martes, 7 de septiembre de 2021

Palmira no me quiere


Sucedió una tarde estúpida. El pétalo de una margarita dice al joven Simón que Palmira, la hija del tonelero de la ciudad, no me quiere. Y hoy, después de 25 años, el muchacho de ayer, hoy convertido en alcancía y consumo, encuentra prensada entre las páginas de un libro, (Rojo y negro de Stendhal), la corola disecada de aquella flor desagradecida. El hallazgo fortuito de esta bella estampa estilizada y su amarga melancolía endurecen más aún los callos de su pesimismo. Simón reflexiona acerca de la decrepitud del tiempo, la inutilidad de los días vividos sin el amor de su juventud recién estrenada. Aquel no de Palmira, convirtió a este hombre en un desesperanzado escéptico. Duda de la bondad del amor. El amor para él es como la ley de Murphy (si algo malo puede pasar, pasará).

Los pensamientos le vienen, arremolinados, sin orden ni concierto, cavilaciones no sujetas al mandato de la lógica. Simón siempre creyó que regulaba su razón, que gobernaba cada uno de sus actos; pero no es así. Es su desmadrado saber, faro y guía de su mala suerte. Las cartas del amor no le vinieron bien dadas. Ya en su primera partida le dieron calabazas.

Por ello tal vez, esta mañana enmarañada de un otoño a destiempo, y avivado por aquel mal recuerdo de despecho, Simón amanece un poco poeta. Se siente solo. Es un cínico, duda de todas las bondades que le rodean: casa, familia, y hasta de su gato de compañía. Tal vez su cinismo lo haya heredado de esta sociedad sin referentes en la que vive. La gente ya no se enamora, viven juntos... y punto. Hasta enamorarse está mal visto, si no que se lo digan al obispo de Solsona del que dicen que está poseído por el diablo porque anda en amores con una feligresa.

¿Será que el mundo ha dejado de tocar la última melodía que en su violín guardaba? Son tantas las batallas a pelear en este agónico y convulso mundo, que el planeta anda sin barrer. Ya se pueden morir de asfixia tóxica todos los delfines del océano, derretirse los polos de la tierra, crecer de nuevo los bigotes del tirano… que nadie dará un palo al agua. Ya no quedan causas nobles, ni brigadas internacionales en las que alistarse. Medusa convirtió en piedra corazones y conciencias.

Simón vuelve al libro de Stendhal: coge la flor. Se le deshace entre las manos. Ya no huele a rosas ni a lavanda. Anda el antiguo verde de aquel pétalo, fosilizado, sin que un sol le haga hervir de gozo las meninges.

Antes el amor se llamaba amor. Hoy lo llaman cualquier cosa. Hasta el amor que ayer mismo era un misterio lleno de sorpresas, hoy yace tirado en el suelo sobre un jergón de garrapatas en aquel cuadro La nihilista que Paul Wermart pintara allá por el año 1882.



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