viernes, 16 de mayo de 2025
Las cosas queridas
Me sentí expulsado de mi propia casa. Un hatajo de serpientes ocupó el rincón preferido de mi estancia. La más aterradora de las culebras tenía mi propio rostro. Escapé despavorido. Nada más ver como las rastreadoras okupas se apoderaban de mi realidad más querida, rápido improvisé un viaje para construir una nueva realidad imaginada, la que mejor se acoplara a este cuerpo mío, culo de mal asiento. Y a caballo entre este trozo de tierra que en heredad me regalara el destino, y aquella otra Ciudad Esmeralda de Frank Baum, me embarqué rumbo a las islas del Mar Egeo. Olvidé las edénicas manzanas de Cézanne del cuadro del salón, el olivo que mi padre plantó en el corral suplicando paz para los lobos del señor Hobbes. Dejé atrás las habitaciones de mi casa, triste y melancólica tras mi partida. Mi casa ya no era mi casa. Era un nido de víboras. No me importó renunciar al rojo de los geranios del balcón, al azul de los azulejos de la cocina, al amarillo de las aleluyas que sin cesar de reír adornaban los sombríos rincones de la terraza. No me dolió olvidarme tampoco del perro huraño y filosófico que siempre me acompaña, del verde de las cañas del río que bañaban mis madrugadas, ni del dulce blanco del agua sobre las piedras cantoras al pasar por debajo del puente de El Paraje.
Con tal de verme libre de mi propia sombra reflejada en aquella culebra inhumana que invadió mi apacible hogar, me puse en venta, y me inventé raudo un largo camino por las islas Griegas. Unos años de búsquedas por el mar Jónico no bastaron para encontrar lo que con tanto ahínco yo deseaba y que el poeta griego me prometiera. Animado por Cavafis, me instalé en Ítaca: (Ten siempre en tu mente a Ítaca. / La llegada allí es tu destino). Pensé que aquí encontraría mi verdadera morada. Pero Ítaca me engañó.
Sentí añoranza por los horrores viejos, y aquellas invasoras y odiosas culebras que me obligaron a abandonar mi propia tierra, y me parecieron extraordinariamente bellas y acogedoras. Y comprobé dentro de mí, cual el Conde de Lautréamont, ¡cuán deliciosa puede resultar a veces la crueldad! Por lo que regresé de nuevo a mi antigua casa.
Poco dura la alegría en la casa del pobre. Nada más llegar: el olor a rancio de las prendas colgadas en el armario, mi sudor, la sombra de mis huellas balbucientes resonando humedad y repugnancia por las paredes del pasillo... Y volví a sentir el mismo asco redoblado e insoportable de mí, y de mis cosas. Cansado de mi largo viaje por tierras extrañas, me acosté buscando el sueño reparador. El olor de mi carne pegada a los huesos de mi cuerpo, no me dejó dormir.
Y de nuevo quise ponerme en venta para otro nuevo viaje, esta vez más lejos todavía, en busca de mi estrella perdida allá por las constelaciones infinitas del universo. Agarré mis bártulos. Así de nuevo mi cuerpo, pero al ir a cogerlo, su imponderable sombra me lo impidió susurrándome al oído aquella canción de Chavela Vargas: Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida. Y entonces comprende como están ausentes las cosas queridas.
lunes, 12 de mayo de 2025
La mujer de Lot
Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal. (Génesis 19:26).
Yo era otro de los muchos pescadores frustrados del Mar Negro. Compraba doradas y lubinas en la pescadería del barrio, para luego enorgullecerme ante mi mujer de mi pesca abundante y milagrosa. Mi esposa, hierática e impasible, hizo un gesto de incredulidad.
Y cuando, como respuesta a su desconfianza, le dije que ella no era mi luna, sino un cenizo, un farol de papel mojado, me miró seria, con esa indiferencia que se miran los peces entre sí. Y vi que las nubes tenían forma de colas de pescado, y que su casa, (construida en un foso debajo de un mar completamente inhóspito), estaba cerrada con candado, cubierto el tejado con caparazones de almejas gigantes, y sus ventanas, cegadas con ladrillos de sal. Yo no estaba enamorado de ella, sino de esa pausa fugaz, serena e invisible que se cuela como alma tenue entre la noche y el día, sobre el alba de las vidrieras del mar. Ella no vestía vivos colores. La sensualidad de sus labios escondía clara su complicidad. De mirada penetrante, capaz de aplacar la brutalidad de cualquier lobo de mar. Su rostro tostado de melancolía, timidez y superioridad, a pesar de llevar una flor en la mano, era triste y oscuro.
Lucía sobre su cuerpo una toga bordada con las flores de las doce tribus del alefato. Y cuando volví a decir que no la quería porque había olvidado su nombre..., ella salió nadando al paseo de Recoletos, a la Biblioteca Nacional en busca del delfín de la Rae. Buscó la palabra Llave, y con ella abrió la puerta principal de su ayer por los valles fértiles del Jordán, mucho antes que una bola de fuego destruyera la ciudad de de Babilonia.
En el salón del pasado, miles de alfombras estaban enrolladas contra la pared como caracoles chupaeros. Dentro de cada uno de los moluscos, cifrados desde el alfa hasta la omega, se escondía un muerto anónimo, letras sin cabeza, huesos sin jugo, miles de muertos huecos, sin nombre, de Gaza, de Palestina, Rusia, Ucrania..., acumulados durante los miles de años que la casa estuvo ocupada por el minotauro, la ballena de Netanyahu. Los muertos pertenecían a cuerpos de hermosas doncellas. Se encontraban en perfecto estado, salazones exquisitos, pues estaban todos recubiertos por una capa de sal gruesa y sangre reseca bien compacta. Y durante todo ese tiempo, al sol, (engullido también por el monstruo), se le había olvidado amanecer. El mar en medio de la noche empezó a escupir sobre nosotros espumarajos de tinta, calamares de fuego. Y por el cielo, drones venidos de los países del norte, cargados de xenofobia y metralla, volaban sobre nuestras cabezas sin la Kipá, totalmente desprotegidos de Dios.
Y ella, en lugar de mirarme como si no me viera, afirmó no ser mi mujer, sino la viuda de Lot. Me recordó que una mañana temprano se escapó de su nicho-estera para regresar a la vida. Y con voz funeraria, desde la alfombra donde su joven cuerpo de sal embalsamada estaba, añadió: si quieres que la ballena no te devore, jamás vuelvas a la ciudad de Hierosolyma. Yo le respondí: ¡Pero cómo quieres que no regrese al pueblo al que llaman la Ciudad de la Paz! Me dijo además: que jamás volvería a cometer tal desatino para no ser devorada de nuevo por el monstruo marino. Ella lo que quería era desplazarse a las playas de la Polinesia y posar eternamente para Gauguin. Pero, ¡maldita sea! -añadió-, cuando llegué a Puerto Príncipe, la ballena de Jonás se había tragado también la colección entera de todas las dionisíacas vahiné, incluido mi propio retrato que Paul después pintara.
Y cual aquel otro pescador engreído, que cazaba peces muertos por los siete ríos contaminados del planeta, lancé la caña de pescar sobre la cerviz del monstruo marino. Muerto el Minotauro, pude rescatar la estatua de sal, que deambulaba perdida por los sótanos de los siete mares del inframundo. Y fue entonces cuando vi que todas las partes del alma y del cuerpo de la mujer de Lot, armoniosa y bellamente esculpidas con flores de estrellas, aromas de arte y plata, volvían a la vida.
miércoles, 7 de mayo de 2025
Mujer guitarra
El hombre:
Tú ya no eres la mujer de la que me enamoré cuando nos declaramos en la isla de La Armonía, junto al árbol que le robaba al cielo su deliciosa música. La sombra del tilo nos colmó de luces, besos y poemas. Comimos de su fruta, bebimos de su aroma, fuimos como dioses, acordes de una sola nota, en su copa sostenida, libre calderón eterno. ¿Qué es lo que te pasa, esposa, para estar ahora tan descontenta, sentirte por dentro sorda, y muda por fuera a solas? Rasgueo tus cuerdas, pulso tus trastes, y no escucho salir de tu boca aquellos trinos cadenciosos de aquel nuestro marital enlace.La mujer:
La torre de marfil, que durante un tiempo mantuvo tu mano-estrella idealizada sobre la caja de mi corazón, se ha desmoronado. Es lo que yo siento ahora. Simplemente se han acabado mis besos. El sol, que cada día veía amanecer en tus labios jugosos, ya no resuena en mi caja oscura. Y aquella hoguera, siempre encendida de mis deseos, son ahora cenizas calladas, batidas por la riada de un amor muy mal llevado.El hombre, al sentirse destronado de la cúspide donde la mujer lo había coronado cuando se prendó de su vibrar, sonido y forma, queda hecho un trapo, desilusionado. El hombre se repudia, siente asco de sí mismo. Nació para ser tenido en cuenta, para ser astro, no para ser rechazado. Y sólo atina a decir a la mujer malhumorada: Sigo siendo la misma persona, el mismo hombre. Nuestro desencuentro no tiene razón de ser. Yo sigo estando ilusionado. Te pido perdón. Si no supe... El hombre miente sin saberlo, sin ser consciente. Se confiesa y se arrepiente, sólo para sacar partido de su victimación aparente.
El hombre-razón se enzarza ahora explicando a la mujer la diferencia entre desilusión y desencanto, por ver si así sus desavenencias desaparecieran:
Tanto la desilusión y el desencanto tienen en común el prefijo “des”, colorante que enfanga de alquitrán el dulce y suave blanco de estas dos palabras. El desencanto comporta una acción circular que sale y termina en la misma persona. La desilusión nace de otra persona ajena a nosotros a la que a su vez hacemos responsable de la pérdida de nuestra admiración. ¿Y si fuésemos capaces los dos de deshacernos al unísono de esa partícula “des” que tanto daño nos hace?La mujer-sentimiento interviene ahora:
¡Y qué más dará ilusión que desilusión, encanto o desencanto! Te escondes en tu maniática retórica, en tu argumental semántica para no enfrentarte a tu derrota, para no admitir que nuestro amor ya no tiene vuelta de hoja, ni vibra ni suena, ni canta.No es menester abundar más en esta discusión de la mujer y el hombre, que duró hasta la hora del sueño. El hombre orgulloso e hipócritamente generoso se acostó en el sofá. La mujer, no tuvo otra opción: se fue a donde siempre, a la cocina a preparar al hombre la fiambrera para el día siguiente. La mujer, mientras pela patatas y pone a freír sus sentimientos en la sartén, se pregunta, no sabe si le iría mejor vivir engañada con la idea de tener un hombre súper-estrella, o dejarlo y buscar por el firmamento otra estrella que su luz sea más clara.
El hombre trabajaba como envasador de latas de berberechos en una fábrica de ultramarinos muy cerca de donde la pareja vivía. Quinientos metros escasos de la Lonja de un puerto cualquiera. Nada más llegar a casa se desprendía del salobre y del monótono martilleo de la máquina cerradora y se entretenía fantaseando coplas con la guitarra. Esa tarde no pudo ser. El hombre se encontró la guitarra descuartizada y rota encima de la cama.
domingo, 4 de mayo de 2025
Don Yurnal
Hasta que un día se desprendió de aquella vieja costumbre de ir cada mañana a por el periódico. La irrupción de Internet tal vez contribuyera a ello. Nunca lo sabré. O tal vez no se debiera a nada. Eso sí, la rutina de hacer lo mismo cada mañana le daba a don Yurnal confianza y seguridad, ordenaba su quehacer diario, evitaba su dispersión. Pero se convenció que ya no le era rentable, ni tampoco práctico, comprar la prensa todas las mañanas, cuando cómodamente desde su casa, y a cualquier hora, podía acceder a cualquier portal informativo de su devoción preferida.
Hoy, Yurnal se ha cruzado con alguien que, como él hace años, lleva el periódico recién comprado bajo el brazo. Este alguien camina decidido, ufano y complaciente como si llevara en sus manos la misma piedra Rosetta de Egipto. Y ha sentido envidia y tristeza por no ser el Yurnal de ayer, cuando cada mañana iba al trabajo y se detenía, al igual que este alguien de hoy, en el quiosco del Parque para recoger su periódico. Luego, en los veinte minutos del desayuno se evadía de albaranes y facturas, y se apegaba como un autómata a las páginas del periódico. Ni él mismo sabía de su manía por leer la prensa. Yurnal no era forofo de ningún equipo en concreto. Los deportes los leía tan sólo por no discrepar de los compañeros. Estos se extrañarían que don Journal leyera el periódico para saber de otra cosa que no fuera si le habían tocado los ciegos, si había ganado el Barça, o quienes eran los púgiles que disputaban el próximo campeonato mundial de boxeo. Los ecos de sociedad, la lotería, las necrológicas y demás anuncios no eran de su interés. Para Yurnal, la Prensa era como la insulina o la manzana para un diabético. No podía pasar sin ella. Pero ni él mismo sabía qué es lo que buscaba en ella.
Y de nuevo, y de pronto, don Yurnal al ver a otro hombre con su periódico debajo del brazo, se siente triste por verse privado de aquel ritual sagrado y placentero de leer la prensa durante los veinte minutos del desayuno en el bar de enfrente de la fábrica La Molinera donde él trabajaba de contable. La tristeza es un corrosivo que, de persistir, puede llegar a desestabilizar y conmover los cimientos de nuestro ser. Tristeza existencial, metafísica. Y esta tristeza de don Yurnal no se debe sólo al hecho de haber perdido el hábito de ir al quiosco, sino que además, (pienso yo), es que don Yurnal está triste porque cada día que pasa se siente más viejo y perdido, y porque además no entiende lo que dicen los periódicos.
De hecho, yo conozco muy bien este estado de ánimo de don Yurnal. A mí me ocurrió algo parecido. Por circunstancias y necesidades que no vienen al caso, tuve que desprenderme de un trozo de tierra de regadío en la que pasé momentos, los más infinitos y deliciosos de mi vida. Y aún me ataca el mono, cuando al levantarme cada día noto que los olores, las estampas y colores de la huerta ya no están ahí para deleitarme. No hace falta ser un poeta para decir que los verdes del aroma de la alhábega, el blanco del azahar de los naranjos, el brillo de las hojas del nogal, el escuchar el canto del agua del azarbe... ya no endulzan mis sentidos.
Esta mañana el hombre que hace años dejó de comprar la prensa está triste. Don Yurnal está triste porque no comprende que la felicidad lleva consigo en su mismo talego el secreto de su pérdida. Recuerdo haber oído decir a otro alguien que el ser humano es en su esencia un monstruo castrado. Y como dijo también Julio Cortázar en Los Reyes: la mejor manera de matar a los monstruos es aceptarlos.
jueves, 1 de mayo de 2025
Roma desde los Huertos del Malecón
No fue la mezcla del arroz con leche y el ajo de las patatas asadas, tampoco los paparajotes ni el café del puchero con anís. Es que de pronto vi pasar el tiempo sobre las cabezas de todos los que estábamos allí en Los Huertos del Malecón celebrando las fiestas de primavera. El tiempo con la hoz invisible de su fuerza infinita quería reducirnos a la nada. Y quise detener el ocaso de los días retrocediendo al ayer. El tiempo, la memoria, el pasado, son las aspas del molino, mis enemigos eternos. Con ellos a diario me peleo como un pobre quijote apaleado. El tiempo con su brevedad, me consume. La memoria con su fragilidad, me desorienta. Y el pasado que nunca vuelve, me desespera.
Apenas lo recuerdo. Estaba yo por entonces en Roma. Y es que puesto a recordar, uno se acuerda más del bordado y el color de los manteles, que de los manjares que degustaron nuestras glándulas hambrientas. Mis días en la Ciudad Eterna se me fueron volando, atareado en asuntos que la firma para la cual entonces yo trabajaba me encomendara. Mi hotel quedaba cerca del Vaticano. Todas las mañanas, para llegar a la sucursal de mi empresa, atravesaba la Via della Conciliazione, desde la cual avistaba yo a lo lejos la Cúpula de san Pedro, luna eclipsada entre nubes de sueños superfluos.
En el tiempo que estuve en la ciudad de las siete colinas, no se me pasó por la cabeza visitar la Basílica de san Pedro. No tuve el honor ni tentación turística alguna. Tampoco pretexto, para luego, de regreso a Madrid, presumir ante mis compañeros por mi deslumbramiento ante la serena ternura de una Pietà doliente y bella. Así como tampoco me tentó el deseo de alcanzar el infinito subiendo los cuarenta y ocho escalones de la Escala del Bramante. Es ahora, cuando de aquello han transcurrido ya casi cincuenta años, que me arrepiento por no haberme cogido un día para relajarme por los jardines del Vaticano, pasear entre sus cedros y olivos, contemplar sus murallas, y sumergirme y embriagarme con el aroma a eternidad encriptada por el laberinto sin puerta ni cerrojos de sus arbustos. Y ese sentimiento frustrado por haber desperdiciado la oportunidad de contemplar esa hermosa y apenada mujer que Miguel Ángel creara. Como a quien en pleno calor le dan a probar una buena tajada de melón, y en lugar de degustarla, la tira al suelo y la pisotea desagradecido.
Y eso mismo sigo haciendo esta mañana. No escarmiento. El destino ha puesto generoso en mis manos la posibilidad de estrenar este día, ¿y qué es lo que hago? Lamentarme de lo que no hice en su momento. Y mientras tanto, añorando el pasado etéreo, dejo pasar también este instante contante y sonante. Y es que la vida siempre me coge haciendo otra cosa de lo que debiera estar haciendo. ¡Ojalá pudiera sentirme libre de hacer lo que mi alma escondida me pide! Libre de amar a la mujer que no amo. Libre de no servir a los emperadores que me rigen. Libre de creer en el dios en el que no creo...
El recuerdo distorsiona la realidad, melancoliza el ánimo. Lo que no sabía yo es que además produce malhumor y vinagrera. Si no ¿a qué el amargor de mi estómago que no me ha dejado pegar ojo en toda la noche? O acaso tal vez se deba a la gran comilona que ayer nos dimos en la barraca de Los Huertos del Malecón.
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