martes, 23 de abril de 2024

Día del libro



Recuerdo cuando era un niño, me creía todo lo que leía. Veía la verdad en las letras. Todo documento escrito tenía para mí un valor sagrado. Las cosas no podían ser de otra manera. Leyendo navegaba por rutas conocidas. Seguro era mi caminar aunque anduviera por senderos tenebrosos. Ni por asomo se me ocurría pensar que, si un libro decía que la tierra era plana, pudiera yo figurármela como un huevo. Cualquier documento escrito era la base para todo desequilibrio. Claro, que por aquel entonces todos los libros eran infalibles. Y si algún texto maldito disentía del Canon, proscrito era, y de inmediato arrojado a la hoguera de la ignorancia.

Pero en mi adolescencia tal vez, persuadido por ese afán e instinto juvenil de querer nadar contra corriente, llegaron a mis manos autores heréticos, iconoclastas. Y fue entonces cuando me di cuenta que la verdad no sólo está de una parte. Que cada cual escribía según le iba. Y yo tuve que afogar y desatar mi represión lectora oxigenándome de teorías adversas. Fue cuando me enamoré de lo prohibido. Y experimenté que la manzana de la tentación tenía sabores tan auténticos como el pan de las letras del evangelio.

Hoy ya, a mis años, más sereno y condescendiente, (y a la vez más dudoso), soy capaz de descubrir mentiras en todos los santuarios de la verdad; así como verdades en los mentideros más canallas. Flores en el desierto. He compartido mesa con comunistas explotadores, conservadores de izquierda, cristianos ateos, viejos con quince años, jóvenes moribundos. He conocido lectores de largo alcance y escritores de vista cansada. Y en el corazón más cruel he descubierto hasta el sentimiento más tierno.

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