lunes, 23 de abril de 2018

No hay duelo sin muerto





Agradezco yo a Morfeo que me acompañe como a un bendito diablo en el descenso al país abisal de mi eterna criogenización. Pero esta mañana, antes de tiempo, una simple telaraña filosófica me levanta de la cama. Aún no eran las cinco. El alba con su esencia innombrada me arrebató el sueño. ¡A mí, que ni un dolor de muelas es capaz de doblegar mi celestial pereza! Y así como a veces lo que nos impide seguir caminando no es el gran muro que tenemos delante, sino esa ridícula e insignificante china que se nos ha metido en el zapato, es lo que a mí esta madrugada me levantó antes de tiempo.

Tan insignificante ha sido la causa del quebranto de mi sueño que ni siquiera merece la pena aludir a ello. Pero es preciso sacar afuera este incidente, si no quiero que mañana me vuelva a pasar lo mismo. Y he aquí la enjundia, si es que enjundia pudiera haber en tan trivial asunto. Filosofar no es nada. Entretenimiento baldío de nuestra mente ociosa.

La sola posibilidad de que los nombres olvidados, no dichos, dejaran de respirar, me puso nervioso. Perdiendo yo la memoria de los nombres, con ellos también me perdería. Me levanté, como digo para sobrevivir. Y cual un demiurgo me puse a toda prisa a dar nombre a lo que para mí era importante. ¿Y qué palabras en este caso, en el que la fuente de la vida fuese su evocación verbal, salvaría, rescataría yo de la nada innombrada?

Como Engels, como Marx, frente al idealismo, yo siempre creí que primero eran las cosas y luego los nombres. El materialismo, como boca de los nombres alumbrados, frente a la concepción de que las ideas son antes que la realidad.

Pero, no, -parecía decirme el alba-, la fuente de la vida es el nombre. Hasta ahora yo me había reído de Platón y de Parménides, pero acudió a mí la vigilia diciendo:
Las esencias son inmortales. Si tenemos acceso a ellas es porque temporalmente, en el trozo de vida que disponemos, sólo acertamos a vislumbrar su sombra.
Luego, ya despierto, cuando me disponía a enumerar todo lo que me parecía imprescindible para vivir, empecé a poner nombre a lo que yo más quería para salvar aquello que a mi pudiera sustentarme. Primero pensé en el agua, luego en el pan, también pensé en mi madre, en mi padre, en ti, en nuestros hijos. También pensé, sobre todo, en mí como actor de teatro. Actualmente representamos Cinco horas con Mario. Yo hago el papel del muerto. Mi actual compañera es Carmen, la viuda.

Y así con este simple ejercicio de escribir, de nombrar lo que a mí me daba vida, me relajé, al verme vivo con las cosas que a mí me daban vida. Me acosté de nuevo, creyendo que volvería a dormirme. Pero hasta que yo no caí en la cuenta de dónde venía esa absurda inquietud de nombrar a las cosas que a mi alrededor desaparecían, no pude hacerlo.

Yo sabía que así como las tormentas del miedo no se superan, sino atravesándolas, no encontraría yo la calma hasta no saber la causa de mi agusanado desvelo.

Un crítico de El país, dos días antes, al referirse a mí en el papel de Mario, intencionadamente obvió mi nombre y apellidos. Y me da vergüenza ahora comprobar que un lapsus a conciencia como ese lograra quitarme el sueño. Yo sé que mi nombradía está completamente a salvo, me mencionen o no en el elenco de actores que dan vida a cualquier obra que yo represente. Primero vivir, después filosofar. Así que le den, que le den a los críticos que sólo a sí mismos se alimentan. Mi subsistencia sólo depende de mí, de que yo me sienta vivo y que tú a quien más amo, quieras seguir amándome.

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