sábado, 18 de octubre de 2025

El amor y la muerte



De vuelta de su viaje de vacaciones, la pareja, antes de regresar a casa, desvió su rumbo para ir a visitar a la madre del novio. Su padre hacía tan sólo dos meses que había muerto tras un accidente de moto, cuando se dirigía a la universidad donde impartía clases de biología genética. La madre, viuda, bien merecía una visita de consuelo por parte del hijo. Decidieron pues quedarse a pernoctar en el pueblo. El piso era pequeño: dos habitaciones, un pasilllo y una cocina. No tuvieron más remedio que dormir en la habitación en la que tuvo lugar la agonía del padre antes de su enterramiento definitivo.

Al hijo, aquella noche, le entraron enormes ganas de hacer el amor. La atracción y el deseo de los amantes fue mutua. No hizo falta consentimiento alguno. Meridianamente estaba claro. Sólo rozar sus carnes, el deseo brotó impetuosamente como embalse a tope nada más abrir sus compuertas desbordas río abajo por la llanura de la vega. La imperiosidad de hacer el amor, a pesar de sus enormes ganas, de pronto se vio paralizada. Se cortó como se corta el ajo a la hora de hacer una mayonesa. Los habituales ejercicios de precalentamiento no fueron suficientes. Un fuerte y profundo sentimiento enervó sus cuerpos, sobre todo el del joven, reduciéndolo a la impotencia más triste y desolada.

Dos fuerzas del mismo signo, -amor y muerte-, en la misma dirección, parecían como si se enfrentaran ambas invalidándose mutuamente. No es hora de hacer juegos de física ni de retórica entre estos dos conceptos que ignoro si se repelen, o más bien andan íntimamente ligados. Tal vez las leyes de la naturaleza, como los impulsos amorosos, los dos sean hijos del mismo dueño. Los poetas, lo mismo que los sesudos psicólogos no tardarían en darnos una explicación pertinente al caso: La muerte como culminación absoluta del amor. El amor como realización suprema y superadora de la misma muerte. La muerte como la más perfecta garantía de la perpetuación del amor y de la vida.

Aquella noche, por encima del impulso de posesión o desprendimiento, el instinto del joven por yacer con su amada, estuvo por encima de cualquier experiencia poética, de cualquier expresión de cariño, ternura o dádiva. Su deseo nacía, brotaba de la necesidad imperiosa de vivir, de no morir en la misma cama que murió su padre. Para colmo en la mesilla del dormitorio entre los dos tres libros que su padre últimamente tuvo en danza, uno de ellos tenía como autor a Schopenhauer: El amor, la muerte y las mujeres.


No hay comentarios:

Publicar un comentario