sábado, 31 de julio de 2021

El falso anillo de boda



Hasta el sol, que hace brillar de vida a quienes esperáis, pasa de mí. He llegado incluso a dudar de mi existencia. Dicen que un tremendo golpe seco de mi cabeza, contra una de las rocas del fondo del río Sambre, dejó mi cerebro completamente a oscuras. Vago por el ocre incierto de un campo de batalla sembrado de esqueletos. Además de no oír, me pregunto, si tal vez también me habré quedado ciego. No. Los ciegos sois vosotros, que ni siquiera levantáis la mirada para decirme hola, y que cubrís vuestros besos con telas manchadas de culpa. Y si a este ocultamiento vuestro y falsa indiferencia mía, añado la mirada fatídica de una hilandera atropellada y tendida en el suelo, del cuadro que preside esta estancia, y que me mira como si yo fuera ese cuervo incómodo que cabalga a lomos de un caballo exterminador que intenta aplastarla viva... 

Yo diría que el marido de Berta, después de estrangularme con los hilos de la rueca de Paula, fue el que me arrojó al río.

Estoy como en otro plano. Ni aquí, ni allí. En medio, que es lo mismo que decir que no estoy en ningún sitio. ¡Y qué raro! Yo, sordo de nacimiento, que nunca supe entender el lenguaje secreto de las cosas, escucho vuestras conversaciones. Parece como si hubiese recobrado milagrosamente el oído.

Paula le dice a Berta que cuando el marido de ésta última le comunicó lo que había ocurrido, no se lo creía. ¡Imposible, si este fin de semana estuvimos juntos en la casa de la playa! Mi mujer se da cuenta de que tengo los ojos abiertos. Con suma delicadeza se acerca y me cierra los párpados como queriendo evitar mi mirada acusadora.

Repito, los muertos sois vosotros que ignoráis mi estado, que calláis vuestro delito, que hacéis el amor, escondidos bajo la mugre de sábanas ajenas. El forense dijo que la muerte fue por ahogamiento. ¡Mentira! Paula me la pegaba con el marido de Berta. Se deshicieron de mí a conciencia. 

Vivir es un accidente -escucho ahora con total impunidad a mi asesino-, sólo la muerte es eterna. Y acto seguido pasa su mano exculpadora por la frente, cual un otro Arquímedes satisfecho al salir de la bañera. Si pudiera ahora hablar le diría a este hombre, que hasta ayer consideré mi amigo... pero así, estando como estoy, con esta mordaza que me han puesto para que no se me desencaje la mandíbula y no diga a nadie cómo se desarrollaron los hechos, se me hace imposible…, además ¿de qué serviría decirle que lo perdono o que lo maldigo?

Intento sacarme ahora el anillo de boda que llevo puesto. En los doce años de casado, nunca me lo quité ni un momento. Quiero dárselo en recuerdo a mi hija Paulina. Mis manos, estando como están, también paralizadas, no consiguen llegar a las de la pequeña. Será cosa de ir acostumbrándome a esta nueva situación catapléjica. Además, el hinchamiento amoratado de mi dedo anular, no me deja desprenderme de la alianza. En el fondo, me alegro, no sea que a la pequeña le acarreé la misma mala suerte que a sus padres.

Llegan dos hombres vestidos de negro con una mesa de ruedas. Antes de cerrar la caja donde estoy metido, le dicen a Paula que dispone de unos minutos para despedirse de mí. Los de la mutua se retiran por discreción. Siento sobre mi frente un gélido beso descolorido y adúltero. Me dejo ahora llevar por los camilleros a no sé dónde. ¿Qué puedo hacer, si no? Continúo con los ojos cerrados. Paula esquiva mi mirada. Muerto, veo y escucho mucho mejor que cuando estaba vivo. Y tal vez por ello entiendo que soy parte de esta composición macabra que pintara el sarcástico Pieter Bruegel. Ahora estoy más vivo que antes. Aquí, para siempre representado en este museo del Prado, en este jardín escalofriante, donde la muerte acampa victoriosa e implacable, conocedora del secreto que calláis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario