sábado, 31 de mayo de 2025

Complejo de Caín



Julio tiene unas ganas enormes de inscribirse en un campamento de verano: quince días en la Sierra de Gredos. Allí conocerá nuevas amistades y se librará de la pesada sombra de su hermano mayor. Julio siente pasión por la montaña. Sólo nueve meses le faltan para los dieciocho años. Su hermano Felipe tiene ya dieciocho. Él sí podría (si quisiera), pero anda loco detrás de la Pascuali. Julio fotocopia el carné de Felipe, sin que su hermano lo sepa. Decide rellenar la solicitud con el nombre, la edad y los datos de su hermano para así ser admitido. Lo que cuenta son los papeles. Y los papeles dicen ahora que su nombre es Felipe, no Julio. A veces los resortes de la mentira son más eficaces y poderosos que la verdad misma.

A la semana siguiente le llaman de la Consejería de la Juventud de la Junta de la Comunidad de Castilla y León. Julio está a punto de decir que se trata de un error. Pero su pasión por el monte, su decisión de librarse de un verano de siestas aburridas y eternas, de tener que aguantar las regañinas de su hermano Felipe,… Julio coge el teléfono: Sí dígame. Soy yo, Felipe. Los hechos consumados: la mejor manera para salirse con la suya. A lo hecho pecho. Y escucha, no sabe si con temor o valentía: Su solicitud ha sido aceptada. A Julio le faltan 75 euros para cubrir los gastos del viaje. Su hermano mayor se los presta.

No es menester mencionar aquí el síndrome de Caín. Julio con el cortauñas muerde la yema del dedo gordo de su mano izquierda para sellar con sangre su cambio de identidad. Julio tiene buena memoria, pero dieciséis años con el mismo nombre son muchos días. Después de curar su herida con limón y ceniza, sale a la calle como un recién bautizado, con su nuevo nombre cincelado en su conciencia. Y, a solas consigo mismo, se tatúa en el cerebro el nombre de su hermano. A partir de ahora ya no soy Julito, sino Felipe el primogénito. A su hermano a veces le ha cogido algún suéter, algún pantalón…, pero ahora le ha robado el nombre. La verdad, que el nombre de Felipe tampoco es que le guste mucho, suena a imperial, a decimonónico, pero la ocasión la pintan calva.

Los padres de los hermanos están separados. Y este verano acordaron que el hijo mayor se quedaría con el padre, mientras que la madre se haría cargo de Julito. Julio miente de nuevo y le dice a la madre, sin comentar nada del campamento, que se va quince días a casa de su padre. La madre responde: ¡Fenomenal! Ella aprovecha ese tiempo para hacer un viaje programado con sus compañeras de trabajo. 

No hace falta tampoco decir que el campamento salió a pedir de boca. Felipe por aquí. Felipe por allá. Ni una sola equivocación. Nadie sospecha nada. Hasta en la etiqueta de su mochila Julio escribe una efe como una fábrica de grande.

Faltan tan sólo cuatro días para que el campamento llegue a su fin. Ese día, los muchachos deben superar la prueba reina. Por parejas han de correr la distancia entre el campamento base y Fuente Clara, un manantial de aguas mansas que brota junto a un nogal esbelto e inconfundible. A Felipe (nuestro Julio empoderado), le toca de compañero el Fabi, un muchacho, más bien petardo y abultado de grasas, con sus reflejos bastante lentos. La marcha tiene como objetivo valorar las capacidades de orientación, autonomía y subsistencia de los participantes. El Fabi y Felipe inician la ruta muy animosos. En sus mochilas llevan un cartucho de avellanas y dos botellines de agua. La primera hora, (de las tres que más o menos dura la prueba), transcurre con normalidad, en silencio. La verdad que los dos muchachos no son muy habladores. No sabemos si por autosuficiencia o por timidez. La segunda hora, a petición del Fabi, hacen un descanso de diez minutos. Y este tiempo que emplean en detenerse, la pareja que salió detrás de ellos, les da alcance. Y los cuatro muchachos se enzarzan ahora en comentar el fuego de campamento de la noche anterior. Es cuando Felipe, en el fragor de la conversación, encuentra la ocasión para zafarse de sus compañeros. Echa a correr dándose patadas en el culo en dirección a un caserío llamado Villarriba. Felipe, (el falso Felipe), se pirra por las cimas de las montañas, sobre todo si estas son tan bellas como su Justi.

Y de Villarriba es Justina, la hija del panadero que todas las mañana acompaña a su padre a repartir el pan por las casas de la sierra. Entre Justina y el supuesto Felipe, desde el primer día que se vieron, surgió algo especial que sólo sus miradas y sus corazones lo saben. Nuestro joven enamoradizo se escabulle de sus compañeros sin que estos se percaten de su fuga. Sus pasos huelen la lumbre del horno del padre de Justina, hasta que por fin Felipe (el verdadero Julio) da con el pan sabroso de la hija del hornero.

Lo que pasó luego entre Felipe y Justina es fácil suponer. Nosotros nos detenemos sólo en saber qué es lo que ocurrió después en el campamento. A la hora del recuento, echan de menos a Felipe (Julio). El director del campamento sabe de las habilidades de Felipe para sortear dificultades en un entorno inhóspito. Confía en que, antes de llegar la noche, el muchacho aparezca. Llegó la noche, y Felipe no dio señales de vida. El director del campamento pone en marcha el protocolo que rige en estos casos. La primera medida es telefonear a los padres del muchacho:
Soy el director del curso de verano. Lamento decirle que su hijo Felipe, en una de las actividades programadas lo perdimos de vista durante unas horas. Luego de rastrear los alrededores, y preguntar al vecindario supimos que tanto su hijo como una muchacha llamada Justina, los han visto subir al autobús que va a la capital…
El padre de Julio, despreocupado, contesta al director del campamento: Mi hijo Felipe está aquí ahora mismo conmigo. Y colgó el teléfono. Luego mira a su hijo, que en este momento está a su lado leyendo abstraído El príncipe destronado de Miguel Delibes, y exclama: Hijo mío, este mundo está loco de remate, y tu madre y tu hermano Julito, como sultanes de Arabia, de crucero allá por los mares del sur.

miércoles, 28 de mayo de 2025

Olor a higuera



Salí a caminar por los sotos filosóficos del río, allá por donde antiguamente, a su paso por Molina, el tren hermanaba Murcia (capital) con la ciudad de Caravaca. Esta ruta, hoy convertida en Vía Verde para peregrinos devotos, atléticos senderistas, viandantes solitarios...., la utilizo yo también de vez en cuando para ponerme en paz conmigo mismo, aclarar mi vista ante la actual confusión beligerante, desenredar mis pensamientos... Y me paré a contemplar esta monumental higuera que me sorprendió afable con sus buenos días. Y quise yo encontrar un adjetivo que mejor definiera el olor a higuera. Pero la vi tan subida y ebria del resplandeciente cielo, que me contagió su borrachera..., y no supe a qué olían sus apacibles hojas.

El calor adelantado de la última semana de mayo pintaba brillante el verde turgente de sus nutridos pámpanos. Y el aroma original que exhalaban sus ramas, cargadas de alas, polvoreaba mis narices curiosas. El olor no era nuevo, me traía recuerdos de infancia, de cuando acompañaba a mi abuelo al malecón, por senderos de sisca, huerta y agua..., hasta que llegábamos a un pequeño trozo de tierra de rento, donde otra higuera nos recibía, nos abrazaba como madre que espera a sus hijos sudorosos de regreso a casa con la cántara de agua dispuesta y fresca. Él con su legón al hombro, y yo, con mis cuatro años apenas, agarrado de su mano maternal. Y lo mismo que el fuego, ayer de la tahona, exhalaba bendito su olor a pan, cuando pasaba por delante del horno del callejón ancho, hoy el aroma de la higuera... lo siento, pero por más que lo intento, no consigo dar con el nombre que mejor se preste para definir su viva esencia. Y rebusqué en vano por mi memoria aromas distintos, apropiados, específicos que atrapados quedaron entre los pliegues acartonados de mi cerebro a lo largo de mi áspera y a la vez perfumada vida. Si dulce decía, no me cuadraba; si amargo, me sobrepasaba; si agrio, me excedía. Y así un buen rato.... Hasta que aburrido me dije:
Los muertos huelen a muerto. La vida huele a vida. Y esta higuera en verdad a lo que huele es a higuera. Y este olor que siento es el que mejor le sienta. Las cosas huelen a lo que son.

 

viernes, 23 de mayo de 2025

Chico malo


 
¿Cómo  podía aquel joven ser malo siendo tan bueno? Su maldad y rebeldía no era suya, causada era por la incomprensión y el rechazo. Todo el mundo lo miraba con recelo, como si llevara mierda en los bolsillos. Y se apartaban de él nada más que lo veían. Los únicos que bondadosamente lo acogían como a gorrión herido eran los postergados, los excluidos. Sus mejores colegas: los rufianes y los ratas de la comarca.

Mis padres -decía el muchacho-, son encantadores. Pero no sabían llevarse bien con el hijo. El encanto para él era una fruta podrida, una mentira más, envuelta con el celofán turiferario de una sociedad bobalicona e hipócrita. Claro que sentía predilección por sus progenitores; pero en el fondo los consideraba unos pobres gilipollas. El muchacho pasaba de valores espirituales y morales. Consideraba estos principios, cursiladas de pequeños burgueses cuya única finalidad consistía en no perder el privilegio que le otorgaba su paternidad mal entendida. Los profesores con sus prédicas negativas intentaron encauzar su desilusión y desencanto. Lo único que conseguían era acentuar en su conciencia el perfil de chico malo. El chico malo se atrincheraba aún más en su ignorancia consentida como arma contra la inteligencia abusiva de sus preceptores. De carácter retraído. Este comportamiento natural suyo, de por sí esquivo, contribuía a que la gente lo encasillara como rufián y un pillastre.

Es cierto que el muchacho tenía problemas. Y si no los tenía, los generaba a cada paso. Pero a decir verdad, sus problemas se debían más bien porque se sentía acosado por las miradas acusadoras de todo el mundo. Cada vez que iba al súper a comprar un par de litronas los sábados por la tarde, el securata no le quitaba el ojo de encima. El muchacho refunfuñaba en silencio al agente: ¿Qué miras, gorila, es que tengo monos en la cara? Y en su defensa acusaba a todo el mundo: putos pedantes de mierda con hígados de serpiente. Pero en el fondo lo que deseaba el muchacho era ser tenido en cuenta. Mendigaba amistad, y lo que recibía era hostilidad y desprecio. El mundo contra mí. Yo contra el mundo. De tanto pensar todos que este joven no era trigo limpio, acabó siendo malo. La culebra que se muerde la cola. Era malo porque nadie le comprendía.

Soñaba como cualquiera hijo de vecino, y si cabe más, porque lo necesitaba como el comer. Pero todo le salía mal. Puede que fuera un chico mal intencionado (yo no me lo creo). Era simplemente un muchacho sin suerte, desafortunado. En el fondo tenía un corazón limpio y tierno, incapaz de romper un plato, matar una mosca, o decirle a una chavala ¡qué mal te sienta el piercing en el ombligo! a no ser que las circunstancias le obligaran a lo contrario. Y las circunstancias, ¡bien sabe Dios!, que le llovían a cántaros, como chuzos de punta a cada momento.

El muchacho tenía la inocencia de un niño, piensa como los niños. Le seduce lo que a los mayores les aturde y espanta. Todo el mundo lo toma por imbécil porque va diciendo por ahí que un pato no es un pato por más que lo diga el poeta James Riley. El verdadero pato es Donald Trum. Lo que realmente le pasa a chico malo es que nadie toma en serio sus limitaciones: confunde las causas con los efectos. No sabe predecir las consecuencias de sus acciones. Y así, al igual que Celine, camina sin rumbo, incomprendido y sin acierto por el corazón de la noche. Todo es tedio, colegas a lo suyo, padres ogros, madres hámster. Y si es que hay alguna muchacha bonita a la que quiero, Cupido siempre me cierra la puerta. A chico malo lo que le hubiese gustado es ser un Quijote: ir por ahí salvando las vidas de sus compañeros extravagantes y raros, solitarios con los cuales se identifica, pero no puede, no le dejan...

Chico malo tampoco miente, siempre va con la verdad por delante. Y si alguna vez mintió diciendo a su vecina, más beata que el cáliz, que había visto a su marido en misa, era porque quería agradar a la pobre mujer convencida que su hombre, al morir, iría de cabeza a los infiernos. En cambio cuando decía la verdad, nadie lo creía, como aquella vez que alertó a todo el pueblo que la avenida bajaba furiosa por la rambla de Los Calderones. Y gran parte de los lugareños perdió sus ganados y granjas. Y chico malo para ratificar su verdad, también se dejó arrastrar por la riada.

lunes, 19 de mayo de 2025

El niño y la flor


Ignoro si a vosotros, a mí me ha ocurrido esta mañana recién levantado. Sin todavía tiempo para una experiencia desfavorable, suaves lágrimas brotan de mis ojos. No soy yo quien llora, es mi cuerpo el que lo hace por su cuenta. ¡Tendrá sus motivos! -digo yo. Y al ver mi cuerpo, envuelto con su barnizado llanto de aguas tristes, me contagio y solidarizo, y lo abrazo, y me dice agradecido: Noto como si yo fuera una máquina que se ha quedado sin fuel. Y necesito purgarme a base del combustible del llanto para seguir viviendo. Desahogo de un cuerpo reprimido que siente la ternura de un dolor desconocido, invisible y no, por ello, menos cruel. La inconsciencia lo hace, si cabe, más agradable o dolorido.

Salgo al jardín y veo en los ojos de una flor dos gotas de rocío. No sé si congraciarme de su belleza o llorar con ella su tristeza. Y un niño a contracorriente y aburrido, camino de la escuela, se detiene delante de la flor. Los dos, misericordes, se miran. Y como no estoy loco, no le pregunto al pequeño ni a la rosa por qué lloran... ¿o tal vez ríen? Y sin preguntar yo nada, no tardaron en responderme que ellos tampoco lo sabían. Que le preguntara a la esfinge de Tebas. Así lo hago. Y el león alado a la puertas del templo de Luxor me dice:
Aquí soy yo quien hago las preguntas. Con todo, dada vuestro confusión e interés, haré una excepción: El grado de madurez de las cosas y las personas consiste en no distinguir el llanto, de la alegría; la vida, de la muerte.
Luego quise confirmar la respuesta de la Esfinge, y me dirigí al museo donde Alberto Greco exponía alguna de sus creaciones. Me paré a contemplar El niño con sombrero sentado sobre una piedra delante de la flor. Y le pregunté al artista si la flor y el pequeño Claudio lloraban o reían. Depende, -me dijo- de cómo los contemple quien los mire. Y vi su cara como si acabara de salir de una fecunda relación carnal. Y noté que mi pregunta le satisfizo sobremanera, como si él mismo quisiera que su obra siguiera alimentando la imaginación de los admiradores de su obra. No olvidemos que Alberto Greco, el poeta de lo vivo (así lo llamaban), antes de morir pintó sobre su mano izquierda la palabra Fin, y sobre la pared: Esta es mi mejor obra.

viernes, 16 de mayo de 2025

Las cosas queridas


Me sentí expulsado de mi propia casa. Un hatajo de serpientes ocupó el rincón preferido de mi estancia. La más aterradora de las culebras tenía mi propio rostro. Escapé despavorido. Nada más ver como las rastreadoras okupas se apoderaban de mi realidad más querida, rápido improvisé un viaje para construir una nueva realidad imaginada, la que mejor se acoplara a este cuerpo mío, culo de mal asiento. Y a caballo entre este trozo de tierra que en heredad me regalara el destino, y aquella otra Ciudad Esmeralda de Frank Baum, me embarqué rumbo a las islas del Mar Egeo. Olvidé las edénicas manzanas de Cézanne del cuadro del salón, el olivo que mi padre plantó en el corral suplicando paz para los lobos del señor Hobbes. Dejé atrás las habitaciones de mi casa, triste y melancólica tras mi partida. Mi casa ya no era mi casa. Era un nido de víboras. No me importó renunciar al rojo de los geranios del balcón, al azul de los azulejos de la cocina, al amarillo de las aleluyas que sin cesar de reír adornaban los sombríos rincones de la terraza. No me dolió olvidarme tampoco del perro huraño y filosófico que siempre me acompaña, del verde de las cañas del río que bañaban mis madrugadas, ni del dulce blanco del agua sobre las piedras cantoras al pasar por debajo del puente de El Paraje.

Con tal de verme libre de mi propia sombra reflejada en aquella culebra inhumana que invadió mi apacible hogar, me puse en venta, y me inventé raudo un largo camino por las islas Griegas. Unos años de búsquedas por el mar Jónico no bastaron para encontrar lo que con tanto ahínco yo deseaba y que el poeta griego me prometiera. Animado por Cavafis, me instalé en Ítaca: (Ten siempre en tu mente a Ítaca. / La llegada allí es tu destino). Pensé que aquí encontraría mi verdadera morada. Pero Ítaca me engañó.

Sentí añoranza por los horrores viejos, y aquellas invasoras y odiosas culebras que me obligaron a abandonar mi propia tierra, y me parecieron extraordinariamente bellas y acogedoras. Y comprobé dentro de mí, cual el Conde de Lautréamont, ¡cuán deliciosa puede resultar a veces la crueldad! Por lo que regresé de nuevo a mi antigua casa.

Poco dura la alegría en la casa del pobre. Nada más llegar: el olor a rancio de las prendas colgadas en el armario, mi sudor, la sombra de mis huellas balbucientes resonando humedad y repugnancia por las paredes del pasillo... Y volví a sentir el mismo asco redoblado e insoportable de mí, y de mis cosas. Cansado de mi largo viaje por tierras extrañas, me acosté buscando el sueño reparador. El olor de mi carne pegada a los huesos de mi cuerpo, no me dejó dormir.

Y de nuevo quise ponerme en venta para otro nuevo viaje, esta vez más lejos todavía, en busca de mi estrella perdida allá por las constelaciones infinitas del universo. Agarré mis bártulos. Así de nuevo mi cuerpo, pero al ir a cogerlo, su imponderable sombra me lo impidió susurrándome al oído aquella canción de Chavela Vargas: Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida. Y entonces comprende como están ausentes las cosas queridas.