Hasta que un día se desprendió de aquella vieja costumbre de ir cada mañana a por el periódico. La irrupción de Internet tal vez contribuyera a ello. Nunca lo sabré. O tal vez no se debiera a nada. Eso sí, la rutina de hacer lo mismo cada mañana le daba a don Yurnal confianza y seguridad, ordenaba su quehacer diario, evitaba su dispersión. Pero se convenció que ya no le era rentable, ni tampoco práctico, comprar la prensa todas las mañanas, cuando cómodamente desde su casa, y a cualquier hora, podía acceder a cualquier portal informativo de su devoción preferida.
Hoy, Yurnal se ha cruzado con alguien que, como él hace años, lleva el periódico recién comprado bajo el brazo. Este alguien camina decidido, ufano y complaciente como si llevara en sus manos la misma piedra Rosetta de Egipto. Y ha sentido envidia y tristeza por no ser el Yurnal de ayer, cuando cada mañana iba al trabajo y se detenía, al igual que este alguien de hoy, en el quiosco del Parque para recoger su periódico. Luego, en los veinte minutos del desayuno se evadía de albaranes y facturas, y se apegaba como un autómata a las páginas del periódico. Ni él mismo sabía de su manía por leer la prensa. Yurnal no era forofo de ningún equipo en concreto. Los deportes los leía tan sólo por no discrepar de los compañeros. Estos se extrañarían que don Journal leyera el periódico para saber de otra cosa que no fuera si le habían tocado los ciegos, si había ganado el Barça, o quienes eran los púgiles que disputaban el próximo campeonato mundial de boxeo. Los ecos de sociedad, la lotería, las necrológicas y demás anuncios no eran de su interés. Para Yurnal, la Prensa era como la insulina o la manzana para un diabético. No podía pasar sin ella. Pero ni él mismo sabía qué es lo que buscaba en ella.
Y de nuevo, y de pronto, don Yurnal al ver a otro hombre con su periódico debajo del brazo, se siente triste por verse privado de aquel ritual sagrado y placentero de leer la prensa durante los veinte minutos del desayuno en el bar de enfrente de la fábrica La Molinera donde él trabajaba de contable. La tristeza es un corrosivo que, de persistir, puede llegar a desestabilizar y conmover los cimientos de nuestro ser. Tristeza existencial, metafísica. Y esta tristeza de don Yurnal no se debe sólo al hecho de haber perdido el hábito de ir al quiosco, sino que además, (pienso yo), es que don Yurnal está triste porque cada día que pasa se siente más viejo y perdido, y porque además no entiende lo que dicen los periódicos.
De hecho, yo conozco muy bien este estado de ánimo de don Yurnal. A mí me ocurrió algo parecido. Por circunstancias y necesidades que no vienen al caso, tuve que desprenderme de un trozo de tierra de regadío en la que pasé momentos, los más infinitos y deliciosos de mi vida. Y aún me ataca el mono, cuando al levantarme cada día noto que los olores, las estampas y colores de la huerta ya no están ahí para deleitarme. No hace falta ser un poeta para decir que los verdes del aroma de la alhábega, el blanco del azahar de los naranjos, el brillo de las hojas del nogal, el escuchar el canto del agua del azarbe... ya no endulzan mis sentidos.
Esta mañana el hombre que hace años dejó de comprar la prensa está triste. Don Yurnal está triste porque no comprende que la felicidad lleva consigo en su mismo talego el secreto de su pérdida. Recuerdo haber oído decir a otro alguien que el ser humano es en su esencia un monstruo castrado. Y como dijo también Julio Cortázar en Los Reyes: la mejor manera de matar a los monstruos es aceptarlos.
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