Llevaba conmigo un dibujo y un texto. Tanto la ilustración como el escrito, ambos reflejaban la original y encomiable manera de ser de la pastora Marcela. Y don Quijote me dijo:
Si quieres que lleguemos a salvo a la otra orilla de este río, deberás, buen hombre, elegir entre la ilustración de esa mujer que traes de Gustave Doré, y el recorte escrito en el que mi señor creador-cervantes describe a esta señora de bandera que con tanto celo atesoras, no vaya a ser que de tanto peso este barco encantado de la vida en el que vamos navegando se hunda por los siglos de los siglos.Me dio pues Alonso Quijano a elegir entre la escritura y la pintura, entre la Marcela a campo abierta escrita, y su retrato. Y escogí la escritura. En primer lugar, porque trasladar a un lienzo o a un papel la hermosura de esta mujer libre en su soledad se me da fatal. Prefiero el discurso que de sí misma esta señora hace en el Libro Primero del Quijote. La palabra, principalmente la escrita, labrada con la pluma-arado del corazón y el pensamiento, me adentra en el profundo y claro significado de lo que dice y me sumerge mejor en la esencia de su verdad y su belleza. Sí, ya sé que lo que digo es subjetivo, y podría ser defendido y argumentado a la inversa: porque tanto el dibujo como el texto nos pueden llevar a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma, a su morada primera.
Un día alguien me dijo que la imagen precede a la palabra, que lo escrito es tan sólo un comentario de la pintura. Una imagen vale mil palabras. Pero yo insisto: cuando leo El ingenioso hidalgo, y lo veo enriquecido con esas ilustraciones de Gustave Doré, que aún siendo sublimes e insinuantes, me quedo mejor con el texto, pues no es lo mismo un dibujo de los molinos de viento, que sentir los aletazos de sus aspas escritas en el cuerpo maltratado del hidalgo de la Mancha. La pintura congela con sus colores la belleza del momento que dibuja. En cambio, la escritura traspasa, trasciende lo particular y concreto que nos cuenta y lo convierte en sueño, en deseo, un fluido-vida que se escapa del instante y desata sus palabras dejándolas volar al albur de lectores eternos, palabras que sugieren con su no decir mostrado, y me introducen en un mundo de posibilidades inabarcables. Si el pintor pinta un almendro y me deleita con sus flores, un texto me regala sus colores infinitos y me ofrece su perfume inenarrable.
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