A pesar de haber estado contigo tanto tiempo, me olvidé de tu nombre. En ese momento, antes de coger el sueño, no recordé cómo te llamabas. Me puse nervioso, no por olvidarte, sino porque con tu olvido la memoria entera me fallaba. No conseguí dormirme. La pena, la vergüenza y el abandono de las letras que configuraban la sonoridad de tu cuerpo junto a la sordera del mío me tuvieron en vela y obsesionado hasta muy entrada la madrugada. Repasé los años fundidos en el cariño por ver si tus caricias me devolvían la suavidad de tu nombre, su dulce aleteo alrededor de mis orejas desatendidas, el olor de tu carne, tu apellido.
No hubo manera.
Yo me decía, me consolaba, o más bien, me engañaba:
¡Qué más da, qué importa el nombre, si aún conservo la huella de sus besos por los ríos cremosos de mi carne despierta!Recordé mis temblores aquella tarde que me armé de valor en el jardín de Floridablanca, cuando quedamos en vernos para decirte que lo nuestro iba en serio. Creí que mis neuronas, agradecidas al sentir la vieja cercanía de nuestros cuerpos apretados, dejarían en la cabecera de mi cama, cual un enamorado suspiro, la sorpresa, el susurro, la canción de tu nombre. Tampoco así la caligrafía surcada, insinuante de los morfemas evocadores de tu hermosa imagen avivó en mí el anagrama de tu fonética presencia.
Me levanté. Me dirigí al salón. Abrí el cajón de la cómoda donde guardo el álbum que nos hicimos en nuestro viaje de miel a la isla de El Hierro. Me detuve en la foto donde estamos los dos, junto al árbol que llora, el Garoé, ese tilo que le roba el agua a las nubes. En vano también resultó mi esfuerzo. El vendaval de mi amnesia se llevó por delante tus vocales de colores, tus consonantes labiales. Mis trucos por conseguir atrapar tu nombre de nada tampoco sirvieron. El muro entre tu nombre y el mío allí levantado seguía partiendo por la mitad mi corazón desazonado como una sandía agusanada. La luna negra en medio de un volcán de nubes tristes y oscuras.
Y no sólo mi malhumor consistió en no poder conciliar el sueño, sino que además se hizo sangre borrosa de ausencia total y máxima, cual esos buscadores de oro que volvían del Dorado más derrotados y pobres que se fueron. Ya no era sólo tu nombre el que no recordaba. Con tu olvido se generaron las ausencias de todos los nombres habidos y por haber del mundo babélico. Con la desaparición de tu nombre, inmerso me vi en medio de un charco de agua sucia cuyo único elemento era la nada, el Absoluto en su más pura esencia. Las paredes del dormitorio se desmoronaron ante mis trémulos ojos. Y con las paredes, la Iglesia Vieja, el taller de Los chispos, el esfaraor y el reloj de la calle san Francisco también se vinieron abajo.
Por la ventana que daba al exterior de mi casa entró un pajarraco sin alas, sin pico, sin cola, sin nada. Cuando yo le dije si venía a traerme la belleza de tu nombre me dijo que no, que él venía de la Nube del No Saber, donde todo sobra y nada falta, y que allí las mentes no sufren por no acordarse del nombre de las cosas. Luego citó a un poeta cuyo nombre tampoco recuerdo:
Lo bello no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos.
De donde el pajarraco venía, las grafías no se diferenciaban unas de otras. La eme podía ser la uve, la ese, la jota. Una las incluía a todas. La guerra por conseguir cada letra su parte en el todo, hacía ya tiempo que había concluido Me habló de la no-dualidad, palabra que no entendí muy bien, dado que yo aún me debatía sin pegar ojo en medio del día y la noche. El pajarraco me dijo algo así que en la Nube del No Saber, parte y todo, fondo y forma, todo y nada, punto y raya, suma y resta, significado y significante, todo era lo mismo. Y es más, me dijo:
¿Ves aquel campesino montado en su burro?
Sí, -le contesté.
Pues bien, hasta que ambos no caigan en la cuenta que son la misma cosa, ninguno de los dos sabrá quien es.Fue entonces cuando decidí no esforzarme más por acordarme de tu nombre. Según el pajarraco olvidarte era la mejor manera de recordarte. Luego por fin el sueño entró en mi como una gran luz deletreando la indivisa y más profunda realidad de tu nombre, el nombre de todas las cosas.
Me siento como un privilegiado al poder leer tus escritos. Eres, Juan, un vasto talento enciclopédico digno de los mayores elogios. ¡Cuánto sabes!
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