viernes, 8 de agosto de 2014

La mujer del mar




Ocho de la mañana. Gran Playa de Santa Pola. Veo a Benedetti impresionado por la frente ancha y la boca grande de su compañera de trabajo. Y aquella chica de la oficina del uruguayo, me la encuentro hoy sentada frente al mar. No le veo la cara, sólo la espalda, pero me figuro, que debe ser la misma. Todas las mujeres para mí son una, el misterio anhelado de mis entrañas, desgajado y sublimado. La misma, e igualmente hermosa. ¿O tal vez su beldad se deba a mi veraniego y feliz ánimo, o precisamente porque no veo su cara? La mujer, en su sentido místico y profundo, siempre será un enigma para el hombre. Lo mismo que para las mujeres lo será el hombre, supongo.

Y al eco de las palabras del autor de La Tregua, me pregunto por mis gustos femeninos. Paseo entre la mansedumbre del agua y su ondulada y caprichosa silueta bordeando la orilla. Sigo el sendero de la arena aplastada, en contemplación serena, con la voluntad extinguida, tal como aconseja Nietzsche, en busca, sin buscar, el cuerpo de la mujer más distinguida.

Aún siendo muchos, los que tan temprano caminamos y corremos por la playa, frente al mar, somos minoría. Frente al mar: eternamente la insignificancia del ser humano.

Y al hilo de la mujer de frente despejada y boca voluminosa que sorprendiera a Benedetti, mis pasos de nuevo van tras esta otra mujer: la Vahine no te miti de Paul Gauguin. Y al contrario del poeta, a mi me encanta lo que no puedo ver de ella: su boca, el busto, la cara, su esfinge. Y sólo veo pies pisando la arena gris y recién peinada por los servicios de limpieza. Pies indefinidos, asexuados, de mujeres y hombres caminando con sus caras y sus cuerpos de potingues barnizados. Unos llevan el móvil en una mano; en la otra, sus sandalias como pájaros muertos cogidos del pescuezo; en el brazo, un moderno aparato que mide al galope sus pisadas; y hasta colgando del cuello, algunos llevan unas llaves, las llaves del arca, donde tal vez guarden los viejos tapices de sus amores lánguidos o equivocados.

Y que nadie me llame descortés y vulgar, por decir lo que esta mañana siento, al ver los innumerables cuerpos de mujeres y hombres endureciendo, esculpiendo las partes más honrosas de su cuerpo (todas, sin duda, lo serán), senos, glúteos, dorsos, abdómenes y pantorrillas, sin despertar ni provocar en mi ningún deseo. ¿Será que las feromonas de mi carne con el tiempo son cada vez más escasas, o tal vez se hayan mutado en dulces manjares del espíritu?

Menos mal, que aquella joven que a Benedetti le cautivara por su frente amplia y considerada boca, en una de las últimas vueltas de mi paseo matutino por la Gran Playa de Santa Pola, me la encuentro convertida en la Femme a la mer de Gauguin. Y esta mujer me sorprende por lo que me sugiere y no veo, por la nuez de sus nalgas, las flores de las olas, la espuma de sus hojas, el fondo vivo del amarillo, su pareo tatuado de amebas, por su absorta mirada hacia un vasto mar enigmático y abierto, tan abierto, desconocido y recóndito, que mujer y mar para mí son el mismísimo cielo.


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