jueves, 27 de marzo de 2025

Los conejillos de Cortázar


No es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto. (Bestiario. Cortázar).
¿Cómo es posible que en tan poco tiempo la hija de mi vecina, la mujer del hombre de la furgoneta blanca, haya crecido tan deprisa? Veo ahora a la zagala delante de mí, acompañada de un apuesto muchacho. Ayer mismo la madre la llevaba en brazos dándole de mamar. Las cosas no pueden cambiar así de la noche a la mañana. Desde el principio de nuestra era, filósofos, biólogos y políticos vienen diciendo que la naturaleza no da saltos, que actúa lentamente, que para asfaltar un simple socavón en la Avenida de Los Castaños, o construir una residencia de ancianos en Molina de Segura, hace falta remover Roma con Santiago. ¡Y ni con esas! Y no como hoy, que una chiquilla recién nacida, a los dos días amanece ya crecida y reluciente como los pepinos de la huerta que no hay dios que de la noche a la mañana los reconoca. O que una España tranquila se levante esta mañana deprisa comprando papel del váter y corriendo desconsolada a refugiarse en la estación de autobuses, en el Mudem o en cualquier otro refugio inexistente, antes que la guerra anunciada por Europa nos acribille como conejos en su madriguera, perseguidos por el miedo y las bombas nucleares.

Todo va muy deprisa como las cabras locas que se pisan unas a otras. Menos este cuerpo mío inamovible, sentado sobre este banco del paseo, encima de una acequia soterrada que serpentea paralela al desvío. El desvió cruza el pueblo por el extrarradio que da al río. Los arboles sonríen a un abril que se retrasa espantado por los detractores del cambio climático. Me distraigo frente al sol tibio leyendo Carta a una señorita en París, antes que un conflicto bélico impesable me arrase tal como anuncia Hadja Lahbib la comisaria de la UE. Tres cosas irrenunciables me quedan de lo que me queda de vida: un buen desayuno con pan-aceite-y-sal, un café bien cargado mirando pasar la primavera trasluciente de la hija de mi vecina Andrea y el gusto por la lectura.

La hija de mi vecina me saluda atenta como si yo fuera el mismísimo autor visionario de la historia que estoy leyendo. Levanto mis ojos del libro para contestar sus buenos días. Ella, rauda cambió su biberón de leche por el joven que bien acompaña su pubertad recién estrenada. Aquí todo el mundo corre. Corren los niños a la escuela. Antes de llegar al colegio ya serán mayores, menos yo que permanezco ya mayor desde hace tiempo apoltronado en este banco fijo de madera. Por cierto, la madre de la muchacha que cambió su biberón por el beso de un muchacho, también se llama Andrea, como la dueña remilgada del apartamento de Buenos Aires que una señorita le dejó prestado al caótico y alocado protagonista del cuento que estoy leyendo. Extiendo mi mano sobre la página trece para que no se me escapen los vomitados conejitos de este relato tan absurdo, simbólico y sugerente. A duras penas mis dedos leñosos, púrpuras y crepusculares pueden sostener el libro. Me senté aquí enfrente de mi casa, sentado en este banco de madera que hace sonar mis huesos como campana de ánimas.

Miro ahora los árboles-botella del paseo que, en tan solo dos o tres veranos, se han llenado de gloria y fuerza como los bueyes de la fábula de Esopo. Escucho el tempranero jugar de los pájaros entre el verde de sus hojas cantarinas, el abrazo dulce e interminable de dos jóvenes que han preferido hacer novillos y librarse de las monsergas y los drones de la profesora de Ética. A mi alrededor todo el mundo cambia, el relax se hace desvelo, el status quo de un mundo estable se tambalea. Miro también mis pies quietos al caer de un insensible y solitario banco de madera. 

También se apagaron mis sueños correteros como los conejitos de Cortázar. Sus noches no tienen luz, ni farolas, ni estrellas, ni árboles de botella. Unos locos de la guerra quieren arrancarlos de cuajo y encerrarlos en el oscuro rincón de un armero.

martes, 25 de marzo de 2025

Mi querido erizo



Aquel día tú no debías estar para nadie. Ser sólo para mí. No te encontré en la jaula de colores. Salí perdido a tu encuentro. Nada más levantarme, crucé la calle, atravesé la Plaza Vieja camino del río. Había días que me pasaba tres pueblos, subía montañas, cruzaba puentes y aduanas y, sin ni siquiera dar un paso, esperaba que con sólo extender el brazo, mi mano y la tuya, mi gana y tus labios, se fundirían en un beso. Mi obsesión era dar contigo. Estar los dos a solas. ¿Tan difícil es que el agua y la sed se encuentren en un mismo vaso? Los dos beberíamos hasta hartarnos, como se sacia el río del mar cuando desemboca en el estuario. ¡Me costaba tanto dar contigo estando tan cerca! ¿Quién diría que habiendo nacido pegados el uno al otro acabaríamos estorbándonos como el gato y el perro. Yo maullando tu amor. Tú mordiendo mi odio. Por eso me costaba tanto dar contigo, mi querido erizo. Quedé desolado como quien pierde su anillo de boda. En ese anillo de boda llevaba yo grabado en oro un erizo blanco con espinas suaves de color crema. Hubiese llorado lo mismo, si en lugar de ser tú mi alma gemela, un erizo blanco, hubieses sido el perro verde del loco de la colina. Para el caso era lo mismo estar loco por un perro feo que por un erizo por muy guapo o blanco que tú fueras.

Pasé cerca de un coto. Pregunté atrevido a tres cazadores, que junto a unas brasas asaban cuatro sardinas para su almuerzo. Les dije si habían visto un erizo desorientado. El desorientado es usted -me contestó con tino y descortés el primer cazador, el que parecía más listo por su cara de lelo, al tiempo que relamía con fruición exagerada la raspa de un arenque chamuscado. ¿Acaso no sabes, muchacho, que está prohibido caminar por este coto propiedad del marqués de los siete mundos reconquistados? Y al comprobar el segundo cazador, (el que estaba sentado sobre la piedra más alta), en mi cara compungida mi gesto dividido por haber perdido la costilla de mi erizo, se dirigió a mí más amable que el primero, como si hubiese cazado en ese momento un jabalí de renombre con apellido y con mote incluido: Si al menos usted nos mostrara una fotografía de su erizo perdido, tal vez podríamos ayudarle. Yo le repondí que no era menester, que con mirarme bien le bastaría, que los dos éramos idénticos, y que, según mi modesto parecer, todos los erizos éramos iguales, ariscos por fuera y muy tiernos por dentro. ¡Quía, -intervino el tercer y último de los cazadores, el de la pelliza con solapas de piel de borrego, el que parecía más lelo por su cara de listo-, míreme usted bien, yo también soy un erizo. Y entre nosotros los erizos nadie es igual a otro, porque todos somos lo mismo. ¿Sabe usted por qué no se diferencia en nada un jabalí de otro? Porque no conocemos bien a estos animales. Lo mismo pasa con los gavilanes. Y señalando con un fuerte manotazo en el pecho al primero de los cazadores que zampándose estaba las cinco sardinas que quedaban, añadió: ¿Acaso sabría usted distinguir al gavilán del marqués de los siete mundos, de este otro gavilán que, mientras aquí charramos perdiendo el tiempo por un erizo, a lo tonto tonto nos está birlando el almuerzo?

domingo, 23 de marzo de 2025

La lengua del corazón



Desde mi estado de sordo severo, no pretendo, (después de haberme llenado de alegría que Sorda, la película de Eva Libertad, recibiera la Biznaga de oro en el festival de Málaga), contraponer el mundo de los sordos frente al de los oyentes. Conviene aunar estas dos realidades. Y que los unos y los otros, sordos analfabetos, sordos ocurrentes, orgánicos, oyentes absolutistas, oyentes metafóricos y excluyentes, construyamos todos juntos, con la ventajas de unos y las desventajas de otros, esa inclusiva torre, la Babel del Mutuo Entendimiento.

Dicen que los sordos somos malpensados y recelosos, que tenemos mala leche, que somos huraños y antisociales. Puede ser. Lo que pasa es que no prestamos mucha atención a maledicencias y engaños. Los duros de oído, por lo general somos personas de carácter tranquilo, tal vez distantes e indiferentes; pero sólo en apariencia, por obligación. Aguantamos impertérritos las desatadas iras de oyentes monoteístas e hipertensos. Nuestra sordera da a nuestro rostro un cierto aire de desinterés y ausencia. Indiferencia que no es insensibilidad, frialdad o desacato a nuestro interlocutor. Si damos esa impresión es porque respetuosamente no queremos entrometernos ni malmeter en asuntos extraños que no están muy claros a nuestras entendederas. Decía Tagore es fácil hablar claro cuando no va a decirse toda la verdad. Por eso tal vez callamos. Tenemos las orejas ensordecidas, pero nuestro ojos están siempre abiertos a las palabras mudas que salen del corazón del otro. Somos capaces de empatizar con la mirada. Los ojos no mienten.

Cuando la palabra no existe, ¿las cosas no son? Eso dicen algunos lacanianos, semióticos y lingüistas. Cuando la palabra, por accidente, imposición, nacimiento o voluntad, no nace de nuestras gargantas, aun es posible acudir al gesto, al plante, al silencio, a la lengua del corazón. Crear, inventar, construir instrumentos útiles y expresiones válidas que sustituyan o acompañen a la palabra allá donde ella no puede llegar. Cuando la palabra no existe, las cosas pueden empezar a ser, puesto que la palabra, y más si ésta es mal dada, más que puente y vehículo de comunicación, es dardo, mentira y espada.

Al principio fue el Verbo. La palabra reverdeció el planeta, llenó de semillas la pradera... Pero cuando la palabra, como elemento electro-sonoro, pierde el poder de recrear y producir un mundo edificante, caemos en pérdida, y por reacción los no oyentes nos refugiamos en las ideas, nos convertimos en seguidores de Platón. Escuchamos desde nuestra caverna a través de las sombras. Reivindicamos unos nuevos paradigmas que saquen a esta sociedad y cultura de su letargo sonoro. Sólo los que se ven privados de la palabra son conscientes de su importancia. Echamos de menos el agua cuando calurosos y llenos de sudor no disponemos de un buen botijo a mano. Cuando la palabra no tiene la carga vitalizadora de generar entusiastas en pos de una meta. Cuando la palabra, vacía de contenido, se devalúa y es arrojada y no percibida, eco perdido entre valles inexistentes, nada toma cuerpo, todo es etéreo. Ni las ideas ya siquiera son comunicables. 

En el bullir caliente de una noche amorosa resurge clamoroso el sonido junto a una  oreja lasciva que deletrea jadeante un te quiero, vida mía, no hay sordo/a que se resista. Por fortuna para los sordos la palabra no se reduce a un complejo sonoro que a través del tímpano llega al nervio auditivo, la palabra toma también forma a través de la insinuación, del tacto, todo un lenguaje de signos suficientes, un cordial abrazo en el que las palabras sobran.

Pero, entiéndanme. Ya lo dije al principio. Y lo repito de nuevo . No ha sido mi intención con esta entrada engrandecer a unos a costa de las limitaciones de otros. Eso sería tener por parte mía mala baba.

viernes, 21 de marzo de 2025

Entre Heráclito y Parménides



Al verme tan atolondrado, yendo de aquí para allá como rabo de lagartija, más o menos esto me dijiste:
Lo que necesitas es encontrar la calma, debes olvidarte de todo, dejar tu mente en blanco. Detener tu imaginación. “¡Ay, la loca corretera de tu casa, cuántos males te acarrea!” Has de saber que no es cierto aquel dicho de Descartes “Pienso, luego existo”. Dejar de pensar no es dejar de ser. Al contrario, debes vaciar tu mente, centrarte sólo en el quieto e inmóvil instante del ahora, olvidarte de los sin embargo y los pero, sólo así conseguirás llenarte, ser consciente de tu verdadera y plena identidad. Existe sólo lo que permanece. El momento presente es la parte esencial de tu existencia, no lo dejes escapar como agua que se escurre inútilmente entre los dedos de tus manos. A todas horas eres bombardeado por el pasado y el futuro, ambos inexistentes, por lo que has hecho o por lo que tienes que hacer. El camimo de la conciencia no está en el trasiego, ni en el ruido de los engranajes de tus pensamientos críticos. Tampoco en la mente. Precisamente la no-mente es el estadio previo al Conocimiento. Por eso es preciso que te detengas, que salgas de ti, como si tus racionamientos y emociones no fueran contigo. Así fue como los profetas consiguieron ver la tierra que Yavé tuvo a bien mostrarles.
La verdad es que al escucharte sentí una cierta envidia admiradora por tu loable discurso. Pero sinceramente tus sabias palabras no consiguieron del todo convencerme. Tanto la solemne parsimonia como la armonía con la que intentabas sorprenderme no fueron de mi agrado. Olían tus consejos a un cierto refrito paternalista, fatuo, conservador, un pseudo equilibrio sanador impostado, como venido del más allá de tu incierto-sexto-cielo-estable. Y tanta altura vi en tu magistral advertencia catedralicia que me amilané de manera que no me atreví a decirte lo que tus palabras me dieron a entender. No hay nada como una inteligencia engolada para hacerme dudar de la tesis que ella defiende. Te engañé con mi silencio. Pero como no quiero mentirme también a mismo, aquí te digo lo que entonces no te dije:
Si lograra deshaceme de estos dos extremos temporales(el pasado y el futuro) de los que tan iluminado y persuadido me hablaste, si consiguiera hacerte caso, y me despojara del ayer y del mañana, congelado me quedaría en el tiempo, convertido sería en estatua de sal, me ahogaría en las estancadas aguas del agua de tu río seco e inerte. El pasado y el futuro, el ayer y el mañana, no son como dices, dos polos estranguladores de la vida. Todo lo contrario, son más bien el motor que mueve el tiempo, el hilo de los días. Más bien, estancarse en el presente es negar, poner palos a las ruedas del tiempo, son como dos piedras en nuestro ojos que nos impiden mirar hacia delante, o volver hacia atrás nuestros pasos para remover el escollo aquel en el que ayer tropezamos. La movilidad y el acontecer sucesivo de los días en un nuevo contexto, hacen atractivo y estimulante, rico y entretenido mi vivir pasajero. Si a la tierra se le ocurriera detenerse en la quietud contemplativa de su esencia inmutable, se desintegraría al momento.

lunes, 17 de marzo de 2025

El gallo rojo era valiente

 



El otro día una amiga, a raíz de un comentario desacertado de otro compañero, me dijo: ¡Cuánta falta de empatía! Y estas palabras me hicieron preguntarme si acaso no está en riesgo nuestra conciencia. En estos tiempos de difícil manejo, (debido a la global digitalización de nuestras vidas), los modelos de conducta, la manera de conocer y de sentir, y hasta la misma moral, parecen estar en proceso de transmutación. Y ante este panorama de transformación algorítmica en todo lo que nos rodea, me enfrento a la misma pregunta que Lola López Mondéjar en su Ensayo Sin relato, allí se cuestiona: ¿Somos hoy menos humanos que lo fueron allá hace miles de años nuestros antepasados?

A personas como yo, por poner un ejemplo cercano, sujetos-objetos, corolario y resultado de una formación cartesiana, instruidos en la responsabilidad cívica, en hábitos de participación y solidaridad, bajo el paraguas de unos paradigmas racionales..., puede que nos resulte escandaloso escuchar asertos cargados de banalidad, ligereza e indiferencia ante la necesidad extrema, el incumplimiento de los derechos más elementales, las desgracias ajenas, así como ver al frente de instituciones políticas, estatales, sindicales, a individuos de carácter tiránico, engreídos, de dudosa catadura moral. Admito que los genes configuradores de nuestra ética, tanto heredada como adquirida, están siendo suplantados por otros patrones de identidad impostada, otros modelos de imitación... ¿A quién, coño, le importa la ética, cuando ella ya no es referencia ni arquetipo para nuestra civilización y cultura? Y el principio aquel del bien y del mal que regía nuestro proceder, ¿hoy quienes son los que se dejan conducir por él? Y me abstengo de abundar en este tipo de comportamientos, ya que los considero en manos de mentes obtusas caldo de cultivo para la proliferación y reencarnación de nuevos fascismos de amargo recuerdo.

Tras los avances tecnológicos de esta era digital que tan eufóricos celebramos con el disfrute de la Inteligencia Artificial recién estrenada, comenzamos a pensar, sentir y comportarnos de distinta manera. Nuestra conciencia también es troquelada de acuerdo a las influencias del medio. De triunfar el progreso de esta nueva conciencia digital-anti-empática-indiferente y pasota, la especie humana, es decir, nosotros, ya no nos sentiremos tan mal por pensar de manera contraria a los parámetros éticos por los que antes nos movíamos. Al ser los modos de conducta de las generaciones futuras regulados conforme a otros principios, nacidos de un nueva conciencia impostada, ya no se extrañarán tampoco nuestros hijos por obrar, opinar y sentir de manera diferente a sus abuelos.

A estas alturas de mis años, me pregunto si habrá merecido la pena haber vivido de la manera como he vivido. Viendo y constatando lo que el mundo ha cambiado, y lo que, gracias al avance de la AI, por cambiar le queda, no quisiera que hábitos como la militancia, la empatía, el compromiso, la participación ciudadana... quedasen mermados o abolidos.

Tampoco quisiera caer en la nostalgia típica de un viejo cascarrabias frustrado, sino más bien enfrentarme de manera digna, tal como define este concepto Manuel Vital, el protagonista de la película El 47, (Marcel Barrena). La dignidad no es algo abstracto ni retórico, es un quehacer en favor de los derechos fundamentales, la justicia y la igualdad de oportunidades. La mera posibilidad de que en el futuro los androides priven a los humanos de esos espacios de libertad, autogestión, humanidad, conciencia y pensamiento, me aterra.

Sigo pensando que el pasado combativo, crítico, dialéctico, la lucha por lo público, propio de los jóvenes de mi generación en los que el gallo rojo era valiente, sigue siendo, no sólo válido, sino más necesario que nunca, en estos tiempos eléctricos, cibernéticos y frios en los que nos adentramos como borregos, monedas digitalizadas, en unos cajeros, computadoras sin alma y sin conciencia.