sábado, 7 de junio de 2025

Incinerado en el tiempo



El otro día Isidoro Galán, secretario de CCOO de nuestra región en los tiempos de la transición, fue enterrado en medio de un coro reducido de viejos amigos cantando la Internacional. Y sus notas sonaban a rancio, sin referencia alguna fuera de las catacumbas de un tanatorio a las afueras de Cartagena, ciudad otrora baluarte y resistencia frente al vandalismo de los poderes fácticos y telúricos de aquellos años.

Y un plumífero engreído quiso escribir algo al pie de esta foto fija de un jesuita obrero incinerado en el tiempo. Retórico y reiterativo debate del poder sacramental de la escritura. ¿Acaso el pintor, el músico, el escultor o el simple herrero (cada uno en su oficio), no trabaja por desvelar también qué esconde la realidad que le ha tocado vivir? Los escritores se creen llamados a salvar el mundo de sus limitaciones. Como El principito piensan que su rosa es la flor más hermosa: Mi rosa es más importante que todas... porque es mi rosa.

El arte en sí por sí solo no salva ni basta. Necesita el que escribe transferir a su texto un fin, una intención transformadora, dejarse impregnar de la realidad para así trascender su infamia; y que sea el lector por sí mismo quien descubra el misterio de lo real.

A raíz y al margen de esta polémica a destiempo acerca del compromiso del escritor me retraigo a mis años jóvenes tras aquellos ecos trágicos de la segunda guerra mundial y más en concreto de los avatares fatídicos de nuestra guerra civil española. Y me sentí en cierta manera orgulloso de que escritores, poetas y pintores, obreros de entonces alzaran sus versos, sus pinceles, sus hoces y martillos en favor de la liberación de los pueblos oprimidos, de la paz y la democracia. Tal vez los puristas de hoy opten hoy por creaciones no contaminadas por modas y localismos u otras ideologías perecederas. Enamorados de la esencias absolutas, clásicas, inmaculadas, tal vez prefieran no mancharse arrojándose al barro del compromiso. Cuando la tierra en la que vives arde por los cuatro costados, no es humano mirar para otro lado y quedarte enajenado y autocomplaciente contemplando la pureza del fuego.

Eso ocurría antes cuando el mundo no iba tan deprisa y sus gentes no se dejaban manipular fácilmente. Hoy estamos inmunizados contra las injusticias. Asistimos impasibles ante el paso marcial de dictadores democráticos disparando a bocajarros a inocentes criaturas, expulsando de sus tierras a nativos y extraños, contraviniendo no sólo los fueros internacionales, sino el derecho natural. ¿Con qué tipo de vacuna hemos sido inoculados para perder en un pis pas el instinto de reaccionar frente atropellos tan flagrantes? Ya pueden desfilar esta mañana las fuerzas armadas por las calles de Tenerife, llover bombas y tanques de punta por medio mundo... Normalizamos lo anormal. Damos por bueno lo malo.

Frente al escritor esteta: la ética de la escritura. Existe un cierto proceder inconsciente del que no somos responsable porque la conciencia de ayer, hoy ya no es la misma. Nuestro ADN ha sido modificado de manera que nuestra piel, nuestro corazón, nuestra alma se han endurecido, somos inmunes a la piedad y la compasión. El progreso, la electrónica, la inteligencia artificial, el vertiginoso correr del tiempo... invisibles e incontrolables, atrofian nuestra autonomía y capacidad de discernimiento. Ni siquiera somos responsables de nuestra incompetencia y apatía. Nos han extirpado el órgano que generaba dichas conductas y valores. Es cierto que hay protestas, manifestaciones a diario, huelgas de hambre... Pero su influencia queda inmediatamente sofocada. Un fuego se traga otro fuego. Y así también la escritura que otras veces marcaba la ruta de lo que podría significar un cambio, dejó de ser luz y camino, se convirtió en un fin en sí misma, incapaz de transformar nada. Bella y hermosa también la conciencia literaria, pero encerrada y estéril en su propio laberinto autocomplaciente.


martes, 3 de junio de 2025

Las tablillas de Uruk



Yo era la sombra del picotero asesinado. 
(Pálido fuego. Canto Primero. Nabokov)
Quise escribir lo que acababan de llorar mis ojos. Quería dar fe de lo mucho que me dolían mis carnes, mi corazón y mis huesos, tras la muerte de un hombre a quien yo quise. Si yo era capaz de objetivizar el luto por la pérdida de mi amigo, sacar de mí el dolor..., y proyectarlo sobre un papel escrito, con mi pena encerrada para siempre en su ataúd de arcilla, ¿me libraría de la locura que el dolor de su ausencia me producía? ¿Acaso después de muerto, seguiría andando su sombra arrastrada sin su cuerpo sobre las letras de un epitafio?

Y me asaltó de pronto la duda diciéndome: Si de hecho así lo haces, tus heridas cosificadas, encarnadas, resucitadas en tu elegía, jamás de sangrar terminarían. Decidí pues justo no escribir nada para que mis letras no continuaran alimentando congojas imperecederas. No quiero que mis escritos alimenten el cuerpo muerto de mi amigo. Quiero que descanse contento sin endecha alguna llorando su óbito eterno. Y al igual que el nicho de su abuelo, enterrado en su soledad más querida, (lo recubre una limpia lápida gris, sin fechas, ni oración siquiera) así, quisiera ver la fosa de su nieto, (mi amigo), con su nombre a secas inscrito, incondicionado por el tiempo.

Para librarme de mis pesadillas, hubiera bastado arañar esta hoja con el simple rejón, por ejemplo, de una jota. O con el alarido de unas cuantas interjecciones. O con un par de fúnebres acentos. Pero mi dolor no hubiese desaparecido. Al contrario, se hubiese perpetuado ad infinitum, al igual que aquellas tablillas de Uruk que datan de hace más de cinco mil años, y aún perduran como dioses inmortales sobre las llanuras eternas de Mesopotamia.

Aquel prestamista sumerio de los tiempos de Gilgamesh le prestó a su vecino dos bueyes para la trilla a cambio de que este le devolviera no sé cuantas fanegas de trigo tras la recolección. Un diluvio dio al traste con la cosecha, pero la factura de la deuda, reflejada quedó en la tablilla, y hasta el día de hoy aún es valedera. Y esperando está ser cobrada por aquel que en derecho esté obligado a satisfacer dicho estipendio. Un texto escrito es una deuda que no vence jamás. 

Por eso esta mañana me resisto a escribir elegía alguna en memoria de mi amigo muerto. Me declaro en contra de todos aquellos que dicen que escriben para no morirse de tristeza. Una tristeza escrita puede acompañarnos por los siglos infinitos.

sábado, 31 de mayo de 2025

Complejo de Caín



Julio tiene unas ganas enormes de inscribirse en un campamento de verano: quince días en la Sierra de Gredos. Allí conocerá nuevas amistades y se librará de la pesada sombra de su hermano mayor. Julio siente pasión por la montaña. Sólo nueve meses le faltan para los dieciocho años. Su hermano Felipe tiene ya dieciocho. Él sí podría (si quisiera), pero anda loco detrás de la Pascuali. Julio fotocopia el carné de Felipe, sin que su hermano lo sepa. Decide rellenar la solicitud con el nombre, la edad y los datos de su hermano para así ser admitido. Lo que cuenta son los papeles. Y los papeles dicen ahora que su nombre es Felipe, no Julio. A veces los resortes de la mentira son más eficaces y poderosos que la verdad misma.

A la semana siguiente le llaman de la Consejería de la Juventud de la Junta de la Comunidad de Castilla y León. Julio está a punto de decir que se trata de un error. Pero su pasión por el monte, su decisión de librarse de un verano de siestas aburridas y eternas, de tener que aguantar las regañinas de su hermano Felipe,… Julio coge el teléfono: Sí dígame. Soy yo, Felipe. Los hechos consumados: la mejor manera para salirse con la suya. A lo hecho pecho. Y escucha, no sabe si con temor o valentía: Su solicitud ha sido aceptada. A Julio le faltan 75 euros para cubrir los gastos del viaje. Su hermano mayor se los presta.

No es menester mencionar aquí el síndrome de Caín. Julio con el cortauñas muerde la yema del dedo gordo de su mano izquierda para sellar con sangre su cambio de identidad. Julio tiene buena memoria, pero dieciséis años con el mismo nombre son muchos días. Después de curar su herida con limón y ceniza, sale a la calle como un recién bautizado, con su nuevo nombre cincelado en su conciencia. Y, a solas consigo mismo, se tatúa en el cerebro el nombre de su hermano. A partir de ahora ya no soy Julito, sino Felipe el primogénito. A su hermano a veces le ha cogido algún suéter, algún pantalón…, pero ahora le ha robado el nombre. La verdad, que el nombre de Felipe tampoco es que le guste mucho, suena a imperial, a decimonónico, pero la ocasión la pintan calva.

Los padres de los hermanos están separados. Y este verano acordaron que el hijo mayor se quedaría con el padre, mientras que la madre se haría cargo de Julito. Julio miente de nuevo y le dice a la madre, sin comentar nada del campamento, que se va quince días a casa de su padre. La madre responde: ¡Fenomenal! Ella aprovecha ese tiempo para hacer un viaje programado con sus compañeras de trabajo. 

No hace falta tampoco decir que el campamento salió a pedir de boca. Felipe por aquí. Felipe por allá. Ni una sola equivocación. Nadie sospecha nada. Hasta en la etiqueta de su mochila Julio escribe una efe como una fábrica de grande.

Faltan tan sólo cuatro días para que el campamento llegue a su fin. Ese día, los muchachos deben superar la prueba reina. Por parejas han de correr la distancia entre el campamento base y Fuente Clara, un manantial de aguas mansas que brota junto a un nogal esbelto e inconfundible. A Felipe (nuestro Julio empoderado), le toca de compañero el Fabi, un muchacho, más bien petardo y abultado de grasas, con sus reflejos bastante lentos. La marcha tiene como objetivo valorar las capacidades de orientación, autonomía y subsistencia de los participantes. El Fabi y Felipe inician la ruta muy animosos. En sus mochilas llevan un cartucho de avellanas y dos botellines de agua. La primera hora, (de las tres que más o menos dura la prueba), transcurre con normalidad, en silencio. La verdad que los dos muchachos no son muy habladores. No sabemos si por autosuficiencia o por timidez. La segunda hora, a petición del Fabi, hacen un descanso de diez minutos. Y este tiempo que emplean en detenerse, la pareja que salió detrás de ellos, les da alcance. Y los cuatro muchachos se enzarzan ahora en comentar el fuego de campamento de la noche anterior. Es cuando Felipe, en el fragor de la conversación, encuentra la ocasión para zafarse de sus compañeros. Echa a correr dándose patadas en el culo en dirección a un caserío llamado Villarriba. Felipe, (el falso Felipe), se pirra por las cimas de las montañas, sobre todo si estas son tan bellas como su Justi.

Y de Villarriba es Justina, la hija del panadero que todas las mañana acompaña a su padre a repartir el pan por las casas de la sierra. Entre Justina y el supuesto Felipe, desde el primer día que se vieron, surgió algo especial que sólo sus miradas y sus corazones lo saben. Nuestro joven enamoradizo se escabulle de sus compañeros sin que estos se percaten de su fuga. Sus pasos huelen la lumbre del horno del padre de Justina, hasta que por fin Felipe (el verdadero Julio) da con el pan sabroso de la hija del hornero.

Lo que pasó luego entre Felipe y Justina es fácil suponer. Nosotros nos detenemos sólo en saber qué es lo que ocurrió después en el campamento. A la hora del recuento, echan de menos a Felipe (Julio). El director del campamento sabe de las habilidades de Felipe para sortear dificultades en un entorno inhóspito. Confía en que, antes de llegar la noche, el muchacho aparezca. Llegó la noche, y Felipe no dio señales de vida. El director del campamento pone en marcha el protocolo que rige en estos casos. La primera medida es telefonear a los padres del muchacho:
Soy el director del curso de verano. Lamento decirle que su hijo Felipe, en una de las actividades programadas lo perdimos de vista durante unas horas. Luego de rastrear los alrededores, y preguntar al vecindario supimos que tanto su hijo como una muchacha llamada Justina, los han visto subir al autobús que va a la capital…
El padre de Julio, despreocupado, contesta al director del campamento: Mi hijo Felipe está aquí ahora mismo conmigo. Y colgó el teléfono. Luego mira a su hijo, que en este momento está a su lado leyendo abstraído El príncipe destronado de Miguel Delibes, y exclama: Hijo mío, este mundo está loco de remate, y tu madre y tu hermano Julito, como sultanes de Arabia, de crucero allá por los mares del sur.

miércoles, 28 de mayo de 2025

Olor a higuera



Salí a caminar por los sotos filosóficos del río, allá por donde antiguamente, a su paso por Molina, el tren hermanaba Murcia (capital) con la ciudad de Caravaca. Esta ruta, hoy convertida en Vía Verde para peregrinos devotos, atléticos senderistas, viandantes solitarios...., la utilizo yo también de vez en cuando para ponerme en paz conmigo mismo, aclarar mi vista ante la actual confusión beligerante, desenredar mis pensamientos... Y me paré a contemplar esta monumental higuera que me sorprendió afable con sus buenos días. Y quise yo encontrar un adjetivo que mejor definiera el olor a higuera. Pero la vi tan subida y ebria del resplandeciente cielo, que me contagió su borrachera..., y no supe a qué olían sus apacibles hojas.

El calor adelantado de la última semana de mayo pintaba brillante el verde turgente de sus nutridos pámpanos. Y el aroma original que exhalaban sus ramas, cargadas de alas, polvoreaba mis narices curiosas. El olor no era nuevo, me traía recuerdos de infancia, de cuando acompañaba a mi abuelo al malecón, por senderos de sisca, huerta y agua..., hasta que llegábamos a un pequeño trozo de tierra de rento, donde otra higuera nos recibía, nos abrazaba como madre que espera a sus hijos sudorosos de regreso a casa con la cántara de agua dispuesta y fresca. Él con su legón al hombro, y yo, con mis cuatro años apenas, agarrado de su mano maternal. Y lo mismo que el fuego, ayer de la tahona, exhalaba bendito su olor a pan, cuando pasaba por delante del horno del callejón ancho, hoy el aroma de la higuera... lo siento, pero por más que lo intento, no consigo dar con el nombre que mejor se preste para definir su viva esencia. Y rebusqué en vano por mi memoria aromas distintos, apropiados, específicos que atrapados quedaron entre los pliegues acartonados de mi cerebro a lo largo de mi áspera y a la vez perfumada vida. Si dulce decía, no me cuadraba; si amargo, me sobrepasaba; si agrio, me excedía. Y así un buen rato.... Hasta que aburrido me dije:
Los muertos huelen a muerto. La vida huele a vida. Y esta higuera en verdad a lo que huele es a higuera. Y este olor que siento es el que mejor le sienta. Las cosas huelen a lo que son.

 

viernes, 23 de mayo de 2025

Chico malo


 
¿Cómo  podía aquel joven ser malo siendo tan bueno? Su maldad y rebeldía no era suya, causada era por la incomprensión y el rechazo. Todo el mundo lo miraba con recelo, como si llevara mierda en los bolsillos. Y se apartaban de él nada más que lo veían. Los únicos que bondadosamente lo acogían como a gorrión herido eran los postergados, los excluidos. Sus mejores colegas: los rufianes y los ratas de la comarca.

Mis padres -decía el muchacho-, son encantadores. Pero no sabían llevarse bien con el hijo. El encanto para él era una fruta podrida, una mentira más, envuelta con el celofán turiferario de una sociedad bobalicona e hipócrita. Claro que sentía predilección por sus progenitores; pero en el fondo los consideraba unos pobres gilipollas. El muchacho pasaba de valores espirituales y morales. Consideraba estos principios, cursiladas de pequeños burgueses cuya única finalidad consistía en no perder el privilegio que le otorgaba su paternidad mal entendida. Los profesores con sus prédicas negativas intentaron encauzar su desilusión y desencanto. Lo único que conseguían era acentuar en su conciencia el perfil de chico malo. El chico malo se atrincheraba aún más en su ignorancia consentida como arma contra la inteligencia abusiva de sus preceptores. De carácter retraído. Este comportamiento natural suyo, de por sí esquivo, contribuía a que la gente lo encasillara como rufián y un pillastre.

Es cierto que el muchacho tenía problemas. Y si no los tenía, los generaba a cada paso. Pero a decir verdad, sus problemas se debían más bien porque se sentía acosado por las miradas acusadoras de todo el mundo. Cada vez que iba al súper a comprar un par de litronas los sábados por la tarde, el securata no le quitaba el ojo de encima. El muchacho refunfuñaba en silencio al agente: ¿Qué miras, gorila, es que tengo monos en la cara? Y en su defensa acusaba a todo el mundo: putos pedantes de mierda con hígados de serpiente. Pero en el fondo lo que deseaba el muchacho era ser tenido en cuenta. Mendigaba amistad, y lo que recibía era hostilidad y desprecio. El mundo contra mí. Yo contra el mundo. De tanto pensar todos que este joven no era trigo limpio, acabó siendo malo. La culebra que se muerde la cola. Era malo porque nadie le comprendía.

Soñaba como cualquiera hijo de vecino, y si cabe más, porque lo necesitaba como el comer. Pero todo le salía mal. Puede que fuera un chico mal intencionado (yo no me lo creo). Era simplemente un muchacho sin suerte, desafortunado. En el fondo tenía un corazón limpio y tierno, incapaz de romper un plato, matar una mosca, o decirle a una chavala ¡qué mal te sienta el piercing en el ombligo! a no ser que las circunstancias le obligaran a lo contrario. Y las circunstancias, ¡bien sabe Dios!, que le llovían a cántaros, como chuzos de punta a cada momento.

El muchacho tenía la inocencia de un niño, piensa como los niños. Le seduce lo que a los mayores les aturde y espanta. Todo el mundo lo toma por imbécil porque va diciendo por ahí que un pato no es un pato por más que lo diga el poeta James Riley. El verdadero pato es Donald Trum. Lo que realmente le pasa a chico malo es que nadie toma en serio sus limitaciones: confunde las causas con los efectos. No sabe predecir las consecuencias de sus acciones. Y así, al igual que Celine, camina sin rumbo, incomprendido y sin acierto por el corazón de la noche. Todo es tedio, colegas a lo suyo, padres ogros, madres hámster. Y si es que hay alguna muchacha bonita a la que quiero, Cupido siempre me cierra la puerta. A chico malo lo que le hubiese gustado es ser un Quijote: ir por ahí salvando las vidas de sus compañeros extravagantes y raros, solitarios con los cuales se identifica, pero no puede, no le dejan...

Chico malo tampoco miente, siempre va con la verdad por delante. Y si alguna vez mintió diciendo a su vecina, más beata que el cáliz, que había visto a su marido en misa, era porque quería agradar a la pobre mujer convencida que su hombre, al morir, iría de cabeza a los infiernos. En cambio cuando decía la verdad, nadie lo creía, como aquella vez que alertó a todo el pueblo que la avenida bajaba furiosa por la rambla de Los Calderones. Y gran parte de los lugareños perdió sus ganados y granjas. Y chico malo para ratificar su verdad, también se dejó arrastrar por la riada.