miércoles, 23 de julio de 2025

Dione


Siempre todo es algo nuevo, inesperado y presente después del estío de una noche de jarana. Allí eras, donde calmabas tus sarpullidos juveniles con lecturas ensoñadoras en aquella biblioteca, hoy convertida en discoteca-metal-beat a la que ahora vuelves.

¡Qué cosa más fría! Parece un garaje, un aparcamiento de coches. Eres de los primeros en llegar. El ambiente es obsoleto y deprimente. El patibulario y lúgubre local poco a poco recobra luz y color, pero sin salir de la gama de los grises. El negro abunda en cantidad. Parecéis espectros en movimiento, esqueletos danzantes en la misma entrada gozosa de una caverna. Rigidez en el mobiliario. Todo de hierro. Hierro, cemento metálico. Poyos de cemento. Molleras en ascuas de cemento alrededor de la pista de baile. Tres hileras como surcos-panteones circundan un cuadrilátero centrado a una gran columna a la que desesperadamente se aferra algún que otro siniestro bailarín zumbado. Los focos desde lo alto rastrean discretamente los cuerpos divinizados. Las luces y sombras azul cobalto intermitente rastrean, y en medio de la oscuridad circundante, se detienen en las partes más sensuales y atractivas de los bailongos que encuentran a su paso. La puntual luminosidad se recrea allá donde tu mirada se detiene. Celestes alegrías de flashes buscan su objetivo más erótico. Tú ya vienes prevenido por aquel rayo balsámico de tus tímidas lecturas en aquella vieja Librería-cafetería a la que solías acudir en tus años mozos a la caza de orgasmos literarios leyendo a Stendhal.

Una chica rubia con el pelo desordenado por un viento astral invisible gira como un satélite alrededor de Saturno. No pienses en nada, -te dice Dione-, bailar es desentenderte. ¡Métete dentro de la música, lanza en volandas tu cuerpo armonioso. ¡Vamos, hombre, anímate! Si tu físico no vuela, difícil es que tu mente se remonte y alcance el clímax. Y al instante tu cuerpo, sin tú darle permiso, te catapulta como un cohete justo en medio de la pista de baile. Allí ves a un cuarentón como tú, desubicado, desinhibido, con calva y gabardina que se contornea como un maniquí eléctrico. Y pierdes el miedo o la vergüenza. Tu sentido del ridículo desaparece al ritmo de un ligado compás binario a las órdenes de Dione, ágil peonza que no para de dar vueltas a tu alrededor. Y te sientes, al igual que Stendhal, atraído por Mathilde, dominado por una pasión fatal. Je faillis devenir fou.

Allí eras, de donde vienes, cuando tú, de adolescente, calmabas el reconcomio de los sarpullidos de tu juventud ardiente en aquella librería, convertida hoy en discoteca-metal-beat. Siempre es presente.

Lo que luego pasó entre la chica-peonza y vuestros besos en calderón interminable, nada se supo... Hasta que pasado unos años vuelves a tu vieja librería de juventud olvidada y desaparecida. Y aquella antigua relación en aquella discoteca lúgubre y a la vez luminosa aparece hoy reactivada. Escoges al azar de la estantería aquel mismo libro de tu vieja juventud ensotanada, el Del amor de Stendhal. Y entre sus hojas encuentras un papel doblado que dice:
Aquí me tienes de nuevo. Soy Dione, aquella chica peonza, satélite de Saturno, que te volvía loco en tu juventud pasajera. No en vano Saturno, el planeta del que estoy locamente enamorada, es el dios del tiempo, capaz de convertir el pasado en presente.

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