martes, 16 de abril de 2024

Dios al teléfono




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La fe engaña a los hombres, pero da brillo a su mirada. Tagore

Ayer me llamaste para decirme que te gustaría que asistiera a la presentación de tu libro: La mónada de Dios. Y agradecí tu gentileza. Luego escuché de tu boca la palabra fe. Y te comenté que sustancialmente no estoy en contra de aquellos que creen en ti, pero que prefería seguir siendo coherente con mi distanciamiento de todo ese tipo de eventos interesados por la existencia de divinidad alguna.

Para justificar mi negativa te dije: Es que yo no creo. Soy alérgico a los absolutos. Y al vislumbrar a través del auricular la extrañeza en tus ojos amarillos caí en la cuenta de mi orgullosa desconsideración. Además de escueto y tajante reconozco que mi aserto fue poco razonado. Yo mismo me escandalicé de mis propias palabras. Por lo que medio en broma de inmediato corregí: yo sólo creo a solas, en la intimidad. Y así fue como me declaré ante ti como un ateo creyente que reclamaba el derecho, (tal vez, cobarde y torpe), a seguir manteniendo en silencio mi duda ante la trascendencia.

Desde hace años me he mantenido al margen de estos encuentros relacionados con el compromiso de la fe. Han pasado ya muchas lunas, pascuas y semanas de pasión desde aquella llamada tuya anónima y desconocida. Y nuestra pretérita conversación telefónica, una vez remansada en la serenidad objetiva del tiempo, vuelve hoy de nuevo sin la presión de tu invitación perentoria. Y lo primero que me viene a la cabeza es esta consideración que te hago llegar vía email:
¿Acaso para seguir vivo, para que mi vida tenga sentido, necesito creer en Dios? Lo mío ahora es la tierra, el monte, el río, el clima, la paz, las flores, el camino, la sostenibilidad del planeta… ¡Pero, vale, mi amigo desconocido y anónimo, creamos en algo, pero algo concreto, razonable y sensato…! Entonces mi fe ya no serías tú. La fe sólo sería una herramienta para aceptar la duda de tu existencia. La fe sería como la pértiga, el asidero del que se vale el funambulista para sortear su ineludible salto al vacío.

                 

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