viernes, 10 de febrero de 2017

El hotelito de la casita




En medio de un remanso de rosales y naranjos, amanece El hotelito, la pequeña estancia donde los nietos, cuando vienen, aquí se quedan, duermen y juegan. En uno de sus extremos, el que da al gallinero, se despereza elegante la hierbaluisa. Las gallinas replican al perfume de sus flores con cantos monotemáticos e indescifrables. Por la ventana que da al poniente se cuela el verde y los amarillos del huerto. Todos los colores se dan cita y cantan en este arco iris rompedor y crujiente: el rojo de la buganvilia, el morado de la pasiflora, el ocre acartonado del tronco de los granados, el plata del sendero de los parrales de uva tinta, el oro viejo de la tierra removida donde crece silvestre el vinagrillo, el diente de león y la manzanilla. En el verano, sobre la mesa de ladrillo visto del zaguán, y amparados por la sombra del nogal, los niños elaboran con las hojas del espliego, la hierbabuena y el laurel sus potingues de colonia. La pequeña puerta de la entrada se asoma al arco curioso y protector de la casa grande de los abuelos.

A varios metros de la casita, por donde discurre el camino de regante, los aceitunados cipreses saludan firmes con el vaivén de sus copas a los niños festivos. Digo casita, porque según el abuelo, así debió llamarse lo que hoy todo el mundo conoce aquí por el hotelito.

Quiso el abuelo un día cambiar el nombre del hotelito, (palabra ésta, aunque por su diminutivo, afable), por otra menos anónima y fría. Y dijo a los niños:
¿Por qué no le ponemos al Hotelito un nombre más íntimo?
Para los pequeños todo lo que les rodea es íntimo. No entendieron las intenciones del viejo. Cualquier palabra que desde su inicio conocieron con ternura y cariño, hoy y siempre será de su agrado. No hay nombre feo para los niños, si desde el amor lo aprendieron. La primera vez que oyeron esta palabra, pusieron en ella tal entusiasmo que le sabe a caramelo. Hotelito les suena bien, huele a escondite, a juego, vacaciones y risas, a natillas de la abuela, a navidad, a ratoncito pérez. Las palabras sin más no deberían bailar al sesudo y caduco socaire de los mayores.
Más caliente, dulce o fresco sonaría, -insiste el abuelo a los nietos-, llamar cabaña, madriguera, nido, casita al hotelito, palabra pues, ya desangelada y marchita.
Para los pequeños, lo que fue, seguirá siendo. Si ellos supieran de filosofía responderían ahora al abuelo con aquel argumento cornuto de Eubúlides: lo que no has perdido lo tienes. Pero como los niños aún no han llegado a la edad maldita de conferir a las palabras el significado que no tienen, se limitan, (saben por la ley de la simplicidad del lenguaje que la proposición del abuelo no tiene recorrido), a decir muy sutiles y convencidos:
Vale, abuelo,...le llamaremos... el hotelito... de la casita.
Han pasado muchos años de esta incidencia semiótica. Hasta la fecha, nadie de los que por aquí viven, llaman a esta estancia La casita. Todos siguen llamando hotelito a esta rústica construcción de apenas treinta metros, donde se apretujaban los nietos en distracciones y orgías cuando en vacaciones venían a casa de los abuelos de la huerta.

Una palabra, por distante, áspera o cursi que parezca, (si en un principio interiorizada fue con cariño), costará sustituirla por otra, aunque ésta última suene a gloria. Que he oído yo llamar prenda mía a un perro, al tiempo que su amo le arreaba un buen mandoble por deambular por donde no debía. 

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