martes, 21 de octubre de 2014

Las manos de Da Vinci





Estaba Leonardo Da Vinci en silencio, desocupado, con los ojos cerrados, las manos sobre la barriga, a la altura del ombligo, sede central de su ser vivo. Y quiso, en ese estado de quietud y semiinconsciencia, que sus dedos pulgares se tocaran para no perder del todo el sentido de la dulce realidad reconfortante que plácidamente le circundaba: la tarde de un cerezo en flor y una mariposa blanca rodando como la luna alrededor de un mandarino. Y tan sumido estaba en la nada de ese instante, que al notar que los dedos no llegaban a encontrarse, de pronto sintió un vahído, un vacío acompañado de su miedo inherente. Sus manos se habían esfumado. Imposible contactar con sus dedos. Y en ese sentimiento o conocimiento, o como quiera que se llame a ese estado de desintegración en que se vio vivo, se sintió muerto, sin sus manos, su instrumento de arte y supervivencia. De ahí, tal vez, su congoja. No es lo mismo – dijo para sí –, estar muerto y sentirse vivo.

Lo que en ese momento se le ocurrió al pintor florentino fue agarrarse a una representación gráfica de sus dedos, a la forma de sus uñas, los nudillos, sus falanges. Puesto que no veía, ni sentía, ni se encontraba las que de carne y hueso siempre había tenido como suyas, levantó la vista a un boceto de sus propias manos que tenía en uno de los estantes del estudio. Tan bien dibujadas y vivas le parecieron, que el borrador suplió las que por perdidas sintiera.

Y fue así como salió de la angustia. El objeto diseño, la representación objetal de sus manos estampadas en un pliego de papel de barba le llevó más a si mismo, que la propia percepción de las yemas de la carne de sus dedos. En más de una ocasión le había ocurrido lo mismo, no ya con con su persona, sino con algunos de sus amigos. Leonardo hace memoria de Maquiavelo, de Miguel Ángel. No se los imagina. Se le hace imposible recobrar su fisonomía, no recuerda sus caras, el color de sus ojos, el perfil de su nariz. Y ha de recurrir a sus dibujos. El caso más relevante: el de Isabel de Este, su más íntima amiga. Nada consistente guarda de esta mujer, no recuerda sus caricias, la curvatura de su busto, los pliegues de sus enaguas. De hecho para recordarla, ha de mirar un retrato que le hizo en uno de sus últimos viajes a Mantua. Y entonces, sí, viene Isabel sonriendo a los brazos de Leonardo.

Y así fue como este pintor renacentista se sintió manco, no de su cuerpo, sino de su alma, al no poder tocar con su sentir rincón, parte alguna de su carne inerte. Apeló a su centro, a esa zona neuronal donde emana la voluntad, las órdenes superiores del cerebro, el tálamo, su sistema límbico. Acudió a sus adentros, a la cuenca de los ríos de su sexualidad sofocada. Tan sólo allí sintió un hormigueo. Apenas un hilillo de percepción imperceptible. Llamó a las mismas puertas de su pensamiento. Pulsó el interfono. Una voz, al parecer desde muy lejos, le dijo:
Acerque un poco más su cara, pues no le reconozco. No tengo por costumbre abrir la puerta a desconocidos.
Hizo Da Vinci tal como el dueño de la casa, su cerebro, le dijo:
¿Y ahora, me ve usted?
Tampoco. Su cara no me suena de nada.
Menos mal que el florentino llevaba consigo uno de sus muchos autorretratos. Aplicó su retrato a la cámara del interfono del portero automático. Inmediatamente Leonardo oyó un chasquido, el desbloqueo de un cerrojo. Y las compuertas de sus adentros se abrieron al momento.

Post data:
Sé que resulta cursi, moralizante y de más. Pero no me resisto a decir que no somos nosotros. No somos el original. El original guardado queda no sé donde. Como guarda el banco la escritura de una casa hipotecada. Nuestra verdadera identidad, nuestra inocencia, archivada está en los sótanos de la Agencia de la Seguridad Nacional. Sólo se nos dará a conocer cuando saldemos con nuestra muerte de la vida su deuda.

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