lunes, 10 de noviembre de 2025

La mujer del minero


 
Su alma blanca era el pico que arrancaba de la piedra la plata negra que enriquecía a sus amos. La mina saciaba de sed y de cal su llanto por sacar adelante a los suyos. Los senos del cauce eran los besos yermos del agua que lavaba las impurezas del mineral rescatado. Una de las vagonetas escaló al cielo abierto su pena, el nombre de todas las penas: un marido descuartizado por el grisú y los trallazos de la explosión y su estruendo, gritos callados. Todas las liebres del monte, los gorriones y hasta los árboles huyeron despavoridos a la cueva de los ecos mudos.

Y el aire y el prado se inundó del olor a muerte, explosión y metano. Y las campanas de la torre del humilde pueblo minero tañeron, sin parar todo el día, duelos, tarantas y soleás. Y el dolor de la esposa escribió allá en lo alto, en el redondel agrietado de la luna, palabras de sangre y humo: y los cuernos de la luna se dilataban o contraían, gemían al ritmo del corazón de la mujer que buscaba la voz de su marido muerto, pájaro enjaulado, entre los escombros de una vagoneta escoltada por la triste solidaridad de sus compañeros de galería. Y hasta el nervio de las piedras latía al viento las cuerdas de sus violines en sol menor, compungidos.

Las lágrimas de la mujer eran ojos de lluvia sin agua, sin párpados. Murciélagos en tropelía, espantados por olor del grisú y su estruendo, volaron hacia el barranco. La naturaleza entera era el espejo de la soledad de la mujer ensimismada. Y le daba lo mismo que las flores del coche fúnebre reventaran de compasión o de rabia. Nada lograba sacarla de su tristeza acuchillada y absorta. Ella quería volver a estar con su marido. Sólo tenía ojos para saber si el humo que aun salía de la chimenea sabría escribir en el cielo, sobre las nubes blancas, las letras del nombre de su marido.

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