miércoles, 7 de mayo de 2025

Mujer guitarra


El hombre:
Tú ya no eres la mujer de la que me enamoré cuando nos declaramos en la isla de La Armonía, junto al árbol que le robaba al cielo su deliciosa música. La sombra del tilo nos colmó de luces, besos y poemas. Comimos de su fruta, bebimos de su aroma, fuimos como dioses, acordes de una sola nota, en su copa sostenida, libre calderón eterno. ¿Qué es lo que te pasa, esposa, para estar ahora tan descontenta, sentirte por dentro sorda, y muda por fuera a solas? Rasgueo tus cuerdas, pulso tus trastes, y no escucho salir de tu boca aquellos trinos cadenciosos de aquel nuestro marital enlace.
La mujer:
La torre de marfil, que durante un tiempo mantuvo tu mano-estrella idealizada sobre la caja de mi corazón, se ha desmoronado. Es lo que yo siento ahora. Simplemente se han acabado mis besos. El sol, que cada día veía amanecer en tus labios jugosos, ya no resuena en mi caja oscura. Y aquella hoguera, siempre encendida de mis deseos, son ahora cenizas calladas, batidas por la riada de un amor muy mal llevado.
El hombre, al sentirse destronado de la cúspide donde la mujer lo había coronado cuando se prendó de su vibrar, sonido y forma, queda hecho un trapo, desilusionado. El hombre se repudia, siente asco de sí mismo. Nació para ser tenido en cuenta, para ser astro, no para ser rechazado. Y sólo atina a decir a la mujer malhumorada: Sigo siendo la misma persona, el mismo hombre. Nuestro desencuentro no tiene razón de ser. Yo sigo estando ilusionado. Te pido perdón. Si no supe... El hombre miente sin saberlo, sin ser consciente. Se confiesa y se arrepiente, sólo para sacar partido de su victimación aparente.

El hombre-razón se enzarza ahora explicando a la mujer la diferencia entre desilusión y desencanto, por ver si así sus desavenencias desaparecieran:
Tanto la desilusión y el desencanto tienen en común el prefijo “des”, colorante que enfanga de alquitrán el dulce y suave blanco de estas dos palabras. El desencanto comporta una acción circular que sale y termina en la misma persona. La desilusión nace de otra persona ajena a nosotros a la que a su vez hacemos responsable de la pérdida de nuestra admiración. ¿Y si fuésemos capaces los dos de deshacernos al unísono de esa partícula “des” que tanto daño nos hace?
La mujer-sentimiento interviene ahora:
¡Y qué más dará ilusión que desilusión, encanto o desencanto! Te escondes en tu maniática retórica, en tu argumental semántica para no enfrentarte a tu derrota, para no admitir que nuestro amor ya no tiene vuelta de hoja, ni vibra ni suena, ni canta.
No es menester abundar más en esta discusión de la mujer y el hombre, que duró hasta la hora del sueño. El hombre orgulloso e hipócritamente generoso se acostó en el sofá. La mujer, no tuvo otra opción: se fue a donde siempre, a la cocina a preparar al hombre la fiambrera para el día siguiente. La mujer, mientras pela patatas y pone a freír sus sentimientos en la sartén, se pregunta, no sabe si le iría mejor vivir engañada con la idea de tener un hombre súper-estrella, o dejarlo y buscar por el firmamento otra estrella que su luz sea más clara.

El hombre trabajaba como envasador de latas de berberechos en una fábrica de ultramarinos muy cerca de donde la pareja vivía. Quinientos metros escasos de la Lonja de un puerto cualquiera. Nada más llegar a casa se desprendía del salobre y del monótono martilleo de la máquina cerradora y se entretenía fantaseando coplas con la guitarra. Esa tarde no pudo ser. El hombre se encontró la guitarra descuartizada y rota encima de la cama.

domingo, 4 de mayo de 2025

Don Yurnal



Veinte años estuvo don Yurnal comprando el periódico. Más de ocho mil periódicos apilados en el trastero de su casa, dispuestos para encender la estufa. Todas las mañanas, camino de su trabajo pasaba por el quiosco del Parque. Allá por los sesenta del siglo pasado, leía La Verdad, diario escorado a la derecha cristiana. Luego se pasó a Línea, portavocía de la prensa del Movimiento, cuando su director Cano Vera quiso darle un aire nuevo para evitar que Línea desapareciera. Luego, alcanzada la democracia, don Yurnal se decantaría por el diario El País.

Hasta que un día se desprendió de aquella vieja costumbre de ir cada mañana a por el periódico. La irrupción de Internet tal vez contribuyera a ello. Nunca lo sabré. O tal vez no se debiera a nada. Eso sí, la rutina de hacer lo mismo cada mañana le daba a don Yurnal confianza y seguridad, ordenaba su quehacer diario, evitaba su dispersión. Pero se convenció que ya no le era rentable, ni tampoco práctico, comprar la prensa todas las mañanas, cuando cómodamente desde su casa, y a cualquier hora, podía acceder a cualquier portal informativo de su devoción preferida.

Hoy, Yurnal se ha cruzado con alguien que, como él hace años, lleva el periódico recién comprado bajo el brazo. Este alguien camina decidido, ufano y complaciente como si llevara en sus manos la misma piedra Rosetta de Egipto. Y ha sentido envidia y tristeza por no ser el Yurnal de ayer, cuando cada mañana iba al trabajo y se detenía, al igual que este alguien de hoy, en el quiosco del Parque para recoger su periódico. Luego, en los veinte minutos del desayuno se evadía de albaranes y facturas, y se apegaba como un autómata a las páginas del periódico. Ni él mismo sabía de su manía por leer la prensa. Yurnal no era forofo de ningún equipo en concreto. Los deportes los leía tan sólo por no discrepar de los compañeros. Estos se extrañarían que don Journal leyera el periódico para saber de otra cosa que no fuera si le habían tocado los ciegos, si había ganado el Barça, o quienes eran los púgiles que disputaban el próximo campeonato mundial de boxeo. Los ecos de sociedad, la lotería, las necrológicas y demás anuncios no eran de su interés. Para Yurnal, la Prensa era como la insulina o la manzana para un diabético. No podía pasar sin ella. Pero ni él mismo sabía qué es lo que buscaba en ella.

Y de nuevo, y de pronto, don Yurnal al ver a otro hombre con su periódico debajo del brazo, se siente triste por verse privado de aquel ritual sagrado y placentero de leer la prensa durante los veinte minutos del desayuno en el bar de enfrente de la fábrica La Molinera donde él trabajaba de contable. La tristeza es un corrosivo que, de persistir, puede llegar a desestabilizar y conmover los cimientos de nuestro ser. Tristeza existencial, metafísica. Y esta tristeza de don Yurnal no se debe sólo al hecho de haber perdido el hábito de ir al quiosco, sino que además, (pienso yo), es que don Yurnal está triste porque cada día que pasa se siente más viejo y perdido, y porque además no entiende lo que dicen los periódicos.

De hecho, yo conozco muy bien este estado de ánimo de don Yurnal. A mí me ocurrió algo parecido. Por circunstancias y necesidades que no vienen al caso, tuve que desprenderme de un trozo de tierra de regadío en la que pasé momentos, los más infinitos y deliciosos de mi vida. Y aún me ataca el mono, cuando al levantarme cada día noto que los olores, las estampas y colores de la huerta ya no están ahí para deleitarme. No hace falta ser un poeta para decir que los verdes del aroma de la alhábega, el blanco del azahar de los naranjos, el brillo de las hojas del nogal, el escuchar el canto del agua del azarbe... ya no endulzan mis sentidos.

Esta mañana el hombre que hace años dejó de comprar la prensa está triste. Don Yurnal está triste porque no comprende que la felicidad lleva consigo en su mismo talego el secreto de su pérdida. Recuerdo haber oído decir a otro alguien que el ser humano es en su esencia un monstruo castrado. Y como dijo también Julio Cortázar en Los Reyes: la mejor manera de matar a los monstruos es aceptarlos.

jueves, 1 de mayo de 2025

Roma desde los Huertos del Malecón


No fue la mezcla del arroz con leche y el ajo de las patatas asadas, tampoco los paparajotes ni el café del puchero con anís. Es que de pronto vi pasar el tiempo sobre las cabezas de todos los que estábamos allí en Los Huertos del Malecón celebrando las fiestas de primavera. El tiempo con la hoz invisible de su fuerza infinita quería reducirnos a la nada. Y quise detener el ocaso de los días retrocediendo al ayer. El tiempo, la memoria, el pasado, son las aspas del molino, mis enemigos eternos. Con ellos a diario me peleo como un pobre quijote apaleado. El tiempo con su brevedad, me consume. La memoria con su fragilidad, me desorienta. Y el pasado que nunca vuelve, me desespera.

Apenas lo recuerdo. Estaba yo por entonces en Roma. Y es que puesto a recordar, uno se acuerda más del bordado y el color de los manteles, que de los manjares que degustaron nuestras glándulas hambrientas. Mis días en la Ciudad Eterna se me fueron volando, atareado en asuntos que la firma para la cual entonces yo trabajaba me encomendara. Mi hotel quedaba cerca del Vaticano. Todas las mañanas, para llegar a la sucursal de mi empresa, atravesaba la Via della Conciliazione, desde la cual avistaba yo a lo lejos la Cúpula de san Pedro, luna eclipsada entre nubes de sueños superfluos.

En el tiempo que estuve en la ciudad de las siete colinas, no se me pasó por la cabeza visitar la Basílica de san Pedro. No tuve el honor ni tentación turística alguna. Tampoco pretexto, para luego, de regreso a Madrid, presumir ante mis compañeros por mi deslumbramiento ante la serena ternura de una Pietà doliente y bella. Así como tampoco me tentó el deseo de alcanzar el infinito subiendo los cuarenta y ocho escalones de la Escala del Bramante. Es ahora, cuando de aquello han transcurrido ya casi cincuenta años, que me arrepiento por no haberme cogido un día para relajarme por los jardines del Vaticano, pasear entre sus cedros y olivos, contemplar sus murallas, y sumergirme y embriagarme con el aroma a eternidad encriptada por el laberinto sin puerta ni cerrojos de sus arbustos. Y ese sentimiento frustrado por haber desperdiciado la oportunidad de contemplar esa hermosa y apenada mujer que Miguel Ángel creara. Como a quien en pleno calor le dan a probar una buena tajada de melón, y en lugar de degustarla, la tira al suelo y la pisotea desagradecido.

Y eso mismo sigo haciendo esta mañana. No escarmiento. El destino ha puesto generoso en mis manos la posibilidad de estrenar este día, ¿y qué es lo que hago? Lamentarme de lo que no hice en su momento. Y mientras tanto, añorando el pasado etéreo, dejo pasar también este instante contante y sonante. Y es que la vida siempre me coge haciendo otra cosa de lo que debiera estar haciendo. ¡Ojalá pudiera sentirme libre de hacer lo que mi alma escondida me pide! Libre de amar a la mujer que no amo. Libre de no servir a los emperadores que me rigen. Libre de creer en el dios en el que no creo...

El recuerdo distorsiona la realidad, melancoliza el ánimo. Lo que no sabía yo es que además produce malhumor y vinagrera. Si no ¿a qué el amargor de mi estómago que no me ha dejado pegar ojo en toda la noche? O acaso tal vez se deba a la gran comilona que ayer nos dimos en la barraca de Los Huertos del Malecón.


lunes, 28 de abril de 2025

Vida y literatura



Ut pictura poiesis (la poesía es como la pintura). Estas palabras de Horacio generalmente se utilizan para dar a entender que el arte adopta distintas manera de expresarse, ya sea a través de la escritura, la poesía, la pintura....

Hay cosas que para decirlas, según sea su naturaleza, requieren un género literario apropiado. Contar una historia, escribir un relato, hechos que se suceden dentro de las coordenadas reales del espacio y el tiempo les va mejor la narrativa. En cambio para mostrar las pasiones, el sentimiento, el deseo, no hay nada como un poema.

Y al ser mi amigo por un lado andadura y tierra; y por otro, aire y sueño, para referirme a él tendría que acudir tanto a la prosa como al verso. Su obra y su compromiso fueron siempre de la mano. Al menos ese era su intento, una de sus manías: que su filosofía de vida se acoplara a la praxis que, tanto lo que decía como lo que hablaba, tuviese una función transformadora.
Si yo creyera en el alma
y me dieran a elegir
en qué parte de mi cuerpo
he de guardar el sentir,
me gustaría decir
que mi alma son las letras.
¡Que las letras sean mi vida!
Aún hoy oigo indeleble y nítido el sabor de aquel mi primer encuentro, su amor apasionado por los libros, el lenguaje. Él me mostraba sus lecturas. Y subrayaba las frases como labrador que enyunta bueyes. La cosa es el nombre. Me citaba a Octavio Paz. Y para que el sentido de lo que leía no se le escapara, mi amigo abrazaba los párrafos, lo sustancial, con un círculo rojo, al igual que un vaquero enlaza el ganado, como el niño aquel que cogía una paloma y no la soltaba hasta que la paz entre Rusia y Ucrania, entre Israel y Palestina no fuese firmada. La palabra paloma estaba allí, pero el pequeño no veía salir de sus letras abrazos ni caricias. La palabra estaba hueca, no tenía labios que la besaran, ni de sus senos alimento ni leche brotaban.

Y recuerdo como mi amigo asía con sus dedos, con tino el lápiz, su caña de pescar significantes, la aguja de coser significados. Y los peces de colores de las palabras revoloteaban alegres en el cesto de sus libros entre sus manos, por las calles y las plazas, por los campos libres de la concordia.


viernes, 25 de abril de 2025

Bula papal


 
Recuerdo el cuadro colgado en el salón principal de la casa de mi abuelo. Desde el centro de la pared dominaba la estancia con un olor rancio a rezos de iglesia. Bajo su límpido cristal el vetusto pergamino resplandecía beatífico a la luz sonriente del ventanal esmerilado. Este cuadro por su situación preferente y por su dorada y bien labrada moldura debería tener un gran valor para mi abuelo. La foto del vicediós encabezaba el texto, a continuación una ristra de palabras escritas en el oscuro idioma de los sagrados enigmas, indulgente hológrafo con rendida pleitesía aguantaba el sacrosanto busto de un santo padre policromado. La Bula papal estaba escrita en latín. Para mi corta y analfabeta edad aquella efigie, siempre me resultó intrigante. Sentía por el cuadro una asidua curiosidad. Cada vez que iba a su casa, lo primero que hacía era ponerme firme delante del cuadro como si estuviera en presencia del Jefe Supremo de todos los Ejércitos del Mundo. Siempre me atrajo el misterio que se escapa de cualquier cara desconocida. El hierático rictus de aquella impenetrable y pontificia estampa enardecía aún más el deseo de saber por qué mi abuelo, (persona descreída y nada mojigata), tenía tanta estima por beatería semejante.

Hasta que un día mi abuelo al verme tan antojadizo por el cuadro de los rimbombantes tentáculos gráficos me dijo: Cuando yo muera este cuadro será tuyo. Confiado por tal regalo le pedí que me revelara la importancia de aquel manuscrito. Y esto es lo que me dijo:
Fue todo una pura casualidad. Aquella noche salía yo de la casa de una vieja amiga a la que solía visitar para apagar las lumbres de mi viudez en barbecho, cuando un hombre de esos que se ganan la vida recurriendo al ingenioso arte del timo, me ofreció este legajo que ves incrustado en este elaborado cuadro. Una ganga -me dijo-, ganar el cielo por tan solo treinta euros, la bendición papal firmada por su santidad en persona, única oportunidad en exclusiva que le hará a usted merecedor de las plenarias indulgencias que precisará su alma en pecado el día del juicio final. Llevado de la alegre generosidad de mi natural carácter consideré avispada la ocurrencia de aquel hombre, y satisfice con creces el precio que me pedía.
Yo me casé. Mi abuelo murió hace ya más de veinte años. Y en su recuerdo, coloqué en la entrada del despacho de mi nueva casa el cuadro de la Bula del Santo Padre que mi abuelo me había donado en vida. No hubiera hecho mención a este incidente si no fuera porque el otro día, vino a casa el arcipreste de la parroquia para ultimar la transferencia de unos dineros por la compra por mi mujer de un panteón en el cementerio eclesiástico. El arcipreste se quedó mirando el pergamino de mi abuelo. Y dijo presto: 
¡Ah no! Esto es una copia, una estafa, está clarísimo. El estampado del sello de esta bula pontificia no es auténtico, su secado es artificioso. Si no tiene usted inconveniente lo llevaré al arzobispado para que lo sometan a las pertinentes pruebas de autenticidad. 
Le di las gracias, le dije que prefería que el pergamino no saliera de casa. Fue entonces cuando él sugirió traer una bendición papal, pero en este caso verdadera, para que pudiéramos cotejar las dos y comprobar cuál era en verdad la falsa. Así se hizo. Al día siguiente por medio del sacristán me envió una inequívoca Bula papal. Yo sinceramente entre las dos no aprecié diferencia alguna. Por detrás marqué con una equis la mía, la de mi abuelo.

Y aquella misma tarde me dirigí al hospital donde un amigo mío trabaja como anestesista. Le pedí que pusiera debajo de la cabecera de dos enfermos cada una de las dos bendiciones. A la mañana siguiente, mi amigo me llamó diciendo que uno de los enfermos había muerto a la media hora de haberle adosado la bendición papal. Me fui inmediatamente al hospital y allí pude comprobar que, en contra de mi pronóstico, la bendición papal que yacía junto al difunto no era precisamente la que yo había marcado. En cambio el enfermo al que le habían puesto la que debería ser la bendición falsa según el criterio del arcipreste, le habían dado el alta completamente restablecido.