martes, 17 de junio de 2025

Ut tamen pallet




Dice Valerio Marcial en uno de sus epigramas (LXXVII): Carino se encuentra bien, y sin embargo, está pálido. (Ut tamen pallet).

Posee el ser humano un huequecito sin llenar en el interior de su ser. A lo largo de los siglos de la historia habida, aún no se ha descubierto cuál es esa pieza exclusiva que todos añoramos dentro de nosotros. Osorio, el doble de Vargas Llosa, (que también es mi sombra), me comenta que la pieza de ese complicado y misterioso puzle que somos, se la comió la serpiente del paraíso, cuando fuimos sembrados por Ceres en esta tierra que nos tocó como destino. Yo le replico que, esa diosa verde a la que se refiere, tal vez se negara a depositar en nosostros ese preciado don del que andamos falto, para tenernos necesitados siempre de su ayuda. Osorio añade: ¡Mala leche la de esta jardinera, chamana o apicultora que nos dejó con la miel en los labios!

Yo con todo le pregunto también a Marcos Valerio Marcial ¿por qué su amigo Carino, teniéndolo todo, (trabajo, salud, dinero, amor y un gato amarillo), se levanta triste y deprimido todos los días del año? El poeta hispano-romano levanta a lo lejos sus ojos nostálgicos como si mirara las ruinas de su Bílbilis añorada y desaparecida. Calla un momento. Mientras, yo veo ríos de sudor culebrear por su cara de sísifo desesperanzado. Luego, tras limpiarse con el dorso de la mano su inútil fatiga sarcástica, me responde: Tal vez Albert Camus llevara razón cuando dijo que la felicidad consiste en ese sentimiento de desdicha que todos experimentamos. Pero, amigo, -insiste el epigramista- te aconsejo que no abuses tanto de citas ajenas; no favorecen en nada la elegancia de tu escritura, así como tampoco la saludable digestión de los jugos metafísicos de tu alma.

viernes, 13 de junio de 2025

Por encima del azahar de las estrellas


Junto a la vieja ermita de Zaraiche, el ocaso catarroso se evapora tras la montaña-cuesta-abajo de su vejez fosilizada. Se esfumó también la pubertad, la eternidad de aquellos días de primavera, prometedores de honradez, servicio y justo reparto. Y la humedad del suave-beso-de una bulliciosa juventud en aquella calle de la Divina Izquierda, hoy seca y ruinosa queda al hacerse publico tanta sinvergonzonería y corrupción.

Encariñados bajo la escalera de la mala suerte, sorteamos con éxito nuestro infortunio y las desgracias ajenas. Nuestros cuerpos enlazados se elevaban por encima del azahar de las estrellas. Y el olor y el pareado de mis labios en en tus orejas retozonas como gorriones suplicando democracia... inundaban de placer un mundo en el que cabía feliz el mundo de Huxley. El recuerdo: un tesoro más cierto y valedero que la realidad que hoy vivimos.

Por mucho que intento desplegar nuestras pancartas contra la guerra y el engaño, el levantamiento de una clase obrera en bancarota, recuperar la canción de nuestros viejos himnos, no consigo acordarme de su letra. El hombre del hombre es hermano / derechos iguales tendrán / la tierra será el paraíso / patria de la humanidad. Las tromeptas y los violines quedaron mudos en la nave de aquel templo de algarabías y poltronas de la calle de san Jerónimo. ¡Lástima que aquel quejido placentero de nuestro juvenil orgasmo sea ahora sofocado por los gritos inciviles del pataleo, la avaricia y el tú más!

Cuanto más viejo me siento, la caricia de mis manos sobre la carne virgen del futuro, más oscura y astillosa la veo: sombras vivas que se pierden por los agujeros negros de una vida.

Y si me dieran a elegir entre la actual vileza y carroñería de hoy, sin duda escogería la sensación caliente de aquellos años, su recuerdo eterno. Aquel eco puro del pasado no quisiera que acallado fuera por los gritos descerebrados de unos ultras camorristas.

sábado, 7 de junio de 2025

Incinerado en el tiempo



El otro día Isidoro Galán, secretario de CCOO de nuestra región en los tiempos de la transición, fue enterrado en medio de un coro reducido de viejos amigos cantando la Internacional. Y sus notas sonaban a rancio, sin referencia alguna fuera de las catacumbas de un tanatorio a las afueras de Cartagena, ciudad otrora baluarte y resistencia frente al vandalismo de los poderes fácticos y telúricos de aquellos años.

Y un plumífero engreído quiso escribir algo al pie de esta foto fija de un jesuita obrero incinerado en el tiempo. Retórico y reiterativo debate del poder sacramental de la escritura. ¿Acaso el pintor, el músico, el escultor o el simple herrero (cada uno en su oficio), no trabaja por desvelar también qué esconde la realidad que le ha tocado vivir? Los escritores se creen llamados a salvar el mundo de sus limitaciones. Como El principito piensan que su rosa es la flor más hermosa: Mi rosa es más importante que todas... porque es mi rosa.

El arte en sí por sí solo no salva ni basta. Necesita el que escribe transferir a su texto un fin, una intención transformadora, dejarse impregnar de la realidad para así trascender su infamia; y que sea el lector por sí mismo quien descubra el misterio de lo real.

A raíz y al margen de esta polémica a destiempo acerca del compromiso del escritor me retraigo a mis años jóvenes tras aquellos ecos trágicos de la segunda guerra mundial y más en concreto de los avatares fatídicos de nuestra guerra civil española. Y me sentí en cierta manera orgulloso de que escritores, poetas y pintores, obreros de entonces alzaran sus versos, sus pinceles, sus hoces y martillos en favor de la liberación de los pueblos oprimidos, de la paz y la democracia. Tal vez los puristas de hoy opten hoy por creaciones no contaminadas por modas y localismos u otras ideologías perecederas. Enamorados de la esencias absolutas, clásicas, inmaculadas, tal vez prefieran no mancharse arrojándose al barro del compromiso. Cuando la tierra en la que vives arde por los cuatro costados, no es humano mirar para otro lado y quedarte enajenado y autocomplaciente contemplando la pureza del fuego.

Eso ocurría antes cuando el mundo no iba tan deprisa y sus gentes no se dejaban manipular fácilmente. Hoy estamos inmunizados contra las injusticias. Asistimos impasibles ante el paso marcial de dictadores democráticos disparando a bocajarros a inocentes criaturas, expulsando de sus tierras a nativos y extraños, contraviniendo no sólo los fueros internacionales, sino el derecho natural. ¿Con qué tipo de vacuna hemos sido inoculados para perder en un pis pas el instinto de reaccionar frente atropellos tan flagrantes? Ya pueden desfilar esta mañana las fuerzas armadas por las calles de Tenerife, llover bombas y tanques de punta por medio mundo... Normalizamos lo anormal. Damos por bueno lo malo.

Frente al escritor esteta: la ética de la escritura. Existe un cierto proceder inconsciente del que no somos responsable porque la conciencia de ayer, hoy ya no es la misma. Nuestro ADN ha sido modificado de manera que nuestra piel, nuestro corazón, nuestra alma se han endurecido, somos inmunes a la piedad y la compasión. El progreso, la electrónica, la inteligencia artificial, el vertiginoso correr del tiempo... invisibles e incontrolables, atrofian nuestra autonomía y capacidad de discernimiento. Ni siquiera somos responsables de nuestra incompetencia y apatía. Nos han extirpado el órgano que generaba dichas conductas y valores. Es cierto que hay protestas, manifestaciones a diario, huelgas de hambre... Pero su influencia queda inmediatamente sofocada. Un fuego se traga otro fuego. Y así también la escritura que otras veces marcaba la ruta de lo que podría significar un cambio, dejó de ser luz y camino, se convirtió en un fin en sí misma, incapaz de transformar nada. Bella y hermosa también la conciencia literaria, pero encerrada y estéril en su propio laberinto autocomplaciente.


martes, 3 de junio de 2025

Las tablillas de Uruk



Yo era la sombra del picotero asesinado. 
(Pálido fuego. Canto Primero. Nabokov)
Quise escribir lo que acababan de llorar mis ojos. Quería dar fe de lo mucho que me dolían mis carnes, mi corazón y mis huesos, tras la muerte de un hombre a quien yo quise. Si yo era capaz de objetivizar el luto por la pérdida de mi amigo, sacar de mí el dolor..., y proyectarlo sobre un papel escrito, con mi pena encerrada para siempre en su ataúd de arcilla, ¿me libraría de la locura que el dolor de su ausencia me producía? ¿Acaso después de muerto, seguiría andando su sombra arrastrada sin su cuerpo sobre las letras de un epitafio?

Y me asaltó de pronto la duda diciéndome: Si de hecho así lo haces, tus heridas cosificadas, encarnadas, resucitadas en tu elegía, jamás de sangrar terminarían. Decidí pues justo no escribir nada para que mis letras no continuaran alimentando congojas imperecederas. No quiero que mis escritos alimenten el cuerpo muerto de mi amigo. Quiero que descanse contento sin endecha alguna llorando su óbito eterno. Y al igual que el nicho de su abuelo, enterrado en su soledad más querida, (lo recubre una limpia lápida gris, sin fechas, ni oración siquiera) así, quisiera ver la fosa de su nieto, (mi amigo), con su nombre a secas inscrito, incondicionado por el tiempo.

Para librarme de mis pesadillas, hubiera bastado arañar esta hoja con el simple rejón, por ejemplo, de una jota. O con el alarido de unas cuantas interjecciones. O con un par de fúnebres acentos. Pero mi dolor no hubiese desaparecido. Al contrario, se hubiese perpetuado ad infinitum, al igual que aquellas tablillas de Uruk que datan de hace más de cinco mil años, y aún perduran como dioses inmortales sobre las llanuras eternas de Mesopotamia.

Aquel prestamista sumerio de los tiempos de Gilgamesh le prestó a su vecino dos bueyes para la trilla a cambio de que este le devolviera no sé cuantas fanegas de trigo tras la recolección. Un diluvio dio al traste con la cosecha, pero la factura de la deuda, reflejada quedó en la tablilla, y hasta el día de hoy aún es valedera. Y esperando está ser cobrada por aquel que en derecho esté obligado a satisfacer dicho estipendio. Un texto escrito es una deuda que no vence jamás. 

Por eso esta mañana me resisto a escribir elegía alguna en memoria de mi amigo muerto. Me declaro en contra de todos aquellos que dicen que escriben para no morirse de tristeza. Una tristeza escrita puede acompañarnos por los siglos infinitos.

sábado, 31 de mayo de 2025

Complejo de Caín



Julio tiene unas ganas enormes de inscribirse en un campamento de verano: quince días en la Sierra de Gredos. Allí conocerá nuevas amistades y se librará de la pesada sombra de su hermano mayor. Julio siente pasión por la montaña. Sólo nueve meses le faltan para los dieciocho años. Su hermano Felipe tiene ya dieciocho. Él sí podría (si quisiera), pero anda loco detrás de la Pascuali. Julio fotocopia el carné de Felipe, sin que su hermano lo sepa. Decide rellenar la solicitud con el nombre, la edad y los datos de su hermano para así ser admitido. Lo que cuenta son los papeles. Y los papeles dicen ahora que su nombre es Felipe, no Julio. A veces los resortes de la mentira son más eficaces y poderosos que la verdad misma.

A la semana siguiente le llaman de la Consejería de la Juventud de la Junta de la Comunidad de Castilla y León. Julio está a punto de decir que se trata de un error. Pero su pasión por el monte, su decisión de librarse de un verano de siestas aburridas y eternas, de tener que aguantar las regañinas de su hermano Felipe,… Julio coge el teléfono: Sí dígame. Soy yo, Felipe. Los hechos consumados: la mejor manera para salirse con la suya. A lo hecho pecho. Y escucha, no sabe si con temor o valentía: Su solicitud ha sido aceptada. A Julio le faltan 75 euros para cubrir los gastos del viaje. Su hermano mayor se los presta.

No es menester mencionar aquí el síndrome de Caín. Julio con el cortauñas muerde la yema del dedo gordo de su mano izquierda para sellar con sangre su cambio de identidad. Julio tiene buena memoria, pero dieciséis años con el mismo nombre son muchos días. Después de curar su herida con limón y ceniza, sale a la calle como un recién bautizado, con su nuevo nombre cincelado en su conciencia. Y, a solas consigo mismo, se tatúa en el cerebro el nombre de su hermano. A partir de ahora ya no soy Julito, sino Felipe el primogénito. A su hermano a veces le ha cogido algún suéter, algún pantalón…, pero ahora le ha robado el nombre. La verdad, que el nombre de Felipe tampoco es que le guste mucho, suena a imperial, a decimonónico, pero la ocasión la pintan calva.

Los padres de los hermanos están separados. Y este verano acordaron que el hijo mayor se quedaría con el padre, mientras que la madre se haría cargo de Julito. Julio miente de nuevo y le dice a la madre, sin comentar nada del campamento, que se va quince días a casa de su padre. La madre responde: ¡Fenomenal! Ella aprovecha ese tiempo para hacer un viaje programado con sus compañeras de trabajo. 

No hace falta tampoco decir que el campamento salió a pedir de boca. Felipe por aquí. Felipe por allá. Ni una sola equivocación. Nadie sospecha nada. Hasta en la etiqueta de su mochila Julio escribe una efe como una fábrica de grande.

Faltan tan sólo cuatro días para que el campamento llegue a su fin. Ese día, los muchachos deben superar la prueba reina. Por parejas han de correr la distancia entre el campamento base y Fuente Clara, un manantial de aguas mansas que brota junto a un nogal esbelto e inconfundible. A Felipe (nuestro Julio empoderado), le toca de compañero el Fabi, un muchacho, más bien petardo y abultado de grasas, con sus reflejos bastante lentos. La marcha tiene como objetivo valorar las capacidades de orientación, autonomía y subsistencia de los participantes. El Fabi y Felipe inician la ruta muy animosos. En sus mochilas llevan un cartucho de avellanas y dos botellines de agua. La primera hora, (de las tres que más o menos dura la prueba), transcurre con normalidad, en silencio. La verdad que los dos muchachos no son muy habladores. No sabemos si por autosuficiencia o por timidez. La segunda hora, a petición del Fabi, hacen un descanso de diez minutos. Y este tiempo que emplean en detenerse, la pareja que salió detrás de ellos, les da alcance. Y los cuatro muchachos se enzarzan ahora en comentar el fuego de campamento de la noche anterior. Es cuando Felipe, en el fragor de la conversación, encuentra la ocasión para zafarse de sus compañeros. Echa a correr dándose patadas en el culo en dirección a un caserío llamado Villarriba. Felipe, (el falso Felipe), se pirra por las cimas de las montañas, sobre todo si estas son tan bellas como su Justi.

Y de Villarriba es Justina, la hija del panadero que todas las mañana acompaña a su padre a repartir el pan por las casas de la sierra. Entre Justina y el supuesto Felipe, desde el primer día que se vieron, surgió algo especial que sólo sus miradas y sus corazones lo saben. Nuestro joven enamoradizo se escabulle de sus compañeros sin que estos se percaten de su fuga. Sus pasos huelen la lumbre del horno del padre de Justina, hasta que por fin Felipe (el verdadero Julio) da con el pan sabroso de la hija del hornero.

Lo que pasó luego entre Felipe y Justina es fácil suponer. Nosotros nos detenemos sólo en saber qué es lo que ocurrió después en el campamento. A la hora del recuento, echan de menos a Felipe (Julio). El director del campamento sabe de las habilidades de Felipe para sortear dificultades en un entorno inhóspito. Confía en que, antes de llegar la noche, el muchacho aparezca. Llegó la noche, y Felipe no dio señales de vida. El director del campamento pone en marcha el protocolo que rige en estos casos. La primera medida es telefonear a los padres del muchacho:
Soy el director del curso de verano. Lamento decirle que su hijo Felipe, en una de las actividades programadas lo perdimos de vista durante unas horas. Luego de rastrear los alrededores, y preguntar al vecindario supimos que tanto su hijo como una muchacha llamada Justina, los han visto subir al autobús que va a la capital…
El padre de Julio, despreocupado, contesta al director del campamento: Mi hijo Felipe está aquí ahora mismo conmigo. Y colgó el teléfono. Luego mira a su hijo, que en este momento está a su lado leyendo abstraído El príncipe destronado de Miguel Delibes, y exclama: Hijo mío, este mundo está loco de remate, y tu madre y tu hermano Julito, como sultanes de Arabia, de crucero allá por los mares del sur.