jueves, 30 de octubre de 2014

Eran sus ojos





Eran sus ojos la cetra que de la tinaja sacaba el agua. El panorama colmaba su sed de cal y encanto. Los senos del cauce eran sus besos secos, la pena sin nombre, el nombre de todas las penas; la voz del río, su música, la duda enarmónica de su vivir enigmático, su depresión y espanto. La naturaleza era el espejo de su interior misántropo. Y por la noche, todos los gatos pardos se volvían azules y desconfiados en su cristalino de galaxias inexploradas.

Y el espacio, el prado y hasta las piedras latían con ella soleás y siriguiyas. Su aliento y el viento formaban un mismo cuerpo de censuras y despechos. El aire era un deseo desconocido, el polen sin descifrar de sus sueños. La luz, una sonrisa abúlica. Y el árbol escribía allá en lo alto, en el redondel cuarteado de la luna, humos y cuernos que se dilataban o contraían al ritmo del corazón instintivo, insospechado de la mujer de un hombre escondido.

Y si no fuera el paisaje, sino su extraño mirar el que bañaba de maleza y belleza todo lo que el campo abrazaba.... ¿seguiría estando en calma la mar y aquella montaña esbelta pintada de nubes blancas y el barranco, nido de murciélagos? Y su marido, ¿seguiría siendo el hombre, su hombre ignorado?

La vida era su visión, su peculiar perspectiva, su visión misteriosa y recóndita. Tan fuerte era su dolor que sus lágrimas eran ojos de lluvia sin agua, sin párpados. Y aunque helara o granizara, ella, impávida, no pasaba frío; en agosto, nunca sudaba, y en abril le daba lo mismo que las flores reventaran de gozo. Y con su mirar receloso, ambiguo, oscuro y bizco escanciaba del pozo ciego su corazón vacío.

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