lunes, 28 de julio de 2025

Muerte y mierda


 Estaba convertido en el hombre caca del culo para abajo. (Vargas Llosa)


Vargas Llosa no fue un hombre de mi devoción; pero cada vez que algo de este escritor cae en mis manos me atrapa por su poder narrativo. Siempre tuve claro que mi impresión sobre cualquier libro no se debe sólo a las artes de su autor, sino también a mi estado de ánimo. Reconozco que una obra considerada como basura por algunos críticos me puede saber a sublime quintaesencia. Y también al contrario.

Al terminar de leer el Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa, sentí, al margen de su calidad literaria, un intenso escalofrío y miedo. Y este miedo que el protagonista de esta historia sufre, es el mismo que a mí también me aterroriza.

El espanto ante la pérdida de memoria, el olvidar el camino de regreso a casa, el no saber quienes son los demás genera esa sensación amarga de que nuestra vida se agota. Había pasado mucho miedo pensando que me moriría en la calle como un perro vagabundo... Nunca más dejaría mi casa sin llevar un papel con mi nombre. Vargas Llosa al final de esta historia, además de su desorientación espacial y repulsa a su vejez sobrevenida, añade otro detalle no banal: el cagarse involuntariamente.

No es broma lo que digo. Solemnemente declaro que el hecho de hacerse encima a mí también me ha pasado alguna vez. En momentos de nerviosismo extremo los esfínteres se aflojan, el cuerpo se descompone. De ahí el espanto y a la vez mi compasión por el personaje bajo el cual (presumo), Vargas Llosa trata de esconderse. El ritual lavatorio al que el escritor somete a su protagonista, nada más percatarse al llegar a su casa que se ha cagado encima, es el mismo ceremonial de cualquier nigromante que intenta ahuyentar a la muerte, como si la mierda y la muerte fuesen la misma cosa.

Y esta relación mierda-muerte la experimenté yo también en mi juventud. La señora y el señor Ortín eran dos hermanos solteros, ya mayores, que vivían en la misma calle de mi abuela a la que yo tenía por costumbre visitar muy a menudo. Para llegar allí no tenía más remedio que pasar por la puerta de la casa de los señores Ortín. Recuerdo que las ventanas estaban abiertas. Escuché la angustiosa llamada entre llantos de la hermana. A toda prisa libré los dos escalones del portal. Entré en la habitación donde dormía don Carmelo que así se llamaba aquel buen hombre, y que a la sazón era cura catequista de la parroquia, y vi en su pálida cara el guiño mismo de la muerte. Luego, no sé por qué, entre la hermana yo intentamos colocar su cuerpo aún caliente sobre una manta en el suelo. Y fue cuando al dar la vuelta al difunto, descubrí que acaba de hacerse de vientre. Don Carmelo puede que hubiera muerto en olor de santidad, pero su cuerpo olía a mierda. Y desde entonces grabado para siempre quedó en mi conciencia el vínculo entre la mierda y la muerte. Lo que ya no sé es si el bueno de don Carmelo antes de morir dijera lo mismo que el protagonista del Cuento sobre el desamor de Vargas Llosa: 
Muy pronto sabré si tenemos alma, y si es verdad que existe Dios... o si en el futuro sólo habrá silencio y olvido.

miércoles, 23 de julio de 2025

Dione


Siempre todo es algo nuevo, inesperado y presente después del estío de una noche de jarana. Allí eras, donde calmabas tus sarpullidos juveniles con lecturas ensoñadoras en aquella biblioteca, hoy convertida en discoteca-metal-beat a la que ahora vuelves.

¡Qué cosa más fría! Parece un garaje, un aparcamiento de coches. Eres de los primeros en llegar. El ambiente es obsoleto y deprimente. El patibulario y lúgubre local poco a poco recobra luz y color, pero sin salir de la gama de los grises. El negro abunda en cantidad. Parecéis espectros en movimiento, esqueletos danzantes en la misma entrada gozosa de una caverna. Rigidez en el mobiliario. Todo de hierro. Hierro, cemento metálico. Poyos de cemento. Molleras en ascuas de cemento alrededor de la pista de baile. Tres hileras como surcos-panteones circundan un cuadrilátero centrado a una gran columna a la que desesperadamente se aferra algún que otro siniestro bailarín zumbado. Los focos desde lo alto rastrean discretamente los cuerpos divinizados. Las luces y sombras azul cobalto intermitente rastrean, y en medio de la oscuridad circundante, se detienen en las partes más sensuales y atractivas de los bailongos que encuentran a su paso. La puntual luminosidad se recrea allá donde tu mirada se detiene. Celestes alegrías de flashes buscan su objetivo más erótico. Tú ya vienes prevenido por aquel rayo balsámico de tus tímidas lecturas en aquella vieja Librería-cafetería a la que solías acudir en tus años mozos a la caza de orgasmos literarios leyendo a Stendhal.

Una chica rubia con el pelo desordenado por un viento astral invisible gira como un satélite alrededor de Saturno. No pienses en nada, -te dice Dione-, bailar es desentenderse. ¡Métete dentro de la música, lanza en volandas tu cuerpo armonioso. ¡Vamos, hombre, anímate! Si tu físico no vuela, difícil es que tu mente se remonte y alcance el clímax. Y al instante tu cuerpo, sin tú darle permiso, te catapulta como un cohete justo en medio de la pista de baile. Allí ves a un cuarentón como tú, desubicado, desinhibido, con calva y gabardina que se contornea como un maniquí eléctrico. Y pierdes el miedo o la vergüenza. Tu sentido del ridículo desaparece al ritmo de un ligado compás binario a las órdenes de Dione, ágil peonza que no para de dar vueltas a tu alrededor. Y te sientes, al igual que Stendhal, atraído por Mathilde, dominado por una pasión fatal. Je faillis devenir fou.

Allí eras, de donde vienes, cuando tú, de adolescente, calmabas el reconcomio de los sarpullidos de tu juventud ardiente en aquella librería, convertida hoy en discoteca-metal-beat. Siempre es presente.

Lo que luego pasó entre la chica-peonza y vuestros besos en calderón interminable, nada se supo... Hasta que pasado unos años vuelves a tu vieja librería de juventud olvidada y desaparecida. Y aquella antigua relación en aquella discoteca lúgubre y a la vez luminosa aparece hoy reactivada. Escoges al azar de la estantería aquel mismo libro de tu vieja juventud ensotanada, el Del amor de Stendhal. Y entre sus hojas encuentras un papel doblado que dice:
Aquí me tienes de nuevo. Soy Dione, aquella chica peonza, satélite de Saturno, que te volvía loco en tu juventud pasajera. No en vano Saturno, el planeta del que estoy locamente enamorada, es el dios del tiempo, capaz de convertir el pasado en presente.

viernes, 18 de julio de 2025

Piter Darson


Contrataste a Piter Darson para que diera, ya no con el ladrón, sino sobre todo para encontrar lo que te habían robado. Sin ese tesoro tú no eras nadie: un alma que se desangra en medio de la calle, sin que ningún viandante se percate de tal desdicha.

El detective husmeaba de aquí para allá como un perro tras un hueso escondido, inexistente. Meses y meses Piter Darson, pensativo en su despacho: frente a un mapa claveteado de chinchetas azules, rojas y amarillas de las que partían líneas negras tratando de dibujar un plan de búsqueda, suposiciones y pistas; pistas que no le llevaban a ninguna parte. Para construir algo, -te decía el señor Darson-, necesito saber al menos qué es lo que se le ha perdido. Darson no sabía ni qué indagar, ni qué buscar, porque ni tú mismo lo sabías. Nadie se pone en camino sin saber primero a donde va. Y de nuevo insistía: ¿Cómo quiere usted que yo de con el ladrón y su hurto, si ni siquiera sé lo que le han robado? No saber lo que nos han quitado, es como si nunca hubiésemos tenido lo que con tanta ansiedad echamos en falta. De no ser Piter Darson un detective singular y responsable, tú no hubieras requerido sus servicios.

Darson aceptó tu encargo, se tomó el caso como un asunto personal. En el fondo el detective pensaba que si daba con tu solución, resolvería un problema que él también cargaba desde el mismo día de su nacimiento. Piter fue abandonado por su madre, a la que nunca llegó a ver su cara. Y como todo niño expósito y huérfano sintió luego a lo largo de su vida un vacío imposible de colmar. Tal vez por ello escogiera, sin él saberlo, este oficio de ir tras aquello que el destino le había arrebatado. Piter Darson no se cansaba de repetirte: Le agradezco, señor, que me haya elegido para resolver su contratiempo, pero si no tenemos un hilo de donde tirar, difícil será... Luego Piter Darson, después de comunicarme que se desvinculaba del caso, siguió hablándome en plural, como si los dos fuéramos la misma persona:
Mi querido cliente, antes de echar en falta lo que nos habían robado, no teníamos casi nada, ni perro, ni casa, ni aquella rosa blanca que por mujer tuvimos; pero éramos dueños, nos teníamos a nosotros mismos. El no poder ahora poner cara a aquello que la fatalidad nos robó es lo mejor que nos ha pasado, puesto que de esta manera no sufrimos por ello. Ojos que no ven corazón que no siente.

 


martes, 8 de julio de 2025

Virgilio y Dante encariñados


El marido, antes de abandonar su casa, a los pies de la estatuilla del recibidor dejó una nota a su mujer: Yo nací libre; y para vivir libre me largo a la soledad de mis campos. Ella buscaría luego a su marido por todas partes: en la espesura de los cipreses de la valla, en las palmas de las manos de la higuera, entre los pliegues del suave verde del alba, en la partitura de los cables de la luz bajo la batuta de una pareja de tórtolas encariñadas, en la crin de los caballos rizados de un mar blanco-cálido. La buscó también en los dorados del trigo de La Mancha, entre el amarillo al atardecer de los soles de Van Gogh.

La mujer despechada bebía a todas horas el cáliz de su pasión amarga: su querido Dante. La ausencia de su amor fugado la llevó día y noche a buscar hasta debajo de las piedras. El amor nos mueve, le dijo el marido el día que en el palacio arqueológico de la calle Serrano se prometieron ante la estatuilla de Reshef, el dios fenicio que bendijo su casamiento. La mujer estuvo hasta la madrugada por los bares del puerto, buscando en los rostros de cualquier pescador furtivo la cara de su vientre, de su Dante, de su pensamiento, corazón y guía.

Ya levantado el día llegó rendida a casa. La fatiga, el dolor y la malquerencia la dejaron privada de su lucidez acostumbrada. Y al pasar por delante del espejo del recibidor vio en el cristal el rostro proyectado de su Alighieri querido. La mujer volvió atrás su mirada para tratar de averiguar si aquella bella cara que desde el brillo cristalino le miraba fijamente se correspondía con la de su marido. Nadie que pasa por un cristal se deja su imagen allí olvidada.

Y, ¡Oh su sorpresa! Allí mismo en el rincón del pasillo, en la puerta misma de Los Infiernos, encontró la mujer a su marido y al poeta Virgilio, los dos acaramelados.

sábado, 5 de julio de 2025

Un texto o un dibujo



Llevaba conmigo un dibujo y un texto. Tanto la ilustración como el escrito, ambos reflejaban la original y encomiable manera de ser de la pastora Marcela. Y don Quijote me dijo:
Si quieres que lleguemos a salvo a la otra orilla de este río, deberás, buen hombre, elegir entre la ilustración de esa mujer que traes de Gustave Doré, y el recorte escrito en el que mi señor creador-cervantes describe a esta señora de bandera que con tanto celo atesoras, no vaya a ser que de tanto peso este barco encantado de la vida en el que vamos navegando se hunda por los siglos de los siglos.
Me dio pues Alonso Quijano a elegir entre la escritura y la pintura, entre la Marcela a campo abierta escrita, y su retrato. Y escogí la escritura. En primer lugar, porque trasladar a un lienzo o a un papel la hermosura de esta mujer libre en su soledad se me da fatal. Prefiero el discurso que de sí misma esta señora hace en el Libro Primero del Quijote. La palabra, principalmente la escrita, labrada con la pluma-arado del corazón y el pensamiento, me adentra en el profundo y claro significado de lo que dice y me sumerge mejor en la esencia de su verdad y su belleza. Sí, ya sé que lo que digo es subjetivo, y podría ser defendido y argumentado a la inversa: porque tanto el dibujo como el texto nos pueden llevar a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma, a su morada primera.

Un día alguien me dijo que la imagen precede a la palabra, que lo escrito es tan sólo un comentario de la pintura. Una imagen vale mil palabras. Pero yo insisto: cuando leo El ingenioso hidalgo, y lo veo enriquecido con esas ilustraciones de Gustave Doré, que aún siendo sublimes e insinuantes, me quedo mejor con el texto, pues no es lo mismo un dibujo de los molinos de viento, que sentir los aletazos de sus aspas escritas en el cuerpo maltratado del hidalgo de la Mancha. La pintura congela con sus colores la belleza del momento que dibuja. En cambio, la escritura traspasa, trasciende lo particular y concreto que nos cuenta y lo convierte en sueño, en deseo, un fluido-vida que se escapa del instante y desata sus palabras dejándolas volar al albur de lectores eternos, palabras que sugieren con su no decir mostrado, y me introducen en un mundo de posibilidades inabarcables. Si el pintor pinta un almendro y me deleita con sus flores, un texto me regala sus colores infinitos y me ofrece su perfume inenarrable.