lunes, 7 de abril de 2025

Escríbeme a la tierra


Su corazón dejó de latir. Llevaba más de sesenta años militando en la vida. Falleció pocos días antes de que llegara la primavera. Su muerte, como la de todos, única, personal e irrepetible.

Quiso ser tan sólo un eslabón en esa interminable lucha por la liberación. Nada de autobombo ni conmemoraciones ombliguistas. Dejar su huella en el silencio de la tierra como la semilla de la grama, de apariencia débil, abriéndose paso entre el hormigón y las piedras.

Al compromiso político -decía-, hay que echarle mucho corazón: aunar Política y Sentimiento, Fe y Realidad. Buscó con pasión ese rincón negado de felicidad para los últimos, y en esas le sorprendió la muerte. ¡Ojalá hubiera conseguido su loca e incombustible locura de politizar la muerte, vivir la vida venciendo sus asesinas fronteras!

La revolución, -escribía-, no sólo es un proyecto comprometido de alcance universal, sino sobre todo la práctica alternativa de cada día. El cambio de las estructuras y la práctica de la comunidad de bienes hay que hacerlos al mismo tiempo. Quiso ser rebeldía y esperanza, embrión de lo que mañana fuera cosecha de todos. No pudo. No supo. Es que adelantarse uno a su tiempo es sufrir mucho de él.

¿Veis? ¡Mierda, ya se ha muerto! Su corazón no ha resistido. ¿Qué podía hacer él entre tantos buitres? Se ha quedado solo en el vacío de su tumba. Lo ha entregado todo. Todo, menos su entrañable convencimiento en esa teología salvaje de la liberación, su propio desenterramiento, un conato más de sus locuras, entender que la muerte está repleta de vida.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
(G. Lorca)

En una secuencia de la película Ordet de Dreyer, un hombre llora desconsoladamente ante el cadáver de su mujer muerta. El clérigo le consuela: su alma vive. Y responde el esposo: Sí, pero yo amaba su cuerpo.

viernes, 4 de abril de 2025

Un sueño intrascendente



Hasta ahora, reconozco haber soñado sueños raros, extravagantes, surrealistas, pero nada adivinatorios. Por ejemplo si una noche soñaba que me había tocado la lotería, por la mañana bien temprano iba al quiosco, y comprobaba que mi décimo no se correspondía con ningún número premiado.

Ana se me apareció anoche en sueños con un nuevo corte de pelo. Durante los años que la conozco siempre vi a la mujer de mi amigo Joaquín con el mismo tocado. Largas mechas blancas, surcando su ovalada y esbelta cabeza sobre sus modestos hombros honrosos. Siempre con su sonrisa sincera, amable y espontánea. Pero, anoche, su cara en el sueño se me reveló de manera inusual. Ana había cambiado de peinado. Muy extraño en ella, siempre tan metódica y constante en sus atuendos y maneras. Y en lugar de lucir su habitual melena de plata, rizos negros azabache salpicaban su cabeza de matrona empoderada.

Mi amigo Joaquín vive con Ana en el campo, a unos treinta kilómetros de la ciudad. Tienen un ganado de vacas y una pequeña quesería familiar. Su estilo de vida es sencillo. Modesta y natural su manera de pensar. No son fanes de nada. Sin dogmatismo alguno. Buena gente. Nos conocemos desde el instituto. Y hasta hoy compartimos imborrable nuestra amistad. Nos vemos dos o tres veces al año.

No soy muy dado a elucubraciones ultra sensoriales, más allá de lo que veo y palpo. Esta mañana, sin darle mayor trascendencia al sueño, lo comento con mi mujer. Ella, más empática y capaz de percibir el aromático tic tac del corazón de una flor, o sentir simplemente la alegría del aleteo de un gorrión posado en la ventana de nuestro dormitorio, decide que vayamos hoy mismo a hacerle una visita a nuestros amigos. Comprobemos la realidad de tu sueño, -me dice-, si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

No lo niego. Me he asustado incluso de mí mismo al ver a nuestra amiga Ana. ¿Cómo puede un sueño adelantarse a algo que todavía yo no había tenido la oportunidad de averiguar? El sueño no tenía nada de extraordinario. Tal vez por ello el impacto de su intrascendencia me ha causado un impacto mayor. Ana simplemente había cambiado de peinado. Cosa completamente normal. Con todo ando estimulado por la fuerza determinante de este sueño intrascendente. No sé si será cierto decir que la vida es sueño, lo que sí hoy he comprobado que soñar es imprescindible para vivir, hacer un viaje, o simplemente visitar a unos amigos. 

martes, 1 de abril de 2025

Paz de plomo

 



El pintor no tiene firma. Ni tonalidad, ni paleta. Tiene hasta la risa frágil. Flojo es de pincel. Ni siquiera se echó una querida. Su representante le dice si acaso vistieras como un adefesio, si hubieses troceado a cachitos a tu perro, y con su sangre, ribeteado de rabia los cuernos de la luna...

El pintor ya se sintió como un palo de fregona hace dos años cuando presentó su última colección El color de la noche. No vendió ni un cuadro. Él se engaña a sí mismo diciendo que es un incomprendido, que se la refanfinflan los galeristas, los marchantes, los revisionistas picassianos, los críticos sin criterio, los tasadores trileros, las señoritas de terciopelo y purpurina, a media tarde. Lechuguinos que no saben que el buen arte se adquiere en la taberna del polígono industrial La polvorista, que las artes no se compran ni se venden al por mayor al mediodía, viendo pasar el tiempo con una mano detrás y otra delante, viviendo la vida padre.

Por eso el brocha frustrado y débil atrincherado está en su taller resentido, diciendo yo no pinto para complacerme, ser consumo veleidoso de miradas blandengues, catadores de oleos y barnices pasados por agua de borrajas, lo que yo quiero es plasmar mi alma en el encerado sideral del infinito distópico de mis calcetines con troneras. Y que se la casque el mundo, que se distraiga el vulgo con sus guerras preventivas y con su paz de plomo.

El pintor lleva un tiempo que ni pinta ni canta. Ahora lo que le toca es esperar su turno en la carnicería para hacerse con su envoltorio de carne molida.

domingo, 30 de marzo de 2025

La esposa del escritor único



Había oído yo de algún libro cuya trama y desenlace determinaba la existencia de una persona extraña, alejada de la novela. Como si su autor fuese el titiritero que con sus hilos y letras moviera los monigotes de su teatrillo, pero fuera de la caverna de su manuscrito. Quería que lo que él contaba fuese vinculante, que tuviese lugar y consistencia en la misma vida real, más allá de sus libros. Sus novelas, sólo un pretexto. Su intención era que sus letras fuesen la fragua, el manantial, el horno donde cocer el auténtico pan de la vida. El verbo hecho carne. No es el profeta el que adivina el futuro. El futuro es creado por el oráculo. No fue Napoleón el que por su propia voluntad, un 7 de septiembre de 1812 se le ocurrió invadir Rusia, sino que fue la lectura de Vidas Paralelas de Plutarco lo que al corso le impulsó a ello. La historia está condicionada en parte por la habilidad del escritor que la cuenta. Tampoco fue César quien conquistó Las Galias, sino el Senado quien le encomendara tan magna proeza en momentos tan críticos para el Imperio Romano.

No hay mejor película que ver, ni libro que leer que aquel en el que nos vemos reconocidos, motivados para seguir vivos. Recuerdo una vez durante la representación de una determinada obra de teatro que un espectador se sintió fuertemente conmovido por una escena. En medio de la sala se levantó y se puso a gritar como un poseso: ¡Ese soy yo, ese soy yo! Por fin he dado conmigo. Gracias, hermanos Lumière, por ayudarme a ser yo mismo. Primacía de la letra sobre la esencia misma de lo real. Decía Freud que donde estaba el ello, debe advenir el yo. Los libros son los planos sobre los que se construye la historia, la biografía, nuestras vidas.

En cierta ocasión un escritor fue invitado al cumpleaños de su editor. Hasta aquel momento la mujer y este escritor jamás habían coincidido, no se conocían de nada. Dio la coincidencia, que la que luego sería su futura esposa, trabajaba como empleada del catering que servía la cena-homenaje al patrocinador de su último libro. Digo bien, el último, el último y el único, pues después de esta circunstancia que cuento, jamás, se le ocurrió a este hombre escribir libro otro alguno. Ella y él aún no se conocían presencialmente, aunque por lo que luego pasó, de alguna manera, sí. Allá, en el horno donde se cuecen los panes de nuestras biografías, ya estaban sus vidas calentándose al calor del fuego de su amor venidero.

Eran como una veintena de comensales. Él tan sólo conocía a dos de ellos: al editor, su patrocinador ocasional, y a su secretaria; pero al estar éstos en la otra punta de la mesa, y ser él un tanto tímido, se sintió más solo que la una. Sólo pudo hablar con la camarera que de vez en cuando le decía: ¿Necesita el señor algo más, prefiere carne o pescado? En una de sus idas y venidas para preocuparse por sus preferencias culinarias, el escritor único tuvo el descaro de fijarse detenidamente en el bello rostro de la sirvienta. ¡Milagrosa casualidad! Era la misma joven que con pelos y señales él describía en su novela: La misma forma del musitar suave de su voz dulce y cadenciosa, el color azabache de sus ojos persuasivos, la modestia sonrojada de su cara. La misma hermosura que irradiaba tanto su cuerpo como su alma en su novela era la que ahora le mostraba en persona. Todo en ella era igual a la muchacha que él había intentado dibujar en su último libro.

Repito, después de aquella sorprendente coincidencia este escritor ya no necesitó escribir más. Lo tuvo claro desde el principio. La cortejó. Quedaron en verse después de aquella cena afortunada. Él iría a esperala después que ella acabara su faena. Salieron, hasta que logró hacerla su esposa. Fueron marido y mujer durante cinco años. El esposo nunca comentó cuál fue la razón de su opción por ella. Tampoco hizo falta, tan fuerte y sincero era su amor... Hasta que un día la mujer le dijo sin venir a cuento: ¿Querido, qué viste en mí aquel día del cumpleaños de tu editor para enseguida pedirme en matrimonio? Con todo el cariño que por ella había tenido desde el día que se conocieron en aquella cena homenaje, el marido contestó con total sinceridad: Vi en ti, mi amor, el mejor retrato, la mejor definición de la mujer estrella de mi último y único libro de mi vida.

Y malditas palabras. Ella, ninguneada y menospreciada, le dijo de malas maneras al escritor unigénito: Pues bien, mi escritor circunstancial y único, quédate con la joven aquella de las letras de tu novela, que ésta de carne y hueso se va a otros brazos que de verdad la quieran. Adiós para siempre.

jueves, 27 de marzo de 2025

Los conejillos de Cortázar


No es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto. (Bestiario. Cortázar).
¿Cómo es posible que en tan poco tiempo la hija de mi vecina, la mujer del hombre de la furgoneta blanca, haya crecido tan deprisa? Veo ahora a la zagala delante de mí, acompañada de un apuesto muchacho. Ayer mismo la madre la llevaba en brazos dándole de mamar. Las cosas no pueden cambiar así de la noche a la mañana. Desde el principio de nuestra era, filósofos, biólogos y políticos vienen diciendo que la naturaleza no da saltos, que actúa lentamente, que para asfaltar un simple socavón en la Avenida de Los Castaños, o construir una residencia de ancianos en Molina de Segura, hace falta remover Roma con Santiago. ¡Y ni con esas! Y no como hoy, que una chiquilla recién nacida, a los dos días amanece ya crecida y reluciente como los pepinos de la huerta que no hay dios que de la noche a la mañana los reconoca. O que una España tranquila se levante esta mañana deprisa comprando papel del váter y corriendo desconsolada a refugiarse en la estación de autobuses, en el Mudem o en cualquier otro refugio inexistente, antes que la guerra anunciada por Europa nos acribille como conejos en su madriguera, perseguidos por el miedo y las bombas nucleares.

Todo va muy deprisa como las cabras locas que se pisan unas a otras. Menos este cuerpo mío inamovible, sentado sobre este banco del paseo, encima de una acequia soterrada que serpentea paralela al desvío. El desvió cruza el pueblo por el extrarradio que da al río. Los arboles sonríen a un abril que se retrasa espantado por los detractores del cambio climático. Me distraigo frente al sol tibio leyendo Carta a una señorita en París, antes que un conflicto bélico impesable me arrase tal como anuncia Hadja Lahbib la comisaria de la UE. Tres cosas irrenunciables me quedan de lo que me queda de vida: un buen desayuno con pan-aceite-y-sal, un café bien cargado mirando pasar la primavera trasluciente de la hija de mi vecina Andrea y el gusto por la lectura.

La hija de mi vecina me saluda atenta como si yo fuera el mismísimo autor visionario de la historia que estoy leyendo. Levanto mis ojos del libro para contestar sus buenos días. Ella, rauda cambió su biberón de leche por el joven que bien acompaña su pubertad recién estrenada. Aquí todo el mundo corre. Corren los niños a la escuela. Antes de llegar al colegio ya serán mayores, menos yo que permanezco ya mayor desde hace tiempo apoltronado en este banco fijo de madera. Por cierto, la madre de la muchacha que cambió su biberón por el beso de un muchacho, también se llama Andrea, como la dueña remilgada del apartamento de Buenos Aires que una señorita le dejó prestado al caótico y alocado protagonista del cuento que estoy leyendo. Extiendo mi mano sobre la página trece para que no se me escapen los vomitados conejitos de este relato tan absurdo, simbólico y sugerente. A duras penas mis dedos leñosos, púrpuras y crepusculares pueden sostener el libro. Me senté aquí enfrente de mi casa, sentado en este banco de madera que hace sonar mis huesos como campana de ánimas.

Miro ahora los árboles-botella del paseo que, en tan solo dos o tres veranos, se han llenado de gloria y fuerza como los bueyes de la fábula de Esopo. Escucho el tempranero jugar de los pájaros entre el verde de sus hojas cantarinas, el abrazo dulce e interminable de dos jóvenes que han preferido hacer novillos y librarse de las monsergas y los drones de la profesora de Ética. A mi alrededor todo el mundo cambia, el relax se hace desvelo, el status quo de un mundo estable se tambalea. Miro también mis pies quietos al caer de un insensible y solitario banco de madera. 

También se apagaron mis sueños correteros como los conejitos de Cortázar. Sus noches no tienen luz, ni farolas, ni estrellas, ni árboles de botella. Unos locos de la guerra quieren arrancarlos de cuajo y encerrarlos en el oscuro rincón de un armero.