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lunes, 7 de noviembre de 2022

En busca de la verdad de las letras del Nombre


En las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'

Luis Borges. El Golem

Me acuerdo de mis tiempos de estudiante. La azorada inquietud por entender lo que me decían las palabras me incitaba a buscar en el diccionario la esencia perfumada, (eso yo pensaba), que dentro de ellas habría. En un principio fueron términos picarones los que me empujaron a buscar la definición de las cosas. Por aquel entonces yo no sabía nada de vulvas, penes y gametos, de setas y demás complejos. Satisfacer sólo quería mi natural instinto. No tuve éxito, dada la brevedad y esquematismo de aquellos vocabularios de bolsillo. Recurrí por tanto a otros libracos más eruditos y específicos, al Espasa, al Larousse, a la enciclopedia Germánica… También fue en vano. Así que probé con el María Moliner, pues siendo esta bibliotecaria mujer, creí, tal vez, que sería más comprensible con las núbiles ganas del saber encriptado que se me negaba. Pero tampoco.

Más tarde, más joven, en mi edad de bronce, cuando conceptos inteligibles, (como Dios, el tiempo, el alma, o las estrellas del cielo), se resistían a mi corta razón, al igual que se resiste el día en medio de la noche más oscura, cual zorro hambriento por el desierto del Sahara, rebusqué por todas las bibliotecas del mundo un atisbo de luz. Devoto y confiado visité la de Nínive, hasta me colé en la biblioteca oculta del Vaticano a cuyos archivos sólo tienen acceso los papas… Las cirílicas explicaciones de estos santos incunables tampoco consiguieron del todo satisfacer mis ansias. Con todo debo confesar que sólo con buscar en el listado interminable de todos los nombres creados la primera letra de la palabra cuyo significado no entendía, ya mis glándulas se activaban, discendas y muy interesadas, cual las de mi perro babeante, nada más acercarle yo una tibia rellena de ternera. Y cuando mi mente y con ella mi nesciencia, parecía, (sólo parecía), trastocarse en sapiencia divina, gracias a la docta aclaración de aquellos libros sagrados, enseguida de nuevo volvía a emborronarse la verdad de los nombres que yo trataba de asir esperanzado. Un muñeco de trapo, un reloj sin cuerda, un dios de barro, letras escritas en el agua eran las voces que yo siempre oía, por más vocablos y páginas pontificales y rabínicas que pasaran mis dedos hurgadores por todos los revelados diccionarios del mundo.

Ha pasado de aquello muchos años. Y hoy con aventajar Google, la Encarta y la Wikipedia a cualquier diccionario de los de antes, a los que yo acudía dispuesto a calmar aquella mi delirante sed de conocimiento, sigo sin comprender que en las letras de 'rosa' está la rosa, y que todas las aguas del Nilo están en la palabra 'Nilo'. Y aunque parezca increíble y contradictorio, el automatismo, la inmediatez con la cual los servidores virtuales me abastecen hoy con esa voz tan suya, metalizada, impersonal e instantánea, no endulzan mis tragaderas igual que cuando yo era joven, su acelerada rapidez ahogan el presente. Y me atrevería a decir que los podcasts de ahora, o como demonios se llamen esas escuchas llenas de consonantes impronunciables, sus explicaciones llegan a mis entendederas peor que antes, pues apenas siento placer en sus respuestas. Al menos, cuando era adolescente, el tiempo que tardaba en rebuscar en el diccionario las perlas escondidas de los términos que anhelaba, tiempo tenía para poner yo de mi parte imaginación e ingenio en las palabras que se resistían a mi entendimiento. 

Hoy no es lo mismo. Será que soy un viejo nostálgico, o tal vez esté, igual que cuando era estudiante, en ese momento en que la espera es la antesala ideal y necesaria para degustar feliz y sosegado la verdad desconocida del Nombre de las cosas.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Luis Borges. El Golem

domingo, 13 de junio de 2021

Buscaba tu nombre

 



Buscaba tu nombre por cada día de mis tiempos idos, por todos los rincones de mi geografía transitada y conocida. Sin tu nombre ¿cómo podría yo gozarme con tu belleza? Sin embargo, ¡qué contradicción! Mi corazón, no teniéndote, no paraba de latir.

Y cuanto más me esforzaba por acordarme de cómo te llamabas, y las letras de tu nombre andaban desaparecidas por el sumidero de mi cabeza, con más claridad te veía.

No es verdad que los nombres son el alma de las cosas, pues sin tu nombre, más me deleitaba yo con tu presencia. Las letras de tu nombre eran precisamente las que me impedían encontrarte. Palabras estorbo y trampa, nube, cortina y humo.

Y fue entonces cuando por fin me acordé como te llamabas. Cogí una a una las letras de tu nombre y las arranqué de la tapadera de tu cuerpo para disfrutarte realmente cual eras.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Escritor cadáver

 




Son las 6 de la mañana de un 3 de diciembre del 2020. Estreno pluma. La compré ayer en la Librería de Cantero. Siempre me gustaron las estilográficas no muy corredizas, que su deslizamiento no sea muy ligero, más bien que su corte se ciña al papel con un pequeño esfuerzo, como el que el arado hace sobre el yermo, con una leve dificultad. Si la molicie del terreno es flácida, el surco no será lo suficientemente recto y la letra se desmoronará deshilachada.

Me pongo a escribir. Pero mi mente está a oscuras. Y la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo. (Génesis, 1). No atino con las palabras. Y me dice Flaubert:
La palabra es el alma de las cosas. Sin ella, la materia no es nada. Y dijo Dios: Haya luz y hubo luz.
Todo mi afán es dar con ese término adecuado que ponga cara a mis fantasmas, que labre y regule el descampado yermo de la tierra que habito. Que la realidad se imponga a mi locura; ese es mi deseo: encontrar la luz y la calma de ese mar alborotado y en penumbras en el que ando sumergido.

Llevo intentando dar con la palabra justa más de 5000 millones de años: el tiempo de vida que le queda a nuestro planeta antes que sea absorbido por el astro solar. A través de mi escribir, siempre inconcluso, he andado, de aquí para allá, siempre perdido, sin poder agarrarme a ese nombre inefable que la escritura me niega. He consultado todos los diccionarios del habla. He visitado todas las catedrales de la lengua. Le pregunté a María Moliner, a Julio Casares, Piaget, Chomsky... Y cuanto más escarbo en el sabihondo pozo de todas las autoridades habidas y por haber, (gramáticos, puristas, filólogos, exégetas, ventrílocuos…), más perdido estoy en la noche de los nombres calcinados. La pluma no me responde.

Durante todo este tiempo: como un clavo, todos los días, delante de mi cuaderno. Me pongo a casar palabras, a jugar con ellas, por ver si alguna trae, por fin, luz a mis tinieblas. Nada de lo que escribo me deja satisfecho. La escritura ni me ordena, ni me centra, ni me organiza, no me trasciende, tampoco me saca de mi endémica angustia. Al contrario, cuanto más me esfuerzo en dar con la palabra justa, más me aflijo, mayor es mi tormento. Cuanto más y mejor revisto y adecento mis palabras, más andrajosas y deslucidas las veo. Ahora comprendo por qué tantos escritores, con el tiempo, dejaron de escribir. 

Flaubert insiste:
No te desanimes, muchacho. Tarde o temprano tu palabra dará forma el cántaro de tu esencialidad iluminada. Tu palabra, viento creador y divino, aleteará por encima del tumulto de las aguas encenagadas. Y, allí donde antes había confusión y penumbra, no lo dudes, hallarás orden, luz y cordura. 
Yo sabía, llevado, no sólo por Flaubert, sino aconsejado por Plotino, y también por los rabinos del Talmud y la Torá, que era posible dar con esa palabra capaz de sustantivar todo aquello que yo quería describir. Pero los dedos de las palabras, sus letras, se deshacían en cenizas sin yo saber interpretar las señales que llameaban sus hogueras sobre las páginas desesperadas de mi cuaderno. Me moría en la mentira paradigmática de la noche vacía de los signos lingüísticos. Las palabras no me decían nada. El don del entendimiento me había sido robado.

Y todo vino a ser igual que al principio: La tierra, absorbida y quemada por el sol, quedó desordenada, callada, vacía. Las tinieblas se adueñaron del abismo.

Pensé entonces devolver, por defecto de forma, la estilográfica a la papelería donde la compré; pero yo era ya un escritor cadáver inmerso en una Nebulosa Planetaria. 

viernes, 6 de noviembre de 2020

De las palabras escritas no nacen las violetas




El otro día cuando dije quiero ser soberano / para que en mi mano el tiempo / no escriba ni mi destino / ni mi nacimiento arcano, pude también haber dicho que la palabra es capaz de detener el tiempo.

De vez en cuando me recreo leyendo en ese viejo cuaderno donde a veces escribo. Me detengo en la fecha del calendario que más me apetece. Es una sensación de omnipotencia, poder trascender con mi lectura la contingencia limitada de la temporalidad. Y así libar en cada momento la flor deseada.

En esta ventolera y lluviosa mañana, veo semióticos y nerviosos a los cipreses. Acosados sus jopos por el relampagueo incesante de una tormenta, que se aproxima por la cañada Morcillo, deletrean triste al viento su sintáctica melancolía.

Pasar página quiero de este momento. Me dispongo a buscar aquella otra agradable mañana de primavera en la que despuntaban con pasión las letras de los don pedros blancos, morados, rojos y amarillos bajo el parral precoz y voluptuoso de sus pámpanos verdes. Quiero volver a ellos para que su recuerdo active de nuevo aquellos agradables amaneceres, si cabe con más arrojo y belleza que fueron por mí, entonces, vividos.

La belleza se me escurrió de las manos. Fui incapaz de escribir el aroma que despedía el galán que se desmelenaba nupcial junto a la caseta del perro.

Debí esforzarme entonces en reflejar literariamente mejor mis sentimientos, para, ahora, prístinos, poder revivirlos. Y así escapar de este presente caduco, triste e hiriente. Hoy, sólo veo el gris deshumanizado de un ayer volatizado y errante. Y le pregunto a Publio Ovidio Nasón:
¿Por qué de las palabras escritas no nacen las violetas?



miércoles, 22 de agosto de 2018

Demencia senil




Soy periodista de una cadena italiana de televisión privada, L'Avvenire Volantino. La semana pasada entrevisté a un hombre de letras cuyo nombre omito por respeto. El aludido fue siempre para mí hombre digno de admiración. Y lo seguirá siendo, aún después de ver el video en el que no sale bien parado. No me refiero a su conducta, que en nada se parece a la de aquella mítica borrachera de Fernando Arrabal, andando a cuatro patas en un plató de televisión, allá por las postrimerías del siglo pasado, anunciando profético sus ideas milenaristas: el regreso de Cristo a la Tierra antes de la batalla definitiva contra el Diablo y el Juicio Universal.

La emisión, por supuesto ha sido vetada por mi superior inmediato, por carecer de interés, por no generar controversia, por ser anodina, por no aportar escándalo o extravagancia alguna que den de comer a la audiencia, por no provocar enemistades ni adhesiones y sobre todo por resultar normal y nada llamativa. Mi entrevistado es hombre abstemio, de probada moralidad, enemigo de broncas, más bien humilde y comedido, alérgico a los medios. Y si accedió a mi insistencia de ser interrogado, fue porque después de decirme, que a su edad ya no tenía respuesta para pregunta alguna que yo le hiciera, deduje que esa actitud experimentada de hombre sabio y maduro era la que yo quería transmitir precisamente a mis followers.

La verdad es que la conversación que los dos mantuvimos carecía de contenido, de fondo, de gancho, inmediatez y revulsivo para los posibles oyentes. Pero es que yo no buscaba eso. Lo que a mí más me importaba eran precisamente los detalles, las circunstancias, las señales que nacen de un contexto vacío de verbosidad y elocuencia. Y así, sus lagunas, los olvidos, el esfuerzo que mi entrevistado hacía para encontrar las palabras no nacidas y necesarias para expresarse, es lo que más me impresionó. Y al ver que su boca le negaba lo que su cerebro le sugería, que pedía ayuda al aleteo nervioso de sus brazos y sus manos que escribían en el aire su pensamiento no verbal, comprendí que lo que quería decir y no encontraba nombre, era de suma relevancia. 

Manifestación clara de demencia senil. ¡Está bien claro! –sentenció el responsable de que mi entrevista no saliera al aire. Luego, en un último intento de que mi entrevistado (y por supuesto yo), nos viésemos libre de censura alguna, alegué algo así que somos más bien lo que no decimos, no por ocultación, mala voluntad o engaño, sino sencillamente porque no podemos. Y en ese poder limitado, no encontrado de querer mi entrevistado hallar nombre a las cosas, a los hechos, a las personas, había visto yo su probada elocuencia. 

O lo que es lo mismo: cuando la memoria empieza a fallarnos y la amnesia hace mella y novillos, ¿no será que el amanecer empieza a oscurecer y el ocaso, a clarear? Si nuestro pasado, como casa vieja se desmorona, ¿dónde, diablos, construiremos el futuro? No sólo L'Avvenire, ni siquiera nuestro presente, tendría sentido.





viernes, 3 de agosto de 2018

Alocado chicharrero verborrágico








Guarda todas las cartas recibidas de su novio en un fajo como billetes de banco. Después de cincuenta años las vuelve a leer sentada en el rincón preferido de su tranquilidad solitaria bajo las uvas a reventar del quemazón de esta tarde, tres de agosto del dieciocho, y se siente como un demiurgo, como un chamán capaz de activar con su ensalmo cualquier realidad anteriormente vivida. Cual diosa del tiempo detiene la rueda de su pasado hasta llegar a colocar el ayer y el ahora en el mismo punto de la esfera de su historia. Baraja las cartas de sus días y se queda con aquella que es más de su agrado. Y así cual mariposa caprichosa a libar se posa sobre la flor más apetecida. Pasado futuro y presente son para ella ahora lo mismo.

Supongamos que esta tarde, en la que se derriten las montañas encrespadas de su cuerpo a cuarenta grados a la sombra, quisiera convertirlas en refrescantes glaciares apasionados… Pues, ¡manos a la obra!, pasa página, busca esa carta y se coloca en pleno corazón de aquel suceso feliz que otrora tal vez su amor le carteara.

Y en lugar de defenderse de los rayos inclementes de un sol asesino en plena siesta irresistible, se holgazanea enamorándose de nuevo como si tuviera diecisiete años bajo la sombra refrescante de una parra moscatel. Y ve cómo los don pedros blancos, morados y rojos que adornan la entrada de su casa viuda y sola, la sacian con pasión actualizada. Para oler el aroma de un clavel cada vez que le apetezca, sólo tiene que teclear la palabra primavera y darle al enter o sustituir chicharrero por amor. Pero para eso quien le escribiera aquella carta bien debió reflejar por escrito lo que en aquel momento por ella sintiera. Y si tal vez supo ajustar la hermosura de su mundo real al mundo de aquella carta escrita, de tal manera grafía, acción y sentimiento se corresponderían, que ahora ella podría recrear aquel su beso recibido en la postdata, bajándose aquel flujo que de rezumar nunca cesa. Sólo así ella podrá vencer los calores de esta tarde que la inhabilitan para cualquier cosa que no sea no hacer nada.

Hay escribidores de cartas que sus letras son superiores, están por encima de sus vivencias, y así compensan con bella textura la poquedad y el sinsabor de sus experiencias; los hay, en cambio, que aun siendo un volcán encendido su agitado corazón andante, tan grande es la intencionalidad de sus palpitaciones, que éstas les impiden plasmar en código escrito las vibraciones de su vivir enamorado. En este mundo de desigualdades aparentes, el mundo emocional, el sentir íntimo es inalienable, y todos, indiscutiblemente todos, somos dueños exclusivos de nuestros invulnerables sentimientos. Todos, aunque seamos analfabetos en temas de retórica y gramática, cuando se trata de sufrir o de amar, no lo somos.

¡Qué no daría yo en esta tarde de agosto tórrido e inclemente por saber reconvertir el chicharrero de este golpe de calor en hojas trémulas y péndulas llenas de confortable temperatura, hojas, letras de enamorada humedad, y que cual generoso amante cubriera de frescor y ternura este cuerpo mío irritado por aqueste sol que hasta para amar me incapacita!

lunes, 23 de abril de 2018

No hay duelo sin muerto





Agradezco yo a Morfeo que me acompañe como a un bendito diablo en el descenso al país abisal de mi eterna criogenización. Pero esta mañana, antes de tiempo, una simple telaraña filosófica me levanta de la cama. Aún no eran las cinco. El alba con su esencia innombrada me arrebató el sueño. ¡A mí, que ni un dolor de muelas es capaz de doblegar mi celestial pereza! Y así como a veces lo que nos impide seguir caminando no es el gran muro que tenemos delante, sino esa ridícula e insignificante china que se nos ha metido en el zapato, es lo que a mí esta madrugada me levantó antes de tiempo.

Tan insignificante ha sido la causa del quebranto de mi sueño que ni siquiera merece la pena aludir a ello. Pero es preciso sacar afuera este incidente, si no quiero que mañana me vuelva a pasar lo mismo. Y he aquí la enjundia, si es que enjundia pudiera haber en tan trivial asunto. Filosofar no es nada. Entretenimiento baldío de nuestra mente ociosa.

La sola posibilidad de que los nombres olvidados, no dichos, dejaran de respirar, me puso nervioso. Perdiendo yo la memoria de los nombres, con ellos también me perdería. Me levanté, como digo para sobrevivir. Y cual un demiurgo me puse a toda prisa a dar nombre a lo que para mí era importante. ¿Y qué palabras en este caso, en el que la fuente de la vida fuese su evocación verbal, salvaría, rescataría yo de la nada innombrada?

Como Engels, como Marx, frente al idealismo, yo siempre creí que primero eran las cosas y luego los nombres. El materialismo, como boca de los nombres alumbrados, frente a la concepción de que las ideas son antes que la realidad.

Pero, no, -parecía decirme el alba-, la fuente de la vida es el nombre. Hasta ahora yo me había reído de Platón y de Parménides, pero acudió a mí la vigilia diciendo:
Las esencias son inmortales. Si tenemos acceso a ellas es porque temporalmente, en el trozo de vida que disponemos, sólo acertamos a vislumbrar su sombra.
Luego, ya despierto, cuando me disponía a enumerar todo lo que me parecía imprescindible para vivir, empecé a poner nombre a lo que yo más quería para salvar aquello que a mi pudiera sustentarme. Primero pensé en el agua, luego en el pan, también pensé en mi madre, en mi padre, en ti, en nuestros hijos. También pensé, sobre todo, en mí como actor de teatro. Actualmente representamos Cinco horas con Mario. Yo hago el papel del muerto. Mi actual compañera es Carmen, la viuda.

Y así con este simple ejercicio de escribir, de nombrar lo que a mí me daba vida, me relajé, al verme vivo con las cosas que a mí me daban vida. Me acosté de nuevo, creyendo que volvería a dormirme. Pero hasta que yo no caí en la cuenta de dónde venía esa absurda inquietud de nombrar a las cosas que a mi alrededor desaparecían, no pude hacerlo.

Yo sabía que así como las tormentas del miedo no se superan, sino atravesándolas, no encontraría yo la calma hasta no saber la causa de mi agusanado desvelo.

Un crítico de El país, dos días antes, al referirse a mí en el papel de Mario, intencionadamente obvió mi nombre y apellidos. Y me da vergüenza ahora comprobar que un lapsus a conciencia como ese lograra quitarme el sueño. Yo sé que mi nombradía está completamente a salvo, me mencionen o no en el elenco de actores que dan vida a cualquier obra que yo represente. Primero vivir, después filosofar. Así que le den, que le den a los críticos que sólo a sí mismos se alimentan. Mi subsistencia sólo depende de mí, de que yo me sienta vivo y que tú a quien más amo, quieras seguir amándome.

viernes, 13 de abril de 2018

La mesa no es una bicicleta




El sustantivo “mesa“ no es una mesa-, pero el mero hecho de escribir “mesa“ me transporta a su esencia, a la idea de mesa. Y así cuando escribo “mesa“ me veo inmerso en su realidad, comiendo en ella. Podríamos haber pactado llamar bicicleta a la mesa, pero desde que decidimos llamar mesa a la mesa, es este el nombre que por naturaleza mejor le corresponde. Cuando el bebé escucha la palabra teta, de su boca empieza a regurgitar ya la saliva en su lengua.

Y así me uno a aquellos partidarios de conferir naturalidad al lenguaje. Al verme falto de explicación real en la naturaleza, en la política, en la historia, acudo a la palabra como la significación más ajustada por su simbolismo, donde así por su indefinición real me siento y me veo más cómodo que en cualquier otro mundo “físico“ y concreto que no entiendo.

Llamadme idealista, platónico o iluso si queréis, pero en esta fantasía de dar a los nombres la significación que preciso encuentro yo consuelo. Consuelo que no es lo mismo que explicación, ¿pero, qué otro camino me queda, sino el de andar por los boscosos senderos intransitables de las palabras, velamen figurado de una realidad trascendida y acorde con mis utopías y gustos?

domingo, 10 de diciembre de 2017

Escatología






A pesar de haber estado contigo tanto tiempo, me olvidé de tu nombre. En ese momento, antes de coger el sueño, no recordé cómo te llamabas. Me puse nervioso, no por olvidarte, sino porque con tu olvido la memoria entera me fallaba. No conseguí dormirme. La pena, la vergüenza y el abandono de las letras que configuraban la sonoridad de tu cuerpo junto a la sordera del mío me tuvieron en vela y obsesionado hasta muy entrada la madrugada. Repasé los años fundidos en el cariño por ver si tus caricias me devolvían la suavidad de tu nombre, su dulce aleteo alrededor de mis orejas desatendidas, el olor de tu carne, tu apellido.

No hubo manera.

Yo me decía, me consolaba, o más bien, me engañaba:
¡Qué más da, qué importa el nombre, si aún conservo la huella de sus besos por los ríos cremosos de mi carne despierta!
Recordé mis temblores aquella tarde que me armé de valor en el jardín de Floridablanca, cuando quedamos en vernos para decirte que lo nuestro iba en serio. Creí que mis neuronas, agradecidas al sentir la vieja cercanía de nuestros cuerpos apretados, dejarían en la cabecera de mi cama, cual un enamorado suspiro, la sorpresa, el susurro, la canción de tu nombre. Tampoco así la caligrafía surcada, insinuante de los morfemas evocadores de tu hermosa imagen avivó en mí el anagrama de tu fonética presencia.

Me levanté. Me dirigí al salón. Abrí el cajón de la cómoda donde guardo el álbum que nos hicimos en nuestro viaje de miel a la isla de El Hierro. Me detuve en la foto donde estamos los dos, junto al árbol que llora, el Garoé, ese tilo que le roba el agua a las nubes. En vano también resultó mi esfuerzo. El vendaval de mi amnesia se llevó por delante tus vocales de colores, tus consonantes labiales. Mis trucos por conseguir atrapar tu nombre de nada tampoco sirvieron. El muro entre tu nombre y el mío allí levantado seguía partiendo por la mitad mi corazón desazonado como una sandía agusanada. La luna negra en medio de un volcán de nubes tristes y oscuras.

Y no sólo mi malhumor consistió en no poder conciliar el sueño, sino que además se hizo sangre borrosa de ausencia total y máxima, cual esos buscadores de oro que volvían del Dorado más derrotados y pobres que se fueron. Ya no era sólo tu nombre el que no recordaba. Con tu olvido se generaron las ausencias de todos los nombres habidos y por haber del mundo babélico. Con la desaparición de tu nombre, inmerso me vi en medio de un charco de agua sucia cuyo único elemento era la nada, el Absoluto en su más pura esencia. Las paredes del dormitorio se desmoronaron ante mis trémulos ojos. Y con las paredes, la Iglesia Vieja, el taller de Los chispos, el esfaraor y el reloj de la calle san Francisco también se vinieron abajo.

Por la ventana que daba al exterior de mi casa entró un pajarraco sin alas, sin pico, sin cola, sin nada. Cuando yo le dije si venía a traerme la belleza de tu nombre me dijo que no, que él venía de la Nube del No Saber, donde todo sobra y nada falta, y que allí las mentes no sufren por no acordarse del nombre de las cosas. Luego citó a un poeta cuyo nombre tampoco recuerdo:
Lo bello no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos.
De donde el pajarraco venía, las grafías no se diferenciaban unas de otras. La eme podía ser la uve, la ese, la jota. Una las incluía a todas. La guerra por conseguir cada letra su parte en el todo, hacía ya tiempo que había concluido  Me habló de la no-dualidad, palabra que no entendí muy bien, dado que yo aún me debatía sin pegar ojo en medio del día y la noche. El pajarraco me dijo algo así que en la Nube del No Saber, parte y todo, fondo y forma, todo y nada, punto y raya, suma y resta, significado y significante, todo era lo mismo. Y es más, me dijo:
¿Ves aquel campesino montado en su burro? 
Sí, -le contesté. 
Pues bien, hasta que ambos no caigan en la cuenta que son la misma cosa, ninguno de los dos sabrá quien es.
Fue entonces cuando decidí no esforzarme más por acordarme de tu nombre. Según el pajarraco olvidarte era la mejor manera de recordarte. Luego por fin el sueño entró en mi como una gran luz deletreando la indivisa y más profunda realidad de tu nombre, el nombre de todas las cosas.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Letras de otoño



En esta desmadejada mañana de otoño, los reflejos de un sol desganado juegan a las cabriolas entre los morados de la parra de la empalizada. Opekú rechaza las ventajas de la escritura. El viejo escritor renuncia a vivir las mil vidas que la imaginación de sus letras le propone y dispensa.

Durante su dilatada vida, con su pluma llegó a ser lo que quiso. Hasta jugó con sus textos a estar vivo después de muerto. Y se vio entre los cadáveres que yacían a su lado, aleteando rescatado y fluorescente al rescoldo de una lamparilla de aceite sobre el altar mismo de su sepultura. Una mañana miró el alba y se vistió del rocío de la madrugada. Otro día fue aquel homínido del Pleistoceno descubierto por unos escaladores en las montañas del Himalaya. Le dio caza al mismísimo cuervo de la diosa Palas. Gracias a la escritura pudo ser lo que le dio la gana: canto y agua, semilla y beso, vientre y azada.

Hoy ya no le trae cuenta seguir escribiendo. Él pone como excusa que sus dedos retorcidos por la artrosis ya no le responden. Pero miente. No es que él haya abandonado la escritura; es la escritura quien lo ha dejado a él. La escritura como mujer en quien él había puesto toda su confianza, le ha fallado. No es que la escritura se haya buscado otro amante. La escritura como solución y apaño es un engaño.Todo aquel que se acerque a ella con ánimo de encontrar remedio a sus males y forma a sus sueños, pierde el tiempo.

 Opekú llegó a decirme:
La escritura lo ha sido todo en mi vida: mi conciencia, mi única pertenencia, mis manos, mis ojos, mi andar seguro entre las tinieblas. ¡Ay, equivocado de mí! Cualquier escribir es una imposibilidad metafísica, la ausencia emborronada de nuestro deseo inútil.
Tan convencido lo vi de lo que decía, que no quise contrariarle. Pensé: si este hombre deja de escribir, se volverá loco. Al menos hasta hoy su escribir le valió para ahorrarse en pagar a un psicólogo.

Hoy Opekú son las hojas arremolinadas que el aire de ayer arrinconó en el recodo entre el pozo ciego y la entrada a la cuadra. Y su cuerpo…, su cuerpo es aquel tronco viejo de la olivera que se retuerce de dolor ante las inclemencias de las rachas del viento en el rincón que da al paredón de su casa en ruinas.

martes, 27 de junio de 2017

Para qué seguir escribiendo



Cada mañana me dispongo a escribirte confiado en que mis cartas algún día me devolverán tu paradero. Te he dicho ya muchas veces que mi mayor deseo es que mis palabras te descubran, me definan. Para mí, escribirte es ir tras tu búsqueda, sin saber que tal vez yo sea el león ese que pretendo cazar con tanto acierto.

Esta mañana las palabras se me resisten. Debería no obsesionarme. Buscar otros caminos para llegar a ti, dejar mi mente vacía, no cargar más mi pluma, para que tu puedas entrar en ella libremente.

Introvertido siempre en el enrarecido, oscuro y paranoico ambiente de mis bulliciosos escritos, nunca te doy la oportunidad de que te muestres como eres. La prueba que lo que te digo es la pura verdad, es que llevo más de cuarenta años escribiéndote, y en ningún momento di contigo.

Tan taxativamente me creí aquello de que las cosas son el nombre, que nunca te busqué fuera de las palabras. Ni una sola vez, se me ocurrió probar suerte en el bar, en el cine, en la bolera, en el almizcle de una pantera, o en el sabor auténtico de una marinera murciana con la que un buen amigo acaba de agasajarme.

Si la escritura no me lleva a ti, ¿para qué entonces seguir escribiendo?   

martes, 13 de junio de 2017

La metafísica del volcán arrepentido



La pluma es la lengua del alma
(Cervantes).

No sé si existe el alma. Lo que si sé es que la siento cuando escribo. Oigo el aleteo transparente de su su tinta azul en mi conciencia, escucho el golpeteo crujiente de los peces de sus letras sobre el papel-río absorbente de mi cuerpo. Y así como el niño se concentra escuchando Pasito a pasito de Luis Fonsi, yo, como me encuentro, es escribiendo, y vuelvo a mí mismo, me calmo y me contengo como un niño autista. Y los giros circulares de mis grafías-remolinos me envuelven, me arrullan con la melodía de sus grafemas encendidos. A ellos me abrazo como flotador-madre-llama-nave ardiendo en medio del mar tenebroso de los fantasmas reales que me acosan. Y en los renglones pautados de mis cuadernos-borradores me siento seguro en medio de la babélica borrasca.

Y ese fantasma, el más grande de todos, soy yo mismo, mi destino, el destino, o ese cocodrilo que habita en mi, sin ni siquiera saber cómo se llama. ¡Y qué manía de dar nombre a los espectros! ¿Por qué nombrar lo que no conozco, si ni a las claras se me aparece? ¿Por qué habría yo de dar nombre a Dios, llamar de alguna manera a un poema, si ese Poema son todos los poemas, es el poema eterno, el de Lorca, el de Miguel Hernández, el de Witman, el de Machado, el de Storni, el tuyo, el mío y el de nadie, el de sor Juana Inés de la Cruz? El repiquetear de cualquier muchacha sobre las baldosas de la acera bajo mi ventana, todos sus andares me llevan a la misma palabra-mujer que nunca encuentro. No sé cual es su nombre, no la conozco, ¡ay que ver qué soledad sin su dulce taconeo!

Al día de hoy, ningún verso (de vértere) me devolvió la joven que amo y me vuelve loco.Y vuelvo a la escritura para ver si en mis letras encuentro al menos el brillo del sol en sus cabellos. O me encuentro. Tal vez yo sea el ánima, el ánimus, esa sospecha-duda-acierto-linterna apagada que llevo dentro sin saberlo. Lapsus cálami. Mástil quebrado de mi asidero. Y la simple sospecha de que el subconsciente sea Dios, que Dios viva y hable en mi subconsciente, (Césare Pavese), convierte (de vértere) en creación el verbo en subjuntivo-futuro de difícil cumplimiento. Y entonces, ¿para qué buscar en las palabras lo que ellas por sí mismas nunca podrán delimitar-abarcar-definir, esa grandeza infinita que dicen llevar en la escritura de su vientre concebido?

La escritura me devuelve la razón y la cordura que a veces el habla en su confusión arrebatada y presurosa me niega, me traiciona y hasta en ridículo me deja, al no disponer yo de argumentos para demostrar la verdad de mi corazón aligerado y en caliente. Mi verdad son mis sentimientos. Y esta verdad en ebullición puesta en mis labios inconscientes necesita del reposo, del equilibrio, de la estabilidad que me proporciona la palabra sobre el papel pensada. Y así al traspasar mis emociones y corazonadas a Blao, como un secador las airea, las selecciona, absorbe sus impurezas, las acrisola y las ordena plasmadas, inmaculadas, limpias de polvo y paja las deja, para enseguida regalármelas como trigo de cenizas estelares convertidas en vertedero (de vértere) y ganga.

La escritura, ¡gracias, escritura!, revelación sagrada de mi conciencia en falso, soterrada y confusa. Y mi locura irreflexiva y andariega se vuelve loca con razón o sin fundamento. Y así confundido y avergonzado, escandalizado de mí mismo voy enseguida en busca de mi refugio, este teclado de letras en hilera, crucigrama de posibilidades eternas, a ponerme a salvo en la tormenta de los improperios que salen desmadejados, encabronados de mis propios labios, arrebatado en llamas.

¿Y como un volcán podrá ponerse a salvo de su propia erupción, si no es retrocediendo? Y allí en la soledad de si mismo, de su abismo, de nuevo volverá a sorprenderse al ver su alma convertida en incandescente pregunta. ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú que no me dejas sitio para ser yo y viceversa? La metafísica del volcán arrepentido que vuelve a su interior para saber y remediar la tragedia del fuego que entre el subsuelo de sus rocas le recome, y abrasa. Y así encontrar el sentido íntimo de mi ser en ascuas. Este torbellino que me engulle en embudo- succión irremediable contra las leyes imperturbables de la Física.

miércoles, 5 de abril de 2017

Escribir a la sordina




No sé hablar, sino por escrito. La cago nada más abrir la boca. Para des-reprimirse, en lugar de hablar, mejor callar. Mudo escribir a la sordina.

A la greña verbal siempre estoy con mi madre. En cambio, soy una paloma en sus brazos arrullados cada vez que me manda un correo, un wasap, o me deja una nota en la puerta del frigo. Sus letras son entendimiento; sus palabras al contrario, dardos de quien ama y conoce donde hacerme daño. Y al contestarle yo también por escrito, mido al milímetro las palabras, y así no tengo luego que desdecirme. Sólo con borrar mis desmadres, saldada queda mi ofensa. Mis escritos y los suyos se abrazan de puro contento.

Las palabras, como las que hoy he tenido, impulsivas, desordenadas, improperios de mi alma enjaulada, dolida, acomplejada no se las lleva el viento, son saetas que retornan y que me hieren donde más me duele, en el centro de mi dignidad, puesta, sino en duda, sí en aprieto. Y después de dichas, me arrepiento como un Jonás angustiado desde el Hades de sus descalabros orales de ballena chapapótica.

Esta tarde fui a su casa. Y aún a pesar de estar casi un mes sin verla, nada más empezar a hablar, ya la teníamos liada. Y eso que me había propuesto, en caso que ella empezara con su batería de paranoias... Mi madre no es muy mayor, pero a su edad, donde ayer tartamudeaba corrosiva, hoy corregir su deslenguado hablar, sería un milagro. Más fácil le sale al sol amanecer por el ocaso. Por eso, hoy al darle un beso, hago el propósito de morderme la lengua para no echarle encima los sapos peludos que llevo dentro. Fue inútil. Mis palabras son ratones que se escapan, no hay cepos, ni cristales rotos, ni harina ni yeso, venenos que los detengan.

La pelea con mi madre, motivo de este comentario o conclusión espitemológica, no tiene en sí mucha enjundia. Que si llevo la camisa muy corta y se me ve el ombligo, que si no tengo bastante con los dos casamientos que llevo al cuerpo, que por qué salgo ahora con ese hombre separado que tiene cara de zanahoria.

Madre repite tanto las mismas cosas que me resbalan; de puro sabidas, enseguida se me olvidan. Su contenido resulta lo de menos, ni siquiera archivado queda en la olla de mi sesera. A otra cosa mariposa.

Pero el dolor de sus palabras, no acordándome de ellas, aún lo llevo conmigo. Como ese mar de aguas turbias que vieron mis ojos un día en Costa da Morte. Yo no sabía la causa que originó tal emponzoñamiento. Se murieron los peces de colores con los que yo soñaba cada noche. Los daños colaterales, son más mortíferos que los propios daños intencionados y principales.

Las palabras serían necesarias, útiles y bien empleadas, si una vez dichas, generaran ese silencio imprescindible que las hace comprensibles. Las palabras, no mis escritos, versando ambos de lo mismo, se llevan como el perro y el gato. Dos ciervos en plena berrea enfrentados parecemos madre e hija.

Preferiría haber nacida muda, como la flor de la pasionaria que esta tarde alumbra este texto, para decirle mejor a madre lo que por ella siento.

viernes, 10 de febrero de 2017

El hotelito de la casita




En medio de un remanso de rosales y naranjos, amanece El hotelito, la pequeña estancia donde los nietos, cuando vienen, aquí se quedan, duermen y juegan. En uno de sus extremos, el que da al gallinero, se despereza elegante la hierbaluisa. Las gallinas replican al perfume de sus flores con cantos monotemáticos e indescifrables. Por la ventana que da al poniente se cuela el verde y los amarillos del huerto. Todos los colores se dan cita y cantan en este arco iris rompedor y crujiente: el rojo de la buganvilia, el morado de la pasiflora, el ocre acartonado del tronco de los granados, el plata del sendero de los parrales de uva tinta, el oro viejo de la tierra removida donde crece silvestre el vinagrillo, el diente de león y la manzanilla. En el verano, sobre la mesa de ladrillo visto del zaguán, y amparados por la sombra del nogal, los niños elaboran con las hojas del espliego, la hierbabuena y el laurel sus potingues de colonia. La pequeña puerta de la entrada se asoma al arco curioso y protector de la casa grande de los abuelos.

A varios metros de la casita, por donde discurre el camino de regante, los aceitunados cipreses saludan firmes con el vaivén de sus copas a los niños festivos. Digo casita, porque según el abuelo, así debió llamarse lo que hoy todo el mundo conoce aquí por el hotelito.

Quiso el abuelo un día cambiar el nombre del hotelito, (palabra ésta, aunque por su diminutivo, afable), por otra menos anónima y fría. Y dijo a los niños:
¿Por qué no le ponemos al Hotelito un nombre más íntimo?
Para los pequeños todo lo que les rodea es íntimo. No entendieron las intenciones del viejo. Cualquier palabra que desde su inicio conocieron con ternura y cariño, hoy y siempre será de su agrado. No hay nombre feo para los niños, si desde el amor lo aprendieron. La primera vez que oyeron esta palabra, pusieron en ella tal entusiasmo que le sabe a caramelo. Hotelito les suena bien, huele a escondite, a juego, vacaciones y risas, a natillas de la abuela, a navidad, a ratoncito pérez. Las palabras sin más no deberían bailar al sesudo y caduco socaire de los mayores.
Más caliente, dulce o fresco sonaría, -insiste el abuelo a los nietos-, llamar cabaña, madriguera, nido, casita al hotelito, palabra pues, ya desangelada y marchita.
Para los pequeños, lo que fue, seguirá siendo. Si ellos supieran de filosofía responderían ahora al abuelo con aquel argumento cornuto de Eubúlides: lo que no has perdido lo tienes. Pero como los niños aún no han llegado a la edad maldita de conferir a las palabras el significado que no tienen, se limitan, (saben por la ley de la simplicidad del lenguaje que la proposición del abuelo no tiene recorrido), a decir muy sutiles y convencidos:
Vale, abuelo,...le llamaremos... el hotelito... de la casita.
Han pasado muchos años de esta incidencia semiótica. Hasta la fecha, nadie de los que por aquí viven, llaman a esta estancia La casita. Todos siguen llamando hotelito a esta rústica construcción de apenas treinta metros, donde se apretujaban los nietos en distracciones y orgías cuando en vacaciones venían a casa de los abuelos de la huerta.

Una palabra, por distante, áspera o cursi que parezca, (si en un principio interiorizada fue con cariño), costará sustituirla por otra, aunque ésta última suene a gloria. Que he oído yo llamar prenda mía a un perro, al tiempo que su amo le arreaba un buen mandoble por deambular por donde no debía. 

viernes, 3 de febrero de 2017

Todo esto es una mierda




Aquel escritor inseguro, y un tanto perfeccionista, pues de la perfección andaba falto, dijo para sí:
O una de dos, o me renuevo en mis letras, (cada vez que me leo, me vomito), o tendré que decir como Pavese: Tutto questo fa schifo. Todo esto es una mierda. No escribiré más.
Opekú, que así se llamaba este hombre, se avergonzaba de lo que escribía. De tan melindrosas, llegó hasta sentir asco de sus letras. Se repetía más que el anuncio de Macdonald.
Demasiado pretencioso me muestro en ellas, me atiborro de perífrasis, frases rimbombantes, adverbios presuntuosos. Parezco uno de esos gigantes y cabezudos de las fiestas de los pueblos, debajo de su descomunal altura, siempre hay un esquelético mozuelo muerto de hambre.
Y al igual que en nuestro mundo de consumismo feroz, cualquier artículo que compramos nunca nos deja satisfechos, lo mismo le pasaba a Opekú con sus letras: siempre le dejaban sediento.

Opekú padecía el síndrome de la contradicción congénita. Daba pena. Al mismo tiempo que aborrecía sus textos, presumía de ellos. Como santo en hornacina, pies desnudos y heridos, pero de la cabeza para arriba, todo laureles, coronas y estrellas. Opekú era también un vampiro empedernido. Le quitaba la vida a los personajes de sus libros, haciéndolos a su imagen y medida. Se alimentaba de ellos. De sus cualidades más hermosas y odiadas se revestía. Daba pena, nunca conseguía ser él mismo.

Hubo un tiempo que creyó que con sólo escribir fuego, ardería el papel donde amores y pensamientos vertía, o que el agua de sus letras humedecería la sequedad de su alma, que la pureza de sus grafías los pecados de su cuerpo lavaría. Y llegó hasta creer que el verbo un día llegaría a ser sujeto agente, oro y plata con la que dar forma a sus sueños y, realidad encarnada a sus metáforas.

Pero un día, Opekú, después de que su mujer muriera, entró en su casa; y nada más abrir la puerta, exclamó:
¡Cariño mío! 
Nadie le contestó. Palabra tan amantísima le dejó aún más solo de lo que antes estaba cuando vivía con su señora:
¡Ay, letras, efímeras como las flores, como las nubes! Ni sois libres ni encumbradas. Desaparecéis cada cuarto de hora, os evaporáis. ¡Ay textual futilidad escrita! Aromas inconsistentes, ni evocáis, ni trascendéis. Sois la más contundente prueba de vuestra propia volatilidad engreída.
Y tras la desaparición de su mujer, Opekú se dio cuenta que sus palabras nunca le harían compañía. Podría nombrar a su esposa de mil maneras, escogiendo las palabras más amorosas y bellas, pero aquella idea de una muerta que continuaba viviendo, a Opekú, como a Proust, le pareció imposible, absurda, impensable. Nunca ninguna palabra consiguió devolverle a su mujer. Y así fue, por medio de esta experiencia fallida, como el escritor empezaría a ver el lado bueno de su soledad impuesta:
El valor despectivo de la palabra soledad, es una injusticia. Tratar de infame esta palabra es desconocer que la soledad casi siempre es un regalo.
Y recuerda ahora Opekú, cuando piensa en la soledad de las palabras, a los niños del colegio donde durante unos años estuvo dando clases de Lengua en un pueblo del Bellario. Un revuelo de alegría inundaba la clase, cuando él por algún motivo debía salir del aula. ¡Por fin solos! -exclamaban los niños, saltaban de gozo. Y mientras, Opekú, en la sala de profesores se tomaba un café, los niños disfrutaban de la ausencia del maestro, del portador oficial de las palabras.

Sócrates a quien un día dijera: soy lo que veis en mis mis libros, (¿a qué llevo razón? Opekú era un pedante, incapaz de expresar por él mismo algo nuevo), le contestó que el escritor que pretendiera dejar algo claro y firme en sus letras, era un ingenuo: las palabras escritas están delante de nosotros como si tuvieran vida; pero, si le preguntamos algo, nos responden con el más altivo de los silencios. Escribir es una mierda.

Con todo Opekú, en contra de lo que pensaba, siguió escribiendo mientras le duró el aliento, tal vez esperanzado de que un día las palabras le revelerían su sustancia. Atrapado vivió en sus textos. Sus letras, secuestrado le tenían; jamás le soltaron. Condenado estuvo a morir escribiendo. La muerte, el único significante válido, la única verdad que puede salir de nuestra boca. No en vano ya lo dijo el poeta: Sólo morir es ciencia.

domingo, 8 de enero de 2017

Como escribir en el agua



Un poema no debe significar
sino ser
(Archibald MacLeish)


El escritor se queja. La pluma con la que piensa escupe lágrimas de frustración y rabia. Nada de lo que escribe le sacia y calma. Detrás de cada palabra, que con sudor encuentra, siempre le falta un algo al escritor que llora.
¡Oh palabras! ¿por qué, vosotras, rebeldes y mancas, siempre me devolvéis gato por liebre, y desentonadas y mentirosas, nunca cantáis la sinfonía que anhelo y siento, -le dice el escribiente al manuscrito, al ver que su tinta, desobediente y confusa, siempre malogra sus imágenes puras. 
¿Acaso has visto reír alguna vez al fuego, llorar una piedra?  -le dicen ahora, insinuantes las palabras, al escribidor dolido. Las palabras no somos el pan, tampoco el vino, si acaso, la sal. Un pronombre no tiembla. Un adverbio no es una pasión. Las flores no exhalan versos, la jacarandá no rima, tampoco el sujeto concuerda con el verbo en luces y sombras como lo hace el beso con el ocaso esta tarde de invierno.
Al terminar de escribir el texto a nuestro escritor siempre le derrumban sus garabatos, castillo de naipes, escombros de su fracaso, naufragio de barcos, destrucción de la Armada. Y después de oír los comentarios de aquellos que le leyeron, todavía más. 
Es como querer colgar un cuadro, no lo consigues, y encima te aporrean con el marco. Están ciegos, no captaron mi idea
Y si por casualidad alguien le dice al escritor frustrado: te comprendí, amigo, es verdad lo que escribiste, bien sabe el escribidor que a veces la verdad es la mejor mentira, pues ni él mismo supo escribir el olor de las margaritas.

El escritor está muy aturdido. No sabe si son las palabras escritas las que ahora le dicen: realmente no nos buscarías, explorador de la nada, si antes no nos hubieras conocido.

No entiende el escritor de enigmas: dejaros de mojigangas, ilustradas de pacotilla. Mientras en el texto enzarzado estuve, me sentí vivo. Luego al terminar os releo y me digo: mejor mudo que iluso.

Realidad y Deseo no son homologables. La primogenitura no se vende por un plato de lentejas. Las palabras no sois, sólo representáis, nueces sin molla, simplemente cáscaras. Y cuando, eufórico, pago por vosotras esfuerzo y tiempo, mi placer de encontraros enseguida se desvanece.

Corro, me afano por otras que mejor me colmen lo que quiero. Y así siempre, la voracidad insaciable del escritor consumista, mercancía de usar y tirar, y nunca complacido, en busca de palabras que no “son”, sólo significan.

¡Y qué sin sentido: como escribir en el agua!

martes, 3 de enero de 2017

La cueva del eco




Una palabra desprovista de pensamiento es una cosa muerta, y un pensamiento que se pone en palabras no es más que una sombra. (Lev Vygotsky)

Ella, ni cuando me ingresaron en el Hospital de Las Cruces por aquellas malditas adherencias del estómago, jamás se alejó de mi. Por muy calamitosa que fuese nuestra relación, tan unidos estábamos, que la adversidad nunca logró separarnos. Me gradué en ingeniería, terminé de pagar la hipoteca, me solacé una docena de veces viendo por televisión los mundiales de fútbol, cambié de coche, me jubilé como jurado en los astilleros.... Hasta hoy mismo, ¡pobre de mi!, que me veo privado de su encantadora presencia.

La conocí siendo todavía un niño. Al principio, más que conocimiento, lo que había entre nosotros era un divertido juego, un ensayo. Tuvimos nuestros problemas de ajuste, como todo el mundo que decide vivir en pareja. Recuerdo una temporada que me enrabietaba por nada. Yo intentaba llamarla, pero ella no me respondía o lo hacía de manera equivocada. Me ponía nervioso, tartamudeaba como una gallina que no termina de decir lo que quiere, me enfurecía y pataleaba como un bebé a quien sus padres no entienden. Esta frustración, tal vez debido a un cierto mecanismo de defensa, se convertiría luego en balbuceo, un gorgorito impaciente de múltiples modulaciones.

En ocasiones nuestras maneras de comportarnos eran de clara inestabilidad, casi ridícula, no conseguíamos alcanzar el tono debido, pasábamos del gris grave y confuso al atiplado y agudo desafinado. Pero por fortuna nuestra convivencia poco a poco se fue fraguando hasta que, entre mis ideas y la consolidación pragmática de sus expresiones, logramos un todo armonioso. Crecimos juntos y a la par. Si, por ejemplo, yo me abstraía en el mar, al momento ella para complacerme tomaba la forma de sus olas, reproducía el sonido exacto de mi pensamiento, el murmullo de sus aguas, la inmensidad de su abismo. Si decidía recrearme con el amarillo otoñal del campo, ella de inmediato ponía a mis pies una reluciente alfombra de pámpanos marchitos de parra virgen. Si mi comportamiento era ruidoso y alocado, el de ella, lo era díscolo e hilarante. Cuando el contexto social en el que nos desenvolvíamos exigía de nosotros mayor formalidad y rigor supimos adaptarnos a los usos convencionalmente establecidos. Se nos veía tan avenidos que nuestros amigos con sólo escuchar su voz adivinaban mi proximidad. Y si por casualidad me presentaba sin su compañía, bastaba con que abriera mi boca para que la imaginaran dulce y cantarina tal cual era.

Juntos hicimos aquel viaje a las Cuevas del Eco, ella jadeaba por los montes nemorosos en busca de nuevas voces. Resoplaba con placer su aliento a mejorana sobre los rincones más ocultos de mi cuerpo para transformarse luego en iluminada hoguera de sonidos perfumados, lejanos, aliterados, pletóricos. Era elegante y salvaje, juguetona y adiestrada, serena como los atardeceres del verano, locuaz y prudente, sorda y sonora, labial y gutural, como los gemidos del amor, fricativa cual gata asustada, silbante como el saludo del ciprés, seductora cual el ofidio del paraíso divino.

Tan avenidos, que siempre fue mi portavoz más fiel, mi mejor carta de presentación. Bastaba sólo que los demás oyeran lo que decía, para que todos al momento se hicieran una idea de cual era mi opinión. Si yo era el barro potencial de cualquier insinuación artística, ella era la alfarera, la configuración plástica de mi más viva imaginación. Bueno, no siempre. Porque a veces de común acuerdo jugábamos a despistar a nuestros contertulios, por no decir, a engañarlos. Ella decía una cosa y yo desde mi interior, intencionadamente, me pronunciaba por la contraria. Éramos cómplices enamorados.

En ocasiones esta misma complicidad nos sobrepasaba. Yo me sentía traicionado por sus propias palabras, era algo que no podíamos evitar. Y le decía, si no sabes hablar, mejor ten tu boca cerrada; pero ella decía cosas de las que luego yo tendría que arrepentirme.

Durante la difícil intervención no ha rechistado lo más mínimo. En silencio hemos afrontado nuestra separación definitiva, yo con mi tráquea atornillada y ella con sus cuerdas vocales amordazada. Un dueto de violinistas expectantes a quien al director de la orquesta se le olvida darles la entrada. He visto sus ojos vacíos de significado. La he llamado. Fría y arrogante me ha dado la espalda. Cuando la he visto alejarse he querido gritarle lo que sentía dejarla abandonada, que le agradecía de corazón todo lo que había hecho por mi, pero ella, por mucho que yo abriera la boca, para decirle lo que a partir de ahora la echaría de menos, ni siquiera me ha dirigido la palabra.

Fue ayer precisamente. Debido a unos simples carraspeos, tuve que ir al médico. Desde hacía unas semanas notaba como si un corrosivo ácido me quemara la garganta enmudecida. El otorrino fue tajante:
Si no queremos que el mal se extienda y acabe con todo tu organismo, debemos extirpar mañana mismo tu laringe cancerada.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Función semiótica del escritor frustrado





Huyendo de los ardores de su carne desmadrada, de su mala leche y orgullo, se retiró el escritor al desierto, por ver si en la soledad recóndita de su jaima, allí, en el espejo de la arena cristalina, su yo más rebelde se calmara. Y mientras el escritor escribía, su yo desordenado parecía organizarse.

Y en un mismo acto, unificar quiere el hagiógrafo de realidades noveladas las dos potencialidades que dan sentido a su vida: el vivir y su conciencia. No hay nada como la palabra escrita para sentirme yo mismo –exclama. No entiendo la lectura y la escritura, sino como un acto de autenticidad y honradez conmigo mismo. Mi yo contingente y limitado es rescatado por el ejercicio diario de mi oficio. En el escribir nos auto-revelamos. En la vulgata de mi vulgar relato me descubro como ser indescifrable e inaudito.

No quiere el que escribe ser un mero contador de historias. Escribe para parecerse a los varones ilustres que describe, para librarse de sus estupideces, para encontrarse a sí mismo. Por medio de los personajes de sus relatos nos desvela sus propias emociones. Su yo no es su yo, si a sí mismo no se lo cuenta y escribe, mintiéndose por boca de terceros. Y así, entre su vocación por el silencio, la ficción  y su necesidad por comunicare, reconstruye el escritor su ser literario, que no es otro que su verdadero yo. Pues como dijera Mallarmé, el escritor no es es sino el libro que escribe.

Pero la escritura y su lectura, al tiempo que al escritor colmaban de autenticidad, bondad y conocimiento, también frustración y desatino le infligían. Y al comprobar el de Estridón que sus letras no se corresponden con lo que dentro de sí lleva, le invade la tristeza. El escritor es incapaz de plasmar en su libro las grandezas y bondades que imagina. Su escritura se queda corta, inconclusa, nunca logra relatar lo que él siente y piensa. Se siente fracasado como traductor, exégeta y retratista del mundo, de las criaturas, de las postrimerías, de sus sentimientos y hasta de las Sagradas Escrituras. Nunca su pluma canónica alcanzará la función semiótica para la que fue construida. Las ideas plasmadas en el papel no se corresponden con las ideas que él tiene en la cabeza. El ilustrado estudioso y lingüista se ve obligado a corregir constantemente sus textos, vuelve a escribir otras voces, otros giros, por considerar inapropiado e inexacto todo lo que a sus lectores cuenta. El abismo entre la formalidad, la gramática de sus escritos y su significado es insalvable. Piensa que la escritura, (tal como dijera Sócrates en el Fedro de Platón), es inhumana. Imposible poner fuera de la mente lo que sólo cabe dentro de su cerebro.

Las emociones son intraducibles, intransferibles. Su palabra interior no encuentra imagen alguna en la que proyectarse. Jamás podrá poner por escrito su dolor ante la ingratitud de un verbo intransitivo, la reprimenda de un sustantivo amigo, nunca podrá formular en una simple oración enunciativa la dulzura que encierra la soledad de su gruta, que cual brisa sobre la duna, suave se inclina ante su alma. Mis palabras, -dice-, a lo más que llegan es a escribir el silencio.

viernes, 1 de julio de 2016

¡Mamá!




Entró en la casa como la calma después de la tormenta. Josefina trabajaba en el aeropuerto. A ella le hubiera gustado pasar la escoba por el andén ajardinado de boutiques que se desliza cristalino y perfumado hasta llegar al control de metales. ¡Y no tener que oler a orines todo el día, enredada entre gases putrefactos! Estar en los aseos desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde no le hacía ni puñetera gracia.

El jefe de personal consideró ubicar a la muchacha, a la Renca- (así la llamaba el encargado de la limpieza), en un puesto, que su desajuste físico no provocara en los usuarios lástima o rechazo.
Es por ella, -se justificaba el estúpido hipócrita-, para que no se sienta menospreciada. Allí metida en los aseos, libre de miradas chismosas, la Renca estará mejor a sus anchas.
Es cierto. El andar de la chica resultaba un tanto cómico y peripatético. La muchacha había sido contratada gracias a su 42% de minusvalía. A cambio, la Concesionaria del aeropuerto se beneficiaría en sus contribuciones a la Seguridad Social.

Josefina, no sólo tenía los pies planos, sino que al no asentar bien su columna sobre la pelvis, (por tener desparejo el coxal izquierdo), cada vez que daba un paso, parecía desmoronarse. Ella, para no caerse, apresuraba el otro pie hacia adelante. De esta manera, contra toda evidencia, conseguía, en el último momento, equilibrar su cuerpo desajustado, no sin evitar, en quien la observara, un cierto espasmo, al creer que la muchacha acabaría desentablada en el suelo. Este gesto ridículo de titiritero patizambo no le restaba a Josefina eficiencia para desempeñar bien su trabajo. Con todo, el Jefe de Personal confinó a la Siberia de los Aseos del aeropuerto a la pobre Josefina.
Que conste que lo hago más por ella, que por respetar la sensibilidad prostática y cistítica de posibles meonas y acojonados, -volvía a repetir el estúpido supervisor.
Aquella tarde plomiza de un tórrido lunes de mayo, sin pájaros ni geranios en las terrazas, después de una jornada intensiva limpiando lavabos y retretes, Josefina abrió la puerta del piso, un Tercero-A sin ascensor en el Barrio de Gracia. Allí vivía con su madre. Dejó la mochila en la percha, la tiró como quien lanza las llaves de su tumba al arroyo. Y se sintió tan aliviada, que desplegó los brazos como aspas de helicóptero en pleno vuelo. Y se puso a revolotear sobre sí misma, sumergida en un baile interminable, frente al espejo. Parecía un náufrago milagrosamente salvado de los remolinos del agua.

Y no es que quiera el que escribe recrearse en la incapacidad de Josefina y sacar partido de su deficiencia, y engordar así estas letras. ¡Que con su pan y escrúpulos se coma la gente sus recelos, conmiseraciones y puritanismos maniqueos a favor o en contra de estas personas que deambulan por la vida, teniendo que pedir perdón a todo el mundo por ser cojas, bizcas, homosexuales, orejudas o mochas!

El escritor tan sólo quiere detenerse en una palabra, una palabra de dos sílabas, una palabra aguda, tan elemental y congénita, que no necesita traducción a lengua alguna. Una palabra más real que lo que ella representa. Se basta a sí misma para decir lo que siente y dibuja. Esta palabra es un ser viviente (que diría Víctor Hugo), es el eco de un alma, bálsamo, desahogo y paz, luz y alegría, desnudez y confianza, alivio y descarga, alimento y regazo, ríos de leche y cama. Todo un lugar, un mundo de sentimientos y placeres infinitos, imposibles de decir con otra palabra que no sea la que dijo Josefina, nada más abrir la puerta de su casa, aquel lunes extenuado de mayo, después de una dura jornada de trabajo en el aeropuerto de El Prat de Barcelona:
¡Mamá!

lunes, 4 de enero de 2016

El Taquígrafo y la Centralita






Hablaba y hablaba para no volverse loco. A ella la enloquecía tanta verbalidad sobrada. El hablar de Fonema era interminable, era como el infinito fuego. Sus palabras, como el agua, eran insuficientes para sofocar el infierno que por dentro le quemaba.

Ella en cambio, andaba, a su vez, loca por la escritura. Escribo, escribo -decía Grafía-, para mitigar la herida, para colmar la falta de la que adolezco. Él no atinaba a nada de tanto darle a la sinhueso. Con su hablar interminable Fonema jamás lograba poner nombre a lo que quería. Y ella con sus letras tampoco conseguía sacar fuera lo que dentro de su imaginación brotaba.

Nunca entendí por qué dos oficios, en sí tan complementarios, y por principio, tan bien avenidos, llegarían con el tiempo a ser incompatibles. Cuando Grafía inspirada a escribir se ponía, la locuacidad de Fonema la desconcentraba. Y si Grafía a escribir se dedicaba ¿quién saciaría la atención de Fonema, que de hablar nunca terminaba?  Grafía y Fonema se llevaban como el ratón y el gato. Si uno decía amanecer; el otro, ocaso escribía.

Luego de un tiempo de comprobar ambos que sus vidas, de seguir así, ya no serían, Fonema y Grafía decidieron separarse. 

Ella encontró trabajo como taquígrafo en un viejo camión del desguace París. Y a él le contratarían como gramófono rayado de una centralita en el corazón del desierto del Kalahari.