Huyendo de los ardores de su carne desmadrada, de su mala leche y orgullo, se retiró el escritor al desierto, por ver si en la soledad recóndita de su jaima, allí, en el espejo de la arena cristalina, su yo más rebelde se calmara. Y mientras el escritor escribía, su yo desordenado parecía organizarse.
Y en un mismo acto, unificar quiere el hagiógrafo de realidades noveladas las dos potencialidades que dan sentido a su vida: el vivir y su conciencia. No hay nada como la palabra escrita para sentirme yo mismo –exclama. No entiendo la lectura y la escritura, sino como un acto de autenticidad y honradez conmigo mismo. Mi yo contingente y limitado es rescatado por el ejercicio diario de mi oficio. En el escribir nos auto-revelamos. En la vulgata de mi vulgar relato me descubro como ser indescifrable e inaudito.
No quiere el que escribe ser un mero contador de historias. Escribe para parecerse a los varones ilustres que describe, para librarse de sus estupideces, para encontrarse a sí mismo. Por medio de los personajes de sus relatos nos desvela sus propias emociones. Su yo no es su yo, si a sí mismo no se lo cuenta y escribe, mintiéndose por boca de terceros. Y así, entre su vocación por el silencio, la ficción y su necesidad por comunicare, reconstruye el escritor su ser literario, que no es otro que su verdadero yo. Pues como dijera Mallarmé, el escritor no es es sino el libro que escribe.
Pero la escritura y su lectura, al tiempo que al escritor colmaban de autenticidad, bondad y conocimiento, también frustración y desatino le infligían. Y al comprobar el de Estridón que sus letras no se corresponden con lo que dentro de sí lleva, le invade la tristeza. El escritor es incapaz de plasmar en su libro las grandezas y bondades que imagina. Su escritura se queda corta, inconclusa, nunca logra relatar lo que él siente y piensa. Se siente fracasado como traductor, exégeta y retratista del mundo, de las criaturas, de las postrimerías, de sus sentimientos y hasta de las Sagradas Escrituras. Nunca su pluma canónica alcanzará la función semiótica para la que fue construida. Las ideas plasmadas en el papel no se corresponden con las ideas que él tiene en la cabeza. El ilustrado estudioso y lingüista se ve obligado a corregir constantemente sus textos, vuelve a escribir otras voces, otros giros, por considerar inapropiado e inexacto todo lo que a sus lectores cuenta. El abismo entre la formalidad, la gramática de sus escritos y su significado es insalvable. Piensa que la escritura, (tal como dijera Sócrates en el Fedro de Platón), es inhumana. Imposible poner fuera de la mente lo que sólo cabe dentro de su cerebro.
Las emociones son intraducibles, intransferibles. Su palabra interior no encuentra imagen alguna en la que proyectarse. Jamás podrá poner por escrito su dolor ante la ingratitud de un verbo intransitivo, la reprimenda de un sustantivo amigo, nunca podrá formular en una simple oración enunciativa la dulzura que encierra la soledad de su gruta, que cual brisa sobre la duna, suave se inclina ante su alma. Mis palabras, -dice-, a lo más que llegan es a escribir el silencio.
Bellísimo, Juan, con qué precisión describes lo que parece indescriptible: el sentimiento profundo que no llega (no puede) conectar con plenitud al pensamiento, con su consiguiente in-capacidad de definirlo. Gracias.
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