jueves, 3 de diciembre de 2020

Escritor cadáver

 




Son las 6 de la mañana de un 3 de diciembre del 2020. Estreno pluma. La compré ayer en la Librería de Cantero. Siempre me gustaron las estilográficas no muy corredizas, que su deslizamiento no sea muy ligero, más bien que su corte se ciña al papel con un pequeño esfuerzo, como el que el arado hace sobre el yermo, con una leve dificultad. Si la molicie del terreno es flácida, el surco no será lo suficientemente recto y la letra se desmoronará deshilachada.

Me pongo a escribir. Pero mi mente está a oscuras. Y la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo. (Génesis, 1). No atino con las palabras. Y me dice Flaubert:
La palabra es el alma de las cosas. Sin ella, la materia no es nada. Y dijo Dios: Haya luz y hubo luz.
Todo mi afán es dar con ese término adecuado que ponga cara a mis fantasmas, que labre y regule el descampado yermo de la tierra que habito. Que la realidad se imponga a mi locura; ese es mi deseo: encontrar la luz y la calma de ese mar alborotado y en penumbras en el que ando sumergido.

Llevo intentando dar con la palabra justa más de 5000 millones de años: el tiempo de vida que le queda a nuestro planeta antes que sea absorbido por el astro solar. A través de mi escribir, siempre inconcluso, he andado, de aquí para allá, siempre perdido, sin poder agarrarme a ese nombre inefable que la escritura me niega. He consultado todos los diccionarios del habla. He visitado todas las catedrales de la lengua. Le pregunté a María Moliner, a Julio Casares, Piaget, Chomsky... Y cuanto más escarbo en el sabihondo pozo de todas las autoridades habidas y por haber, (gramáticos, puristas, filólogos, exégetas, ventrílocuos…), más perdido estoy en la noche de los nombres calcinados. La pluma no me responde.

Durante todo este tiempo: como un clavo, todos los días, delante de mi cuaderno. Me pongo a casar palabras, a jugar con ellas, por ver si alguna trae, por fin, luz a mis tinieblas. Nada de lo que escribo me deja satisfecho. La escritura ni me ordena, ni me centra, ni me organiza, no me trasciende, tampoco me saca de mi endémica angustia. Al contrario, cuanto más me esfuerzo en dar con la palabra justa, más me aflijo, mayor es mi tormento. Cuanto más y mejor revisto y adecento mis palabras, más andrajosas y deslucidas las veo. Ahora comprendo por qué tantos escritores, con el tiempo, dejaron de escribir. 

Flaubert insiste:
No te desanimes, muchacho. Tarde o temprano tu palabra dará forma el cántaro de tu esencialidad iluminada. Tu palabra, viento creador y divino, aleteará por encima del tumulto de las aguas encenagadas. Y, allí donde antes había confusión y penumbra, no lo dudes, hallarás orden, luz y cordura. 
Yo sabía, llevado, no sólo por Flaubert, sino aconsejado por Plotino, y también por los rabinos del Talmud y la Torá, que era posible dar con esa palabra capaz de sustantivar todo aquello que yo quería describir. Pero los dedos de las palabras, sus letras, se deshacían en cenizas sin yo saber interpretar las señales que llameaban sus hogueras sobre las páginas desesperadas de mi cuaderno. Me moría en la mentira paradigmática de la noche vacía de los signos lingüísticos. Las palabras no me decían nada. El don del entendimiento me había sido robado.

Y todo vino a ser igual que al principio: La tierra, absorbida y quemada por el sol, quedó desordenada, callada, vacía. Las tinieblas se adueñaron del abismo.

Pensé entonces devolver, por defecto de forma, la estilográfica a la papelería donde la compré; pero yo era ya un escritor cadáver inmerso en una Nebulosa Planetaria. 

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