lunes, 18 de noviembre de 2024
La leche santa
Mientras espero mi turno, observo disimuladamente a las personas de esta sala. Cada uno es una carta cerrada; pero yo no puedo abrir el sobre de sus intimidades. Sentado enfrente de mí, un hombre de mediana edad, con el tronco paralelo al suelo. Sus manos abiertas sujetan su cara fruncida. Noto por su postura, a pesar de la robustez de su cuerpo, su derrota y debilidad. Lo veo tan abstraido y desentido que me imagino que yo pudiera ser tal vez esta persona, por eso no me importa, no me da vergüenza allanar, detener mi mirada en su abatido aspecto. De pronto, como si el hombre tuviese ojos en la espalda, sin desbaratar ni un grado su rígida y doblada compostura, me dice a bocajarro: Deje usted de acosarme con su curiosidad malsana. Los locos no somos monos de circo. Sus palabras, además de sonrojarme, me hacen caer en la cuenta que yo esta mañana estoy citado en este hospital.
¿Y qué hace una persona, a todas luces normal, en la unidad de psiquiatría del Reina Sofía? En dos palabras: yo estoy aquí como podía estar en otro sitio. A mí me da igual estar sentado en un banco de la estación de El Carmen dando a entender que espero sin esperar un tren con destino a la Conchinchina. Mi intención es gritar al mundo con mi boca cerrada que yo soy una persona como los demás: que va al ambulatorio, que viaja, que va de compras, al dentista, a la oficina de correos. Como no sirvo para nada, tengo que convencerme a mí mismo, que hago algo, que estoy vivo. Lo que me importa es que la gente sepa que soy alguien. Si me quedo quieto en mi casa me agusano como un muerto.
Ahora llega mi turno. Miro el móvil, simulo que tengo prisa, miento que recibo una llamada inesperada. Y cuando me dispongo a abandonar la sala, una enfermera, con toda delicadeza, pero sin soltarme ni un momento del brazo, me introduce en la consulta del médico. A este doctor yo ya lo conozco de otras veces. Simpático con su voz clara y seductora atrae a los enfermos como a gallinas autómatas al reclamo de una lombriz apetitosa. Pero ahora que lo tengo tan de cerca, delante de mí casi tocándome con sus gafas de pasta verde clínica las pelotas, me da asco, hasta su boca huele al amargo regaliz del opio freudiano. A sus preguntas que yo no escucho, tan sólo le digo: ¿por qué no me receta usted algo para ser igual que todo el mundo y no seguir siendo, aun siendo distinto, un apestado, un simulador de mi propia personalidad?
Uno de los mejores sitios en los que yo, antes de venir aquí, acostumbraba a cobijarme, donde me apetecía pasar el tiempo, donde me daba cuenta que tenía algo por dentro que latía como mío, como propio, con su identidad específica..., era la catedral. Bajo sus bóvedas permanecía horas sin que nadie me llamara la atención. Su silencio acogedor me fascinaba. El reloj lento de su Torre. Los ecos mudos de sus naves góticas cariñosamente susurrando a mi alrededor. No había leones sueltos por Trapería, ni buscones por la Plaza de las flores, ni piratas por Santo Domingo, ni pirañas en el río, ni poltrona coronada por gallo alguno en el Palacio de san Esteban
Pero desde que unos indigentes, para alimentar a sus bebés, intentaron robar la gota de leche de la Virgen María que, a la sazón se guarda en una custodia en el Museo de esta Catedral de Murcia, los canónigos decidieron abrir el templo sólo la media hora, lo que dura la celebración de la misa. El resto del día, la iglesia, siempre asilo de peregrinos, dementes y menesterosos, lugar franco y proclive al perdón, quedó cerrada a cal y canto, desalojando así a pecadores, okupas e inoportunos visitantes.
Por eso ahora no me queda otra que refugiarme en este alocado lugar, la unidad de psiquiatría del Reina Sofía.
viernes, 15 de noviembre de 2024
El otoño de la parra virgen
Esta mañana, el reloj que lleva cosido muy dentro a su cuerpo le ha engañado como a un gallo tonto y perezoso. Tiempo, distópico, mentiroso y loco.
Siendo como son las ocho, él creyó que serían las seis, la hora justa en que el alba le despierta cada día. Y siente rabia por no poder controlar sus ritmos y manías. El tiempo empieza a poner palos en la ruedas a su averiada y pesada carrocería. El tiempo le sisa la vida y a la vez su sabia conciencia aviva. Dependo menos de mí, ¡tanto! –se lamenta–, que mis dedos, engarrotados antes de la cuenta, se resisten a hilar la adecuada caligrafía, la letra de mi biografía y de mis pensamientos. Su rabia aumenta. Y se acuerda de aquellas palabras del apóstol: Te aseguro que cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará donde no quieras ir. Y esta fugaz sensación de que avanza cada vez más deprisa hacia la Nada y que el tiempo le engaña con medidas relativas, no reales, metafísicas...
Pero esta mañana se acuerda de El otoño de las rosas. Y acude a Brines por ver si el poeta valenciano le ayudara a recuperar con el positivo nihilismo de sus versos el goce entusiasta de la fugacidad edificante: Vives ya la estación del tiempo rezagado: / la has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete.Y escucha, cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.
Y aún así, después de haber olido de la boca lírica y melancólica de Brines el amado y vacío sabor de la existencia, aún más quiere retrasar el reloj de su poco tiempo concedido y loco. Y le suplica al dios Cronos que detenga el duelo de sus días lujuriosos de este noviembre de hojas caídas, apasionadas y sangrantes de la parra virgen del jardín que da al desfiladero del ocaso.
martes, 12 de noviembre de 2024
Mar, amor y muerte
Mi madre le ha dicho esta tarde a mi padre de ir a la playa. Por casualidad se han sentado frente al espigón, en la misma roca que yo estuve llorando a lágrima viva la pérdida de aquella chica que se alejó de mi vida como el destello fugaz de un meteorito en una noche de verano.
El llanto de mi madre se alimenta de la sal del agua; y mi llanto y el suyo y el de Belisa confluyen en la misma ola, un largo abrazo de amor que se desliza perdiéndose en el horizonte del infinito de la tarde. En su delirio mi madre toca el agua con su mano y de pronto siente un escalofrío muy grande por todo su cuerpo, siente en la misma piel del agua mi propio cuerpo sepultado bajo el agua de la albufera.
jueves, 7 de noviembre de 2024
La complacencia de los súbditos
No me sorprendo de nuevo equivovarme con mis expextativas políticas. Soy un perdedor instintivo. De nuevo he dar la razón a Murphy. Si algo puede salir mal, saldrá mal.
miércoles, 6 de noviembre de 2024
El salto de la novia
El bullicio -me dijiste- es mi lugar preferido.
La algarabía, el trasiego del mercado de los sábados, el tumulto del bar del Yerbero y la subasta de la lonja, el vocerío a muerte de una pelea de gallos, el olor a cuadra y a meados… incentivaban su pluma. Nunca, sino en medio del caos, las letras le dieron su mejor color y significado. Cuanto mayor ajetreo y estruendo a su alrededor, más calma y hondura reflejaban sus textos.
Ayer, domingo, se encamina al Azud de Ojós. Y en esa paz transparente, ambarina, en la soledad callada, desde un peñasco del que contempla extasiado las balsámicas parcelas de naranjos, intenta transportar en su cuaderno lo que dentro de si siente, lo que le dice el dulce sosiego, el mudo silencio de las aguas del Solvente, allá abajo en la angostura del río. Y así como antes, el fragor del ruido era la fuente de su inspiración, este embalse tranquilo trae ahora a sus ojos la sequía, la desesperación, el vacío literario.
¡Vayamos a ver al amado! -les dijo aquella tarde a su ganado Las aguas incontenidas del estanque prendáronse, en fuego convertidas, de la joven. Y el embalse abrazó de tal manera a la muchacha, que inundada de placer se fundió para siempre en la lumbre de sus aguas. Y según él mismo leyó en aquella esquela, la novia al saltar de aquel peñasco del Solvente gritó en oración contemplativa su deseo más ferviente: Más que de las estrellas y del cielo soy del agua esposa y compañera.