extraída del María Moliner. Reconozco que soy un clásico renacentista en esto de cortejar palabras. En el encuentro casual con este vocablo del que os hablo, confieso que se me dilataron los ojos ante su ardiente, insinuosa y excitante aparición. Embriagado fui por el aroma a mar y mirto de sus letras navegando en dulces bailes como rosas. Y tanto fue mi deseo por ella que llegué a entrecomillarla, encursivarla, subrayarla con acosado y atrevido trazo en rojo floral intenso.

No quiero que seáis vosotros los que adivinéis esta palabra que a mi me quitó el sentido esta mañana, no vaya a ser que llevados de vuestro varonil impulso, al yo decirla, me la quitéis. Es mía, que me la encontré primero: Castidad se llama esta hermosa palabra de doncella revestida.

Pero ¡ay dolor!, esta Reina de la Belleza, como todas las palabras con las que a diario me cruzo por los arrabales de la vida se murió muy pronto, tan pronto que antes de yacer con ella, ni la vi nacer siquiera.

viernes, 23 de enero de 2015

Recuerdo cuando era pobre



Recuerdo cuando era pobre. París, como decía Hemingway, era una fiesta. Con mi pobreza me sentía enormemente rico. Hoy miro a mi alrededor, y estando forrado y cubierto de oro y mármol hasta las cejas, todo me resulta miserable, triste y corroído. Y hasta aquel cuadro tan sensual y apacible por el que mis herederos cobrarán más de cien millones de dólares, hoy, colocado encima de la chimenea de la casa del multimillonario Mr. Cohen, parece el de una reina guillotinada por un pene adinerado, a la que los franceses llaman l'autre-chienne.

Lamparones de cola vegetal y almagra rodean las llaves de la luz de mi aposento, y en los ángulos del salón, telarañas enmarañan la pedrería de aquella otra lámpara que adquirí en una subasta de Murano. Hoy sus perlas de zafiro, más que esplendor y claridad, me producen un negro frío.

Hoy siendo rico, me siento sucio, más pobre y sucio que cuando alegre pernoctaba por los andenes de la estación de Austerlitz. Hambriento y desconocido deambulaba por Montmartre, pero henchido y lleno de libertades y sueños. No lograba vender ni un cuadro, pero mi carpeta atestada estaba de azules, el color de las aduanas sin fronteras, el color de los billetes del alma, de los pájaros, de la pobreza de espíritu.

Y aquí encerrado en el cuarto oscuro del castillo de Vauvenargues, no añoro, cual otro Luís Bárcenas enclaustrado en el pabellón 4 de Soto del Real, mis emolumentos escondidos en Suiza, sino que me vienen al recuerdo las palabras de mi abuela Inés, referidas al prestamista que le proporcionaba a su padre, el tonelero de El Perchel, la madera para fabricar sus barriles:
Tiene ese puto rico los ojos tan llenos de pan y perras que no sabe apreciar a la mujer tan bella y buena que todas las noches duerme a su lado.

jueves, 30 de octubre de 2014

Eran sus ojos





Eran sus ojos la cetra que de la tinaja sacaba el agua. El panorama colmaba su sed de cal y encanto. Los senos del cauce eran sus besos secos, la pena sin nombre, el nombre de todas las penas; la voz del río, su música, la duda enarmónica de su vivir enigmático, su depresión y espanto. La naturaleza era el espejo de su interior misántropo. Y por la noche, todos los gatos pardos se volvían azules y desconfiados en su cristalino de galaxias inexploradas.

Y el espacio, el prado y hasta las piedras latían con ella soleás y siriguiyas. Su aliento y el viento formaban un mismo cuerpo de censuras y despechos. El aire era un deseo desconocido, el polen sin descifrar de sus sueños. La luz, una sonrisa abúlica. Y el árbol escribía allá en lo alto, en el redondel cuarteado de la luna, humos y cuernos que se dilataban o contraían al ritmo del corazón instintivo, insospechado de la mujer de un hombre escondido.

Y si no fuera el paisaje, sino su extraño mirar el que bañaba de maleza y belleza todo lo que el campo abrazaba.... ¿seguiría estando en calma la mar y aquella montaña esbelta pintada de nubes blancas y el barranco, nido de murciélagos? Y su marido, ¿seguiría siendo el hombre, su hombre ignorado?

La vida era su visión, su peculiar perspectiva, su visión misteriosa y recóndita. Tan fuerte era su dolor que sus lágrimas eran ojos de lluvia sin agua, sin párpados. Y aunque helara o granizara, ella, impávida, no pasaba frío; en agosto, nunca sudaba, y en abril le daba lo mismo que las flores reventaran de gozo. Y con su mirar receloso, ambiguo, oscuro y bizco escanciaba del pozo ciego su corazón vacío.

martes, 21 de octubre de 2014

Las manos de Da Vinci





Estaba Leonardo Da Vinci en silencio, desocupado, con los ojos cerrados, las manos sobre la barriga, a la altura del ombligo, sede central de su ser vivo. Y quiso, en ese estado de quietud y semiinconsciencia, que sus dedos pulgares se tocaran para no perder del todo el sentido de la dulce realidad reconfortante que plácidamente le circundaba: la tarde de un cerezo en flor y una mariposa blanca rodando como la luna alrededor de un mandarino. Y tan sumido estaba en la nada de ese instante, que al notar que los dedos no llegaban a encontrarse, de pronto sintió un vahído, un vacío acompañado de su miedo inherente. Sus manos se habían esfumado. Imposible contactar con sus dedos. Y en ese sentimiento o conocimiento, o como quiera que se llame a ese estado de desintegración en que se vio vivo, se sintió muerto, sin sus manos, su instrumento de arte y supervivencia. De ahí, tal vez, su congoja. No es lo mismo – dijo para sí –, estar muerto y sentirse vivo.

Lo que en ese momento se le ocurrió al pintor florentino fue agarrarse a una representación gráfica de sus dedos, a la forma de sus uñas, los nudillos, sus falanges. Puesto que no veía, ni sentía, ni se encontraba las que de carne y hueso siempre había tenido como suyas, levantó la vista a un boceto de sus propias manos que tenía en uno de los estantes del estudio. Tan bien dibujadas y vivas le parecieron, que el borrador suplió las que por perdidas sintiera.

Y fue así como salió de la angustia. El objeto diseño, la representación objetal de sus manos estampadas en un pliego de papel de barba le llevó más a si mismo, que la propia percepción de las yemas de la carne de sus dedos. En más de una ocasión le había ocurrido lo mismo, no ya con con su persona, sino con algunos de sus amigos. Leonardo hace memoria de Maquiavelo, de Miguel Ángel. No se los imagina. Se le hace imposible recobrar su fisonomía, no recuerda sus caras, el color de sus ojos, el perfil de su nariz. Y ha de recurrir a sus dibujos. El caso más relevante: el de Isabel de Este, su más íntima amiga. Nada consistente guarda de esta mujer, no recuerda sus caricias, la curvatura de su busto, los pliegues de sus enaguas. De hecho para recordarla, ha de mirar un retrato que le hizo en uno de sus últimos viajes a Mantua. Y entonces, sí, viene Isabel sonriendo a los brazos de Leonardo.

Y así fue como este pintor renacentista se sintió manco, no de su cuerpo, sino de su alma, al no poder tocar con su sentir rincón, parte alguna de su carne inerte. Apeló a su centro, a esa zona neuronal donde emana la voluntad, las órdenes superiores del cerebro, el tálamo, su sistema límbico. Acudió a sus adentros, a la cuenca de los ríos de su sexualidad sofocada. Tan sólo allí sintió un hormigueo. Apenas un hilillo de percepción imperceptible. Llamó a las mismas puertas de su pensamiento. Pulsó el interfono. Una voz, al parecer desde muy lejos, le dijo:
Acerque un poco más su cara, pues no le reconozco. No tengo por costumbre abrir la puerta a desconocidos.
Hizo Da Vinci tal como el dueño de la casa, su cerebro, le dijo:
¿Y ahora, me ve usted?
Tampoco. Su cara no me suena de nada.
Menos mal que el florentino llevaba consigo uno de sus muchos autorretratos. Aplicó su retrato a la cámara del interfono del portero automático. Inmediatamente Leonardo oyó un chasquido, el desbloqueo de un cerrojo. Y las compuertas de sus adentros se abrieron al momento.

Post data:
Sé que resulta cursi, moralizante y de más. Pero no me resisto a decir que no somos nosotros. No somos el original. El original guardado queda no sé donde. Como guarda el banco la escritura de una casa hipotecada. Nuestra verdadera identidad, nuestra inocencia, archivada está en los sótanos de la Agencia de la Seguridad Nacional. Sólo se nos dará a conocer cuando saldemos con nuestra muerte de la vida su deuda.

domingo, 21 de septiembre de 2014

La muchacha sin nombre




la muchacha no es sangre lo que le ponen. La bolsa, que cuelga, parece, por su color, aceite de almendra, jarabe de limón, o de jengibre. La muchacha tendrá no más de dieciocho años. Rodea su cabeza un pañuelo rojo lleno de lunares blancos. Joven pirata por mares de plasma. Sus ojos, surcan intrépidos el océano de la vida. Y las aletas de la nariz, como velas de un barco, inspiran sensualidad, otean frescas el placer del horizonte. Le acompaña su madre. La muchacha del tafetán de lunas no para de mirarme. ¿Y por qué me mira así, tan asustada y fija? Yo no soy su miedo, ni el túnel que pronto atravesarán sus pies desnudos. ¡No te quites, niña, nunca las zapatillas de andar por casa! Calza la joven zapatillas playeras. Por las correas sobresalen sus uñas bien cuidadas y pintadas de savia verde. La muchacha pirata lleva pendientes de anillos, haciendo juego con el color hierba de sus ojos tiernos. Madre e hija por su desenvoltura y galanteo muestran enormes ganas de vivir. Mientras disimulo estar embebido haciendo un crucigrama en un laberinto de ultratumba, paso revista a su cuerpo de gacela herida enredada entre espinos de suero. El pañuelo que cubre su cabeza pelada, tiene un coqueto dobladillo sobre su frente triangular y sin arrugas.

La distancia que me separa de ella es el espacio que ocupa un sillón vacío que hay entre nosotros. En una de sus muñecas, la muchacha pirata lleva grabado un nombre. Quisiera saber cómo se llama. El nombre, nuestra fe de vida. Sé que sus pantalones son negros, que lleva un polo blanco con rayas azules como el cielo de sus ojos navegantes, pero no sé su nombre, como tampoco sé qué le pasa, ni por qué beben sus venas de este gotero melocotón de almíbar. Tal vez a esta joven pirata no le pase nada, salvo que su sangre no es como la del resto de los mortales. Miel de arrope es el caudal de sus ríos subterráneos que guarda entre el majuelo de sus manos dulces, como la sangre de las diosas del Valle Eterno, bosque de misteriosas encrucijadas. El pañuelo con el que hoy cubre su cabeza, es la gorra marinera de sueños surcadores que ayer oteaba en la playa.

El nombre de la pulsera no es su nombre, si fuera suyo, esta muchacha ya estaría muerta. Los nombres no mueren. La pulsera se la regaló un amigo, ese sí que morirá, cuando ella deje de vivir mañana. Por la pinta de los rizos dorados de la madre, la melena de la muchacha pirata, por ser más joven, debiera ser más bella y fresca. Estoy a punto de preguntar a la madre qué hacen aquí, que me diga qué le pasa a su hija, algo, qué edad tiene, o al menos me diga que no es su nombre el que lleva sentenciado en su muñeca. No conozco a nadie que no tenga nombre. Las cosas sin nombre no existen. Y tal vez por ello estas dos mujeres son diosas de un bosque eterno navegando inmortales por la espesura de mi imaginación inexistente.

Entra el enfermero con su silencio a cuesta. Y corta mi atrevimiento. Viene a retirar el tratamiento de la joven pirata. La madre ayuda a levantarse a la muchacha sin nombre. Lleva cogida a la hija de su espigada cintura por la salida del hospital, no sé tampoco hacia dónde. Un fogonazo de luces encandiladas se cuela por la puerta de entrada. Ambas desaparecen. Y con ellas, también mi saber. La hija, sin nada, completamente desnuda. Antes de atravesar el control, la joven es obligada a dejar todos sus atuendos encima de la cinta transportadora. Y así en cueros, sin nombre, ni pulsera de identificación, pasa el umbral. Al no tener nombre, la muerte jamás podrá nombrar a la joven pirata. Nadie sin nombre figura en lista de espera alguna. Al igual que los inmigrantes sin nombre, tras saltar la valla, jamás debieran ser devueltos a Sierra Leona.



viernes, 8 de agosto de 2014

La mujer del mar




Ocho de la mañana. Gran Playa de Santa Pola. Veo a Benedetti impresionado por la frente ancha y la boca grande de su compañera de trabajo. Y aquella chica de la oficina del uruguayo, me la encuentro hoy sentada frente al mar. No le veo la cara, sólo la espalda, pero me figuro, que debe ser la misma. Todas las mujeres para mí son una, el misterio anhelado de mis entrañas, desgajado y sublimado. La misma, e igualmente hermosa. ¿O tal vez su beldad se deba a mi veraniego y feliz ánimo, o precisamente porque no veo su cara? La mujer, en su sentido místico y profundo, siempre será un enigma para el hombre. Lo mismo que para las mujeres lo será el hombre, supongo.

Y al eco de las palabras del autor de La Tregua, me pregunto por mis gustos femeninos. Paseo entre la mansedumbre del agua y su ondulada y caprichosa silueta bordeando la orilla. Sigo el sendero de la arena aplastada, en contemplación serena, con la voluntad extinguida, tal como aconseja Nietzsche, en busca, sin buscar, el cuerpo de la mujer más distinguida.

Aún siendo muchos, los que tan temprano caminamos y corremos por la playa, frente al mar, somos minoría. Frente al mar: eternamente la insignificancia del ser humano.

Y al hilo de la mujer de frente despejada y boca voluminosa que sorprendiera a Benedetti, mis pasos de nuevo van tras esta otra mujer: la Vahine no te miti de Paul Gauguin. Y al contrario del poeta, a mi me encanta lo que no puedo ver de ella: su boca, el busto, la cara, su esfinge. Y sólo veo pies pisando la arena gris y recién peinada por los servicios de limpieza. Pies indefinidos, asexuados, de mujeres y hombres caminando con sus caras y sus cuerpos de potingues barnizados. Unos llevan el móvil en una mano; en la otra, sus sandalias como pájaros muertos cogidos del pescuezo; en el brazo, un moderno aparato que mide al galope sus pisadas; y hasta colgando del cuello, algunos llevan unas llaves, las llaves del arca, donde tal vez guarden los viejos tapices de sus amores lánguidos o equivocados.

Y que nadie me llame descortés y vulgar, por decir lo que esta mañana siento, al ver los innumerables cuerpos de mujeres y hombres endureciendo, esculpiendo las partes más honrosas de su cuerpo (todas, sin duda, lo serán), senos, glúteos, dorsos, abdómenes y pantorrillas, sin despertar ni provocar en mi ningún deseo. ¿Será que las feromonas de mi carne con el tiempo son cada vez más escasas, o tal vez se hayan mutado en dulces manjares del espíritu?

Menos mal, que aquella joven que a Benedetti le cautivara por su frente amplia y considerada boca, en una de las últimas vueltas de mi paseo matutino por la Gran Playa de Santa Pola, me la encuentro convertida en la Femme a la mer de Gauguin. Y esta mujer me sorprende por lo que me sugiere y no veo, por la nuez de sus nalgas, las flores de las olas, la espuma de sus hojas, el fondo vivo del amarillo, su pareo tatuado de amebas, por su absorta mirada hacia un vasto mar enigmático y abierto, tan abierto, desconocido y recóndito, que mujer y mar para mí son el mismísimo cielo.


martes, 1 de octubre de 2013

En la pescadería del puerto



Esta mañana he ido a la lonja. Y sobre un escurridizo mostrador de madera he visto pescados relucientes, emotivos, deslizantes, dinámicos. Tomaban relajado asiento en bandejas como ofrendas en surtido sacrificio. Vida y muerte al unísono. Soy lego en caza y pesca. No llego a distinguir una sardina de un venado. Y he buscado en la memoria de mis combinaciones linguísticas palabras que me ayudaran a retener especímenes tan diversos como vistosos nacidos en las aguas del Mar del Norte. De no poner nombres a estos bichos, en bichos se quedarían, sin identidad que ser les diera. El pescado se debatía entre la vida y la muerte. Debía darme prisa si quería salvar del naufragio a estos innominados seres acuáticos.

Le pido ayuda a Frans Snyders que así se llama el hombre que regenta este concierto de peces que bailan en agonía su danza postrera delante de los espigones del puerto de Amberes. Y el pintor flamenco me dice con la misma luz, color y goce de sus naturalezas muertas:
En nuestro diccionario de categorías dualistas no está todavía la palabra justa para referirnos a la vida y la muerte como realidad indistinta y única. Por eso en los bodegones que pinto me debato en aunar estas dos realidades, que a fuer de andar tan enfrentadas, dulcemente me amargan tanto.


martes, 10 de septiembre de 2013

Ceci n'est pas une pipe



No es la imaginación la que te conduce a pintarme desnuda y desdoblada, es tu rebeldía a no poder yo darte lo que en mi  buscas, la que te lleva a construir una realidad distorsionada, hecha con ladrillos de papel y sombras equivocadas.

Y me contesta Magritte:  
Mejor ser rebelde desubicado que copiar la historia, ese muro de pared a base de repeticiones, vergüenzas y sinsentidos, imitaciones planas, redondas, acabadas.
No es tu fantasía la que te hace  reflejar en grises una producción imposible, es tu inconformismo el que te obliga a ser incoherente, surrealista, afísico, irracional y por ende sugerente empedernido. Un mero recapitulador de embustes con gancho, reflejos no correspondidos de cosas incomprendidas, verdades interminables, esencias inabarcables. Eso es lo que tu eres.

Y me contesta R. Magritte:
Mejor mear fuera del tiesto, creer más bien que el arte no es la solución, sino el conflicto. No pinto lo que veo, el canon de tus formas definidas, perfectas, sino lo que dice mi sentimiento imponderable, cuando total e inacabada te miro.
No es tu creación velada con sus discordancias idiomáticas, verbales y significativas la que seduce al expectador de tu obra, es la propia ansiedad y desconfianza del admirador de turno, la provocadora de su ensalmo. Son más bien sus ganas y tus limitaciones de no poder ver el mundo con todas sus sorpresas infinitas las que convierten en revulsivo el contrapunto de tus pinceles. No es lo que vemos la imagen que miramos sino lo que nos dice su proyección ilimitada.

Por eso cuando, al levantarme esta mañana, veo como mi bello cuerpo me traiciona y recobra sobre los manises del baño la sombra de ese ridículo aguilucho, recuerdo lo que Magritte dijo sobre La Pipa, su cuadro más simple y realista: Ceci n'est pas une pipe. Y es ahora cuando entiendo el abismo entre el lenguaje y las cosas, la dicotomía entre la representación artística y el modelo que la genera. Basta pintar una cosa tal como es para agotar la hermosura de su existencia.

Y ya no sé si alabar tu obra, o maldecir mi cuerpo que tan mal me representa. O tal vez mi realidad corpórea no se reduzca sólo a la escasez de mi presencia, sino que sea inmensa mi belleza como inacabable es tu mirada por tenerme.

martes, 19 de marzo de 2013

Entre clavellinas y romeros



Tuve un amigo pintor (y aún lo tengo). Hace ahora ocho años que murió. Y aún hoy lo veo entre clavellinas y romeros, abrazado a su afán, la hedonía de la huerta. Y quiso expresar su esperanza jamás perdida: la primavera, la reverberación del color, su parusía, la epifanía de la luz y el agua.

Un día me enseñó uno de sus cuadros, para él, uno de sus preferidos por su simbolismo y carisma. Un viejo labrador acarrea con tesón un gran cubo de agua. A mi me pareció una pintura absurda.Y así se lo hice saber. ¿No creerás que el pobre hombre consiga sacar adelante ese árbol endeble y seco plantado en medio del pedregal que has pintado? Yo le hablaba a mi amigo de la ridiculez del viejo ignorante que, aún a sabiendas de lo inhóspito del terreno, regaba cada día un árbol sin futuro. Y fue entonces, cuando mi amigo, escandalizado de mi corta visión y torpeza, me dijo: sólo cabe esperar.

Y hoy en su recuerdo, para que nuestra amistad no muera, por encima de nuestros cuerpos consumados, consumidos, me digo lo que unos días antes de morir él mismo escribiera:
La memoria es la facultad más grande, la parte de alma que conecta con los sentimientos, la que abraza el pasado y lo convierte en un elemento vivo.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Jálogüin ni en pintura



Me sorprendí anclado en el vacío. Mi forma, reducida a la inexpresiva ambigüedad de un lienzo monocolor y oscuro. Sobre fondo negro es imposible pintar con carbón. El ceniza macilento de mi figura diluido quedó, como gota de leche en el café del desayuno. Lo que ya no sé, es si fui yo el absorbido, o por el contrario, la turbulencia plomiza del cuadro me engullera como tromba de agua encenagada.

El instante más veloz puede durar una eternidad. Y mil años de gloria, de repente, tornarse en un infierno. No es el tiempo la medida idónea para medir una emoción, ya sea ésta de placer o sufrimiento. Pero lo que yo sentí aquella tarde en el Museo de Amsterdam, a pesar de los treinta años transcurridos, nunca ha estado alejado de mí un instante.

Para mejor darme cuenta de lo que estaba sintiendo en aquel momento, me miré con detenimiento, y así convencerme de que todo se debía a una etérea y extraña visión. Realmente mi cuerpo era mi cuerpo, mis manos eran las mismas; mi cara, la de siempre. Pero mi aliento ya no era de mi propiedad exclusiva. Los dos fumábamos el mismo cigarrillo. Mis pies eran los míos, pero con la torpeza de los suyos. El peso de sus años aplastaba mis espaldas. Mi pecho era el mío; pero con sus jadeos entrecortados. Mis hombros, sí; pero con el hundimiento de sus clavículas y costillares despendolados. Mío el vello rubio de los brazos, pero las innumerables y pequeñas pústulas de su sangre reseca pintaban los míos.

Esta posesión no duró mucho ni poco, sólo el tiempo necesario para saber que entre los dos había una cierta complicidad existencial. Si soy incapaz de reconocerme en una foto, en un espejo, en un vídeo, ¿cuánto menos con alguien metido en el cuarto oscuro de mis entrañas?

El fondo de aquel cuadro aún me mira hoy con la misma fuerza que lo hiciera ayer en la Museumplein. El lienzo clava ahora su mirada en mi rostro esquivo, que trata de dejar algo suyo dentro de mí. Yo cierro los ojos a su irresistible color marrón. No quiero ser un poseso suyo, endemoniado de azufre y nicotina. Hay miradas que no por siempre se hacen irresistibles.

Y sin querer, me siento ahora por fin vencido. Abro los ojos ¿y qué veo? Mis ojos desiertos en las dos cuencas vacías de aquel cuadro que pintara Van Gogh allá por el 1885.