Soy periodista de una cadena italiana de televisión privada, L'Avvenire Volantino. La semana pasada entrevisté a un hombre de letras cuyo nombre omito por respeto. El aludido fue siempre para mí hombre digno de admiración. Y lo seguirá siendo, aún después de ver el video en el que no sale bien parado. No me refiero a su conducta, que en nada se parece a la de aquella mítica borrachera de Fernando Arrabal, andando a cuatro patas en un plató de televisión, allá por las postrimerías del siglo pasado, anunciando profético sus ideas milenaristas: el regreso de Cristo a la Tierra antes de la batalla definitiva contra el Diablo y el Juicio Universal.
La emisión, por supuesto ha sido vetada por mi superior inmediato, por carecer de interés, por no generar controversia, por ser anodina, por no aportar escándalo o extravagancia alguna que den de comer a la audiencia, por no provocar enemistades ni adhesiones y sobre todo por resultar normal y nada llamativa. Mi entrevistado es hombre abstemio, de probada moralidad, enemigo de broncas, más bien humilde y comedido, alérgico a los medios. Y si accedió a mi insistencia de ser interrogado, fue porque después de decirme, que a su edad ya no tenía respuesta para pregunta alguna que yo le hiciera, deduje que esa actitud experimentada de hombre sabio y maduro era la que yo quería transmitir precisamente a mis followers.
La verdad es que la conversación que los dos mantuvimos carecía de contenido, de fondo, de gancho, inmediatez y revulsivo para los posibles oyentes. Pero es que yo no buscaba eso. Lo que a mí más me importaba eran precisamente los detalles, las circunstancias, las señales que nacen de un contexto vacío de verbosidad y elocuencia. Y así, sus lagunas, los olvidos, el esfuerzo que mi entrevistado hacía para encontrar las palabras no nacidas y necesarias para expresarse, es lo que más me impresionó. Y al ver que su boca le negaba lo que su cerebro le sugería, que pedía ayuda al aleteo nervioso de sus brazos y sus manos que escribían en el aire su pensamiento no verbal, comprendí que lo que quería decir y no encontraba nombre, era de suma relevancia.
La verdad es que la conversación que los dos mantuvimos carecía de contenido, de fondo, de gancho, inmediatez y revulsivo para los posibles oyentes. Pero es que yo no buscaba eso. Lo que a mí más me importaba eran precisamente los detalles, las circunstancias, las señales que nacen de un contexto vacío de verbosidad y elocuencia. Y así, sus lagunas, los olvidos, el esfuerzo que mi entrevistado hacía para encontrar las palabras no nacidas y necesarias para expresarse, es lo que más me impresionó. Y al ver que su boca le negaba lo que su cerebro le sugería, que pedía ayuda al aleteo nervioso de sus brazos y sus manos que escribían en el aire su pensamiento no verbal, comprendí que lo que quería decir y no encontraba nombre, era de suma relevancia.
Manifestación clara de demencia senil. ¡Está bien claro! –sentenció el responsable de que mi entrevista no saliera al aire. Luego, en un último intento de que mi entrevistado (y por supuesto yo), nos viésemos libre de censura alguna, alegué algo así que somos más bien lo que no decimos, no por ocultación, mala voluntad o engaño, sino sencillamente porque no podemos. Y en ese poder limitado, no encontrado de querer mi entrevistado hallar nombre a las cosas, a los hechos, a las personas, había visto yo su probada elocuencia.
O lo que es lo mismo: cuando la memoria empieza a fallarnos y la amnesia hace mella y novillos, ¿no será que el amanecer empieza a oscurecer y el ocaso, a clarear? Si nuestro pasado, como casa vieja se desmorona, ¿dónde, diablos, construiremos el futuro? No sólo L'Avvenire, ni siquiera nuestro presente, tendría sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario