viernes, 3 de febrero de 2017

Todo esto es una mierda




Aquel escritor inseguro, y un tanto perfeccionista, pues de la perfección andaba falto, dijo para sí:
O una de dos, o me renuevo en mis letras, (cada vez que me leo, me vomito), o tendré que decir como Pavese: Tutto questo fa schifo. Todo esto es una mierda. No escribiré más.
Opekú, que así se llamaba este hombre, se avergonzaba de lo que escribía. De tan melindrosas, llegó hasta sentir asco de sus letras. Se repetía más que el anuncio de Macdonald.
Demasiado pretencioso me muestro en ellas, me atiborro de perífrasis, frases rimbombantes, adverbios presuntuosos. Parezco uno de esos gigantes y cabezudos de las fiestas de los pueblos, debajo de su descomunal altura, siempre hay un esquelético mozuelo muerto de hambre.
Y al igual que en nuestro mundo de consumismo feroz, cualquier artículo que compramos nunca nos deja satisfechos, lo mismo le pasaba a Opekú con sus letras: siempre le dejaban sediento.

Opekú padecía el síndrome de la contradicción congénita. Daba pena. Al mismo tiempo que aborrecía sus textos, presumía de ellos. Como santo en hornacina, pies desnudos y heridos, pero de la cabeza para arriba, todo laureles, coronas y estrellas. Opekú era también un vampiro empedernido. Le quitaba la vida a los personajes de sus libros, haciéndolos a su imagen y medida. Se alimentaba de ellos. De sus cualidades más hermosas y odiadas se revestía. Daba pena, nunca conseguía ser él mismo.

Hubo un tiempo que creyó que con sólo escribir fuego, ardería el papel donde amores y pensamientos vertía, o que el agua de sus letras humedecería la sequedad de su alma, que la pureza de sus grafías los pecados de su cuerpo lavaría. Y llegó hasta creer que el verbo un día llegaría a ser sujeto agente, oro y plata con la que dar forma a sus sueños y, realidad encarnada a sus metáforas.

Pero un día, Opekú, después de que su mujer muriera, entró en su casa; y nada más abrir la puerta, exclamó:
¡Cariño mío! 
Nadie le contestó. Palabra tan amantísima le dejó aún más solo de lo que antes estaba cuando vivía con su señora:
¡Ay, letras, efímeras como las flores, como las nubes! Ni sois libres ni encumbradas. Desaparecéis cada cuarto de hora, os evaporáis. ¡Ay textual futilidad escrita! Aromas inconsistentes, ni evocáis, ni trascendéis. Sois la más contundente prueba de vuestra propia volatilidad engreída.
Y tras la desaparición de su mujer, Opekú se dio cuenta que sus palabras nunca le harían compañía. Podría nombrar a su esposa de mil maneras, escogiendo las palabras más amorosas y bellas, pero aquella idea de una muerta que continuaba viviendo, a Opekú, como a Proust, le pareció imposible, absurda, impensable. Nunca ninguna palabra consiguió devolverle a su mujer. Y así fue, por medio de esta experiencia fallida, como el escritor empezaría a ver el lado bueno de su soledad impuesta:
El valor despectivo de la palabra soledad, es una injusticia. Tratar de infame esta palabra es desconocer que la soledad casi siempre es un regalo.
Y recuerda ahora Opekú, cuando piensa en la soledad de las palabras, a los niños del colegio donde durante unos años estuvo dando clases de Lengua en un pueblo del Bellario. Un revuelo de alegría inundaba la clase, cuando él por algún motivo debía salir del aula. ¡Por fin solos! -exclamaban los niños, saltaban de gozo. Y mientras, Opekú, en la sala de profesores se tomaba un café, los niños disfrutaban de la ausencia del maestro, del portador oficial de las palabras.

Sócrates a quien un día dijera: soy lo que veis en mis mis libros, (¿a qué llevo razón? Opekú era un pedante, incapaz de expresar por él mismo algo nuevo), le contestó que el escritor que pretendiera dejar algo claro y firme en sus letras, era un ingenuo: las palabras escritas están delante de nosotros como si tuvieran vida; pero, si le preguntamos algo, nos responden con el más altivo de los silencios. Escribir es una mierda.

Con todo Opekú, en contra de lo que pensaba, siguió escribiendo mientras le duró el aliento, tal vez esperanzado de que un día las palabras le revelerían su sustancia. Atrapado vivió en sus textos. Sus letras, secuestrado le tenían; jamás le soltaron. Condenado estuvo a morir escribiendo. La muerte, el único significante válido, la única verdad que puede salir de nuestra boca. No en vano ya lo dijo el poeta: Sólo morir es ciencia.

1 comentario:

  1. El veneno de la escritura te emponzoña una vez que te entra. Cuando empiezas, no hay nada ni nadie que te pare y, como Opekú, se sigue escribiendo hasta la muerte.
    Un abrazo

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