Deslumbrada la niña por el emblema, el escudo de la estrella circular de un mercedes negro aparcado en la puerta de su casa, con sus dulces dedos repasa el logotipo plateado y reluciente del automóvil. Pasa su mano con cuidado, acaricia la hermosura de su belleza estelar. La niña, a sus pocos años, sabe que no debe arrebatar al coche su marca. Sólo se goza y entretiene palpando suavemente, con elegancia, el escudo de plata adherido sobre el negro diamantino de la chapa esmaltada. El vehículo agasajado se siente por la consideración de la pequeña.
Basta que uno se apropie de una flor, cortándola del jardín donde se encuentra, para que comience a palidecer de tristeza por ser destronada de su nativo pedestal. Pero tampoco está bien, ni sería justo pasar del reclamo del perfume y color de una esbelta rosa blanca de tres pétalos en punta que generosa nos saluda deseándonos los buenos días. Sería un desprecio a su prodigalidad natural. La niña es respetuosa con el principio que rige el subconsciente de la bondad natural que anida en el corazón de todo ser humano. Las cosas dejarían de ser si le arrebatáramos su distintivo identitario. Y el coche, no sería lo que es, sin la estrella comercial que lo distingue y define como tal.
Pero, ¡oh sorpresa! En el momento que la niña complaciente palpa con su mano sedosa la estrella del logotipo del mercedes, el motor del coche se pone en marcha. La niña asustada da un paso atrás, hasta el punto de casi caer al suelo. El abuelo está con ella, la coge, la consuela y la abraza: No pasa nada, mi niña.
Y mucho que decir de los malos humos del recelosos y altivo dueño del mercedes, que amparado y oculto tras los cristales ahumados del coche, quiso amedrantar a la inocente niña.

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