viernes, 15 de marzo de 2024

Los sueños que no tengo



Hoy me duelen los sueños que no tengo. De pequeño soñaba. Mis sueños eran felices.

La cabeza contrahecha y apepinada de Pepe el Chichones, entraba por la ventana de una noche iluminada, y no conseguía asustarme; al contrario, su presencia onírica y extravagante me hacía compañía. Yo bien sabía que al día siguiente el sueño me mostraría su bondad. Veía yo al propio Chichones por la senda del malecón hacia el barrio de Los Llantos. Silbaba pedaleando su viejo triciclo cargado de cartones y viejos cachivaches. Nunca parecía tener frío este hombre. Iba siempre sin camisa. Su cabeza era grande como su pescuezo, parecido al cuello de las tortugas gigantes de Las Galápagos. Y a pesar de que mis amigos me advertían que huyera de aquel hombre por su aspecto feo y harapiento, siempre lo veía como la persona más tierna del mundo. Nunca vi yo en su deforme imbecilidad nada malo, nada extraño.

Incluso la noche en que, (también en sueños), me amenazó con no visitarme más, si no le entregaba mi juguete preferido, aquel aro de alambre con el que yo rulaba mi soledad por las calles de mis miedos, miedo alguno tuve. Se lo di. Confiaba que el Chichones le daría su uso merecido. Tal vez se lo entregaría al hijo de la mujer del Farsante, aquella pobre mujer cargada de hijos que vivía a las afueras del pueblo.

Luego ya de mayor y despierto, conocí de nuevo al Chichones. Una tarde, el Chichones de mis sueños de niño acertó a pasar en persona por la puerta de casa. A pesar de haber transcurrido ya dos décadas de aquellos iluminados sueños que de niño mantuve con él, su figura y costumbres en nada habían cambiado. Seguía recogiendo hierros viejos y embalajes de madera por los talleres, las tiendas de electrodomésticos, las ferreterías del barrio. En la calle Obispo Barroso de ese mismo barrio mi mujer y yo montamos una pequeña zapatería. Me casé con la Francisca, la hija de la costurera de la esquina.

Los sueños tienen la virtud o la desgracia de traspasar las barreras del tiempo hasta fundir el pasado con el presente en un solo punto; y a la vez ese mismo punto expandirlo o desintegrarlo en un mundo estelar de instantes eternos. La tarde que volví a ver al Chichones, casualmente yo estaba en la puerta enredado, reprendiendo duramente a mi hijo por haber faltado aquella mañana a la escuela. Y de pronto me vi agarrado de la pechera por las homínidas manos del Chichones. El estruendo de su voz perforó mi corazón:
Si eres hombre sigue maltratando a ese niño y te esclafo la cabeza con la horma de tus zapatos.
Yo me defendí:
¡Es que soy su padre!
El Chichones soltándome, me apostilló de malas maneras:
Un bestia, eso es lo que tú eres, más bestia que yo.
Antes, de niño, no me dolían mis sueños. Ahora, de mayor, me duelen los sueños que no tengo.

lunes, 11 de marzo de 2024

La triste dulzura de la muchacha en flor

 


Estoy leyendo Luz de agosto. Rostros sin acabar, a medio esculpir. Cuerpos vagando en un mundo sin alma por cuadras, prostíbulos y tabernas. Desde una escritura amargada y cortante, caminos solitarios, senderos interminables de dolor y tierra. El libro exhala un misterio hipnotizador, como esas serpientes que con su aliento engullen a quienes frente a ellas detienen su mirada. Me encuentro con un Faulkner complejo y enigmático, un tanto atravesado. No porque no lo sea, sino porque su enmarañado apodidactismo me cansa. Sí, ya sé que Faulkner, lo mismo que Yoice, es muy versátil, capaz de escribir sublime, complejo y extraordinario. O tal vez yo sea un lector de literatura fácil y comodona que huye de los libros especializados, escritos para gente literariamente erudita. Pero, a pesar de ello, Luz de agosto me retiene atrapado.

La novela se desarrolla en un contexto gótico, endiablado y trágico, de intolerancias sin razón ni causa. Ambientes oscuros y terribles, caminos interminables y tenebrosos, iteraciones en el tiempo. La misma ambigüedad de sus personajes: controvertidos, complejos, cándidos y crueles, (el magnetismo de Christmas, la inocencia de Lena, el sanedrino de Hightower...), me aturden, me confunden, agotan mi interés. Necesito un descanso.

Intento escaparme de estas letras tortuosas. Mi determinación de abandonar la lectura no tiene nada que ver con la excelencia del libro. Este parón es sólo emotivo y circunstancial. Salgo a dar una vuelta. Me tomo un respiro. Y por la calle me encuentro con la expresión amargada y, al mismo tiempo, espiritual y bella de una joven que me alegra el corazón. Regreso a casa. Y al rato, ya estoy pegado de nuevo a Faulkner, al drama trágico de su novela, al drama de la vida: violencia, odio, delación, tiranía, vida, sumisión y ¿por qué no? también inocencia, esperanza y ternura.

Mi curiosidad por conocer cómo acaba el conflicto, la confrontación de los hechos, al parecer irreconciliables, me hace volver de nuevo al libro. Quiero saber cómo acaba, qué es lo que al autor le hizo escribir Luz de agosto. Por encima y al margen de lo que su autor cuenta y su desenlace, me interesa sobre todo lo que Faulkner quiso decir, (sin decir), a los lectores con esta novela llena de insinuaciones bíblicas y mensajes callados e indescifrados.

La belleza no por ser bella ha de ser siempre feliz y de fácil adquisición. La máxima belleza suele ser inasequible y desesperante. La tristeza puede ser también bella, bella como las lágrimas de una rosa dolorida, atrapada entre sus espinas.

Finalmente busco título para este sui géneris y modesto comentario de Luz de agosto, y sin venir a cuento, o tal vez sí, (por haberme tropezado con la delirante joven a la que antes hice mención), se me ocurre el siguiente epígrafe: La triste dulzura de la muchacha en flor. Gracias, Marcel Proust, por acogerme bajo la sombra de tu evocadora expresión.

jueves, 7 de marzo de 2024

El intruso



Malquistarse con uno era contar con dos enemigos. (La intrusa. Borges)


Noche espesa como la boca de un túnel. Pensamientos desvelados de tu ser adormilado se clavan cual estaca de punta en el corazón de tu riñón atiborrado y vendido. Tus neuronas se espantan alocadas al detectar un justiciero inesperado que apunta su saeta por el ojo oscuro al agujero negro de la cerradura de tu habitación. Su ballesta cual axón en ristre señala el blanco de tu cabeza. Lleva el visitante su rostro tapado con un pañuelo negro como el burka​ que utilizan las mujeres musulmanas. Asustado, te levantas de la cama, echas mano del martillo, claveteas luces y ventanas, chumbes a los perros, taponas hasta el extractor de la cocina, la rejilla del butano, tragaderos y desagües. Pero el saetero consigue adentrarse en tu aposento. Se coloca enfrente de ti. Como un padre o un maestro, presto a reprender a un hijo o a un discípulo por su mala conducta, alza su índice corrector ante tu nariz indecente. El tono de su voz te resulta familiar. Te recuerda a alguien muy cercano de quien no recuerdas su nombre. Su presencia te intimida. Te sientes acosado. Y cual condenado frente a la tapia de un cementerio te atreves a defenderte sabiendo que vas morir de todos modos. E increpas al intruso visitante:

Fusilero, ¿qué pretendes? Soy inocente. No tengo nada de qué arrepentirme. Siempre actué de acuerdo con mis principios. Y mis principios me dicen que la verdad no siempre es verdad. Depende de las circunstancias. Los conformistas son los verdaderos traidores, ellos son los veletas, lo mismo están con la verdad que con la mentira.
Los resquicios de tu cuerpo se confunden con la negrura de la noche. Inútil buscar entradas y salidas en un vacío abismal donde el blanco y el negro, el azul y el rojo se confunden. No estás seguro de nada. Un día, eres el Che Guevara; y al siguiente te sientes Marco Bruto o el mismísimo Judas Iscariote. Él intruso lo sabe. Trata sólo de que admitas tu deslealtad con quien te hizo ser su tribuno imperial. El visitante escudriñándote con afilados ojos, se recrea relamiendo con su vista tu cuerpo arisco. Y te recuerda ahora aquello que dijo Dante: la traición es el gran pecado del mundo. Los renegados ocupan el lugar último del Infierno.

Has cruzado ríos, atravesado mares y desiertos. Nadaste en todo tipo de aguas y fregaos, pero siempre conseguiste salir a flote. Eres un corcho. Estás por encima de toda ética. La moral es un invento al servicio de puritanos y pusilánimes. Has resistido toda clase de reveses y pandemias. Fuiste epulón y mendigo. Un día soñaste con ser obispo; y otro, hereje, y quisiste ser hasta Jesucristo. Los bares y los puteríos fueron tu mejor cobijo. Húmedos mantos de neblinas abrigaron tu acomodado cuerpo en las bancadas del partido de los desleales, de los corruptos.

No estás seguro si las palabras del forastero son suyas, o es tu propia voz la que las dices. El intruso visitante insiste en aclararte tus propias incongruencias, tu deslealtad contigo mismo:

 Lo mismo asististe acicalado de oropeles a besamanos de papas y reyes, que formaste parte de la toma de la Bastilla. Fuiste revolucionario y contrarrevolucionario. Parapetado, siempre llevabas escondido bajo la faldiquera de tus calzones un puñal, un principio, una verdad amañada y una bolsa colmada de billetes.
A ti que siempre te importó un huevo el qué dirán, cuando el intruso te dice con desprecio humillante todos se avergonzarán de ti, te sientes triste, un apestado. Tan triste, dolido y solo te sientes que con tal de sentirte en paz contigo, reniegas en ese momento de todos tus tesoros acumulados en Panamá.

Y al final de este gótico incidente. El intruso de pronto se desprende del sagitario arco de sus increpaciones. Se despoja de su absurdo disfraz. Y es cuando lo ves acostado contigo en tu propia cama. Su voz es la tuya, su cuerpo es el tuyo. Solo es distinta vuestra manera de ver la vida. Pero sabes que no es bueno llevar la contraria a quien duerme contigo.

 


lunes, 4 de marzo de 2024

Contradicción intrínseca

 


Si las semanas en lugar de empezar en lunes, las comenzáramos por ejemplo en sábados, tal vez hoy no me hubiera levantado maldiciendo mis días. Sé que es una injuria decir lo que acabo de escribir. Ser desagradecidos con la vida es de malnacidos. Pero si he de ser sincero y no engañarme a mí mismo, hoy (repito), lunes me hubiese quedado en la cama para siempre. Estoy cansado de vivir en un mundo hipócrita. Y no me importa nada esa hipocresía alabanciosa, parecida a esa autoestima estúpida que recetan algunos curanderos del alma, que en ocasiones dan alas a nuestro pesado cuerpo. El pájaro de la hipocresía casi siempre anda tan mojado, que sus alas son de plomo. La hipocresía convierte en reptiles a las palomas, y a los reptiles en animales ciegos, inconscientes de su poderío. Pero más que la hipocresía, lo que más me repugna es la mentira, esa contradicción intrínseca del ser humano que en un mismo día y a la misma hora es capaz de mandar en un avión víveres para los damnificados de una guerra, y en ese mismo vuelo enviar armas bélicas para saciar de muerte el apetito de esas mismas e inocentes criaturas.

jueves, 29 de febrero de 2024

Anatomía de un cuento triste



Armar el cuento acerca de un niño que no se siente querido por su madre. Esta madre debe ocuparse a tiempo completo de su otra hija parapléjica.

El pequeño, al sentirse solo y abandonado, intenta recuperar el amor de su madre.

El niño, algunas tardes, mientras su madre se afana en las tareas de la casa, saca en la silla de ruedas durante dos horas a su hermana al jardín que cae justo enfrente del edificio, un cuarto piso (?) donde vive la familia.

En el cuento nada se dirá del padre. Pero su ausencia debe ser notada por el lector, así como sentida por el niño que, además de solo y sin amigos, se siente inseguro, perdido y sin referencia paternal alguna. Dejar constancia en el cuento de las consecuencias drásticas de lo invisible (de lo que no se cuenta).

El niño, a quien podríamos llamar Amaro por su significación etimológica con la tristeza y la amargura, no ha visto la película de animación, Robot Dreams, pero se siente igual de triste que el perro Dog que, al no tener nadie con quien jugar, construye para sí un robot-amigo para compensar su triste soledad. El robot de nuestro niño Amaro podría ser la objetivada silla de ruedas de la hermana paralítica.

El sentirse Amaro rechazado por su madre de quien depende es caldo para un guiso amargo, un desenlace trágico difícil de digerir. El pequeño piensa que la madre y él, los dos están apenados por la carga de la hermana. Amaro se siente desquiciado doblemente. El dolor de la madre también es suyo. La hermana es el obstáculo que se interpone entre ambos. 

Se trata pues de inventarse una fechoría para acabar con tal incordio. Los movimientos compulsivos, los tics interminables de la hermana inválida que sacude sin parar la cabeza para los lados como el péndulo de un reloj desequilibrado, desquician al hermano. Los brazos desarbolados de la hija al aire como veletas ante un huracán, su saliva babeante, agrietan el corazón de la madre. Amaro no sabe si odia o adora a su hermana. Se agarra a su silla al igual que Dog a su robot.

El niño ayuda a la madre en el cuidado de la hermana. Su responsabilidad es más grande que su edad. Y en su cabeza se posa un pájaro puesto siempre a tiro. Piensa en un accidente fortuito cuyo autor sea el disparo del destino.

Una tarde, como de costumbre, Amaro pasea a su hermana por el parque. Un patinete eléctrico choca de frente con la silla de ruedas tras la cual el hermano lleva a su hermana. La hermana sale despedida, y su cabeza viene a esclafarse contra el poste de un semáforo en ámbar. Nunca sabremos si el hermano se alegró de que su hermana muriese de forma tan inesperada.

El lector al finalizar el cuento no ha de saber quién ha sido el autor material de la muerte de la parapléjica. Tampoco la voluntad de Amaro puso de su parte para que no ocurriese tal accidente. Nadie ha de saber nada de los motivos causales de tan funesto desenlace. El destino a veces se toma la justicia por su mano.

Al final del cuento el hijo no ve en los ojos de lágrimas de la madre acusación alguna contra él. El dolor de la madre es tan grande que ocupa todo su ser. No tiene tiempo ni lugar para otra cosa que no sea llorar la muerte de su hija. 

Amaro, como en la película de Pablo Berger, tampoco recuperará el amor de su madre. Sigue sintiéndose solo y desamparado. Un robot nunca es la solución. Tarde o temprano termina oxidado junto a las aguas de una playa olvidada.