jueves, 23 de octubre de 2025
Viviré muerto más tiempo que vivo
Siempre que voy a un velatorio, (antes apenas iba, pero ahora se me amontonan los muertos), no me vengo del tanatorio sin ver a su anfitrión, el fallecido. Considero una descortesía ir a visitar a alguien y no mirarle a la cara. Pero más descortesía es la del visitado que ni siquiera abre los ojos para darme las gracias por haber ido a despedirme.
Y no me paro frente al cadáver por curiosidad, o por para leer las esquelas que cuelgan de las coronas y de los ramos de flores. Yo en verdad me pongo delante del difunto como soldado ante su Adelantado, para preguntarle, (a todos), que me digan donde están, y si acaso encontraron por fin la sabiduría. Hasta ahora ninguno me ha contestado. No es que quisiera que lo hicieran a la manera tradicional, con palabras o respuestas, que yo sé que ellos al morir perdieron la clave de nuestro código hablado. Pero sí al menos que se comunicaran conmigo: como a ellos les plazca, a su manera: una vibración por mí sentida, una señal, el vuelco de algún florero, o el cambio de color de la estancia, una vela que se apaga, un crujir en el interior de la caja. Pero ninguno de ellos me mira, todos permanecen con los ojos cerrados. Están en otra cosa, como interiormente deslumbrados, ante aquel contraste / de vida y misterio, / de luz y tinieblas, del que Bécquer hablara. (Rima LXXIII).
En el fondo no creo que sea la descortesía lo que les impida alzar su vista a mi requisitoria, sino que allá donde se encuentran están tan acompañados, han acampado de tal gana, y tan a gusto pasaron a este su actual estado, que prendados quedaron en su nueva estancia: arropados en la soledad a sus anchas. Lejos de la algarabía, de la ignorancia, de las mentiras de un mundo quebrado y roto, tal vez hayan alcanzado vía libre al total conocimiento y acceso al sentido pleno de la sabiduría a la que el autor bíblico se refiriera en el libro de Job. Y no es que no quieran regresar, sino que su ensoñación es tal, que la realidad, (la nuestra), tal vez les parezca ridícula, irrelevante. O tal vez que los hilos del sueño donde ellos ahora duermen, o viven, o sueñan, (ahora sin dolor ni duda alguna), son tan fuertes, o bellos, o ciertos, tan encandilados andan, que le es imposible soltarse, y ya no les apetezca regresar, tan rebosantes andan de placer y gloria.
No es verdad lo que dice Bécquer, (¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!), sino que cada vez somos más bien los vivos los que nos quedamos solos, en sombras y a oscuras, en cuadro; y el círculo de nuestras relaciones se reduce como limón escurrido a la más mínima expresión, sin el sabroso jugo de amigos y familiares. Viviré muerto más tiempo que vivo. ¿Soledad? La de nosotros, los vivos.
lunes, 20 de octubre de 2025
La falsa seducción de la esperanza
Tomo este título del libro Melancolía de la resistencia de László Krasznahorkai, escritor húngaro, recientemente galardonado con el Nobel de literatura. Había oído yo decir que escribir era como resucitar a la vida, que el ejercicio de la escritura, (o el de la lectura), tiene ese poder de sanación que precisamos para salir airosos de las penalidades en nuestro peregrinar diario. Y László viene a decirnos que el artificio literario no es una vacuna que nos libere de la dura realidad en la que actualmente el hombre está inmerso. En estos tiempos apocalípticos, todos tartamudeamos frases sin sentido, y quedamos bloqueados ante tanta hecatombe. Krasznahorkai no tiene respuesta para tanta calamidad y barbarie, sólo acierta a describirlas. Escribir después de lo de Palestina es imposible... que diría Adorno.
¿Quién entendería hoy que el gran valedor de la paz sea el mayor instigador de conspiraciones y guerras? La actual banalidad de esta política western que padecemos abre de par en par puertas y ventanas a dictaduras descerebradas y absolutistas. La pluma se le engarrota a László, araña el papel hasta hacerlo sangrar: El orden de las costumbres había quedado en entredicho, el caos se expandía sin freno, y destruía los hábitos diarios, el futuro era pérfidamente oscuro, el pasado imposible de recordar, y el funcionamiento de la vida cotidiana se había vuelto hasta tal punto imprevisible que sólo se podía reaccionar con resignación, pues incluso era concebible que ya no se abriera ninguna puerta y que el trigo creciera hacia el interior de la tierra. Y de pronto aquel principio de perfección que regía el mundo... parece haber perdido su vigor. Y todo se desmorona. No hay norma en pie que prevalezca. Ninguna pregunta tiene respuesta. No hay respuesta al por qué de la maldad imperante. Y escucho ahora esas voces proponiendo un visado por puntos para los inmigrantes. ¡Como si para vivir necesitáramos del visto bueno, un aprobado expedido por el Ministerio de la Existencia! Meten miedo a la ciudadanía diciendo que nuestros barrios son intransitables por culpa de los extranjeros que vienen a nuestro país, y que nos mantienen como rehenes en las mismas casas donde hemos nacido. Absurda e inhumana estigmatización interesada.
Y volviendo al pesimismo del escritor húngaro me contagio de su desesperanza, de esta realidad decadente que a mi alrededor siento. En estos momentos caóticos de confrontaciones interminables, advierto dislates futuros e inquietantes que ponen en riesgo nuestra actual seguridad, no sólo a nivel individual y ciudadano, sino también a niveles cosmogónicos. La tierra se resquebraja. El tren en el que viaja la señora Pfaum, y con ella cada unos de los que vamos subidos en este destartalado Mundo, del que, hasta la Mafalda de Quino, quiso a apearse a toda costa, cada dos por tres descarrila y se para. Luego vuelve a arrancar, y así sucesivamente, entre parones, blasfemias y miradas lascivas.
Y sigue diciendo el escritor de Melancolía: Todos cayeron en una serena indiferencia, en la sorda apatía de la obligada resignación. Y esta aceptación de las desgracias ineludibles de nuestra vida, ¿acaso no formará parte de ese instinto sagrado que por las ganas de vivir todos los seres humanos tenemos?
Con todo, leyendo al escritor húngaro noto en su libro como un querer ver la luz al final del túnel. Por fin la señora Pfaum, al llegar a su casa en paz y tranquila, tras viaje tan aciago y pestilente, y con los dulces sones de la opereta de la condesa Maritza y deleitándose con unas guindas al ron, tiene esa sensación de elevarse sobre sus deprimentes experiencias como música fluente que se alza sobre los horrores del mundo.
sábado, 18 de octubre de 2025
El amor y la muerte
De vuelta de su viaje de vacaciones, la pareja, antes de regresar a casa, desvió su rumbo para ir a visitar a la madre del novio. Su padre hacía tan sólo dos meses que había muerto tras un accidente de moto, cuando se dirigía a la universidad donde impartía clases de biología genética. La madre, viuda, bien merecía una visita de consuelo por parte del hijo. Decidieron pues quedarse a pernoctar en el pueblo. El piso era pequeño: dos habitaciones, un pasilllo y una cocina. No tuvieron más remedio que dormir en la habitación en la que tuvo lugar la agonía del padre antes de su enterramiento definitivo.
Al hijo, aquella noche, le entraron enormes ganas de hacer el amor. La atracción y el deseo de los amantes fue mutua. No hizo falta consentimiento alguno. Meridianamente estaba claro. Sólo rozar sus carnes, el deseo brotó impetuosamente como embalse a tope nada más abrir sus compuertas desbordadas río abajo por la llanura de la vega. La imperiosidad de hacer el amor, a pesar de sus enormes ganas, de pronto se vio paralizada. Se cortó como se corta el ajo a la hora de hacer una mayonesa. Los habituales ejercicios de precalentamiento no fueron suficientes. Un fuerte y profundo sentimiento enervó sus cuerpos, sobre todo el del joven, reduciéndolo a la impotencia más triste y desolada.
Dos fuerzas del mismo signo, -amor y muerte-, en la misma dirección, parecían como si se enfrentaran ambas invalidándose mutuamente. No es hora de hacer juegos de física ni de retórica entre estos dos conceptos que ignoro si se repelen, o más bien andan íntimamente ligados. Tal vez las leyes de la naturaleza, como los impulsos amorosos, los dos sean hijos del mismo dueño. Los poetas, lo mismo que los sesudos psicólogos no tardarían en darnos una explicación pertinente al caso: La muerte como culminación absoluta del amor. El amor como realización suprema y superadora de la misma muerte. La muerte como la más perfecta garantía de la perpetuación del amor y de la vida.
Aquella noche, por encima del impulso de posesión o desprendimiento, el instinto del joven por yacer con su amada, estuvo por encima de cualquier experiencia poética, de cualquier expresión de cariño, ternura o dádiva. Su deseo nacía, brotaba de la necesidad imperiosa de vivir, de no morir en la misma cama que murió su padre. Para colmo en la mesilla del dormitorio entre los dos tres libros que su padre últimamente tuvo en danza, uno de ellos tenía como autor a Schopenhauer: El amor, la muerte y las mujeres.
lunes, 13 de octubre de 2025
El Descubrimiento
Las palabras mienten más que hablan. Ayer la gama privilegiada de nuestra insigne patria celebró con un musculoso desfile militar la Fiesta Nacional: La conmemoración del descubrimiento de América. No hay nada como una mentira para encubrir la verdad de los hechos, para tapar la equivocación de una infamia. Los historiadores luego vendrán a decirnos que antes de prejuzgar cualquier acontecimiento pasado, deberíamos analizar la historia ciñéndonos al contexto aquel en el que tuvieron lugar los hechos: alarde de poderío de una hispanidad invicta, de una raza prepotente y okupa que se encumbró con el saqueo de unas tierras precolombinas que por derecho propio pertenecían a sus moradores. En esta fiesta nacional eché en falta el agradecimiento a aquellas gentes que nos permitieron llenar nuestras arcas con el oro y su plata, sus valores, con su diversidad inclusiva, sus acentos, su sensibilidad y arrojo.
Ayer debimos celebrar además otro descubrimiento, un descubrimiento a la inversa: contemplar aquellas mismas gentes de aquellos países latinos, y no sólo latinos (como el Magreb), que allá descubrimos; pero descubrirlos ahora, acá conviviendo con nosostros, personas que tuvieron también la valentía de cruzar mares y desiertos a riesgo de sus propias vidas, en busca de las mismas especias y otros enseres y mercancías que nosotros fuimos otrora a conquistar en sus propiedades de origen. Debiéramos estar enormemente agradecidos. Disculparnos si no fuimos del todo correcto con ellos. Resarcir nuestro espolio, mostrarles nuestra gratitud por su contribución a nuestro erario público, al cuidado de nuestros mayores, al trabajo penoso que nosotros a veces eludimos: asfaltando carreteras, doblando el lomo entre plantaciones, recogida de frutas y verduras a pleno sol y escapadas. Por poner un ejemplo: los albañiles que, hace tan sólo cuatro días, murieron bajo los escombros del edificio de la calle de las Hileras, en el mismo centro de la Puerta del Sol de Madrid, respondían al nombre de Moussa, Alfa, Jorge, Laura. Casi todos ellos eran emigrantes, oriundos de aquellas tierras que nosotros erróneamente descubrimos.
viernes, 10 de octubre de 2025
La paloma y el olivo
Paz. Paz para los muertos. Y para los vivos, la sumisión y su derrota. ¿Qué comité del mundo pondría a un perro asilvestrado a cuidar de sus ovejas? Las hojas de la olivera me miran inquietas. No me fio de esta tranquilidad impuesta. Un gato inmóvil me mira como si yo fuese también su presa, pájaro incauto, sobre las ramas desconfiadas de un olivo en Oriente Medio.
La hojas victoriosas del laurel sobre la cabeza del César aletean cómplices su Nobel y atroz trofeo cargado de dinamita. Los brazos del árbol, hisopos que esparcen su paz augusta como cabezas de ajos sobre la devastación endemoniada de todo un pueblo sufrido y bendito. Y en el trajinar profundo y silencioso de las raíces de este olivo milenario quisiera yo escuchar, en esta mañana de armisticios interesados y optimistas, el zurear alegre de un nido de palomas blancas sobre las cumbres borrascosas de un monte Ararat en bancarrota.
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